Friday, March 28, 2008

EL GENOCIDIO TIBETANO

El inmenso daño ocasionado por los invasores chinos desde 1949 cuando ocuparon por la fuerza el Tíbet es comparable al entierro de un hombre que está vivo. Según el periodista belga Gilles van Grasdorff, estudioso del tema, la conquista militar china se ha tratado, en el conjunto del planeta y su abundante historia de infamias, del más amplio programa de destrucción de un pueblo que jamás haya puesto en marcha un gobierno. Ni siquiera el genocidio nazi contra el pueblo judío resulta comparable, pues el genocidio chino contra los tibetanos lleva casi seis décadas de estarse perpetrando con total impunidad.
Ya el decimotercer Dalai Lama, antecesor del actual, Tensin Gyatso, había profetizado antes de su muerte en 1933 que su país entraba a “una época de opresión y terror donde los días y las noches se eternizarán entre el sufrimiento”. Pero los saldos concretos de estas prevenciones han superado con creces cualquier política del espanto imaginada. Durante una entrevista hecha hace trece años al Dalai Lama en su refugio hindú de Dharamsala, éste condensaba así las consecuencias sufridas hasta entonces por la ocupación china: “En efecto, la cifra de un millón doscientas mil víctimas es espantosa. Por desgracia sólo es provisional; no pueden contarse todas las atrocidades que cometieron contra mi pueblo. Además, y esto no hay que olvidarlo nunca, estos tibetanos fueron asesinados. Fusilados, ahorcados, estrangulados, ahogados, escaldados, enterrados vivos, degollados, eso cuando no murieron de hambre, mutilados, quemados vivos. Los habitantes de sus pueblos tuvieron que asistir a estas muertes. Familias enteras fueron desgarradas para siempre. Obligaron a niños a matar a sus padres. Muchos monjes, lamas, fueron humillados por los chinos sólo porque a sus ojos aparecían como seres improductivos. Después de uncirlos a carretas, los chinos los montaban como a animales, les pegaban y los mataban. ¿Hay razones para estos crímenes? Yo sólo veo los efectos de la política expansionista de China; la voluntad programada de destruir el Tíbet, de eliminar un pueblo, de apropiarse un suelo rico; y el odio, finalmente, que engendra todos los crímenes...”.
El holocausto tibetano, el exterminio sistemático y planificado de su población y su cultura, la destrucción obsesiva del patrimonio espiritual budista, todo ello integra una política china de solución final que pretende desaparecer a la gente tibetana a través de la transferencia constante de población china a su territorio, una práctica de colonización ocurrida en Manchuria, donde hoy sólo quedan tres millones de manchús rodeados por setenta y cinco millones de chinos; o en Mongolia, donde viven ocho millones y medio de chinos y solamente dos millones y medio de mongoles; o en el este del Turkestán, donde los chinos son más de siete millones de habitantes entre una población total de trece millones.
A pesar de esta criminal política china de expansión genocida, cuyo puño ha sido de hierro sin que la comunidad internacional quiera o pueda hacer nada al respecto, el gobierno tibetano en el exilio que encabeza el Dalai Lama ha propuesto un plan de solución con cinco puntos, ignorado hasta hoy por el gobierno chino, el cual exige una rendición sin condiciones o bien dilata las pláticas entre las partes esperando acaso la muerte del dirigente tibetano, un poderoso símbolo para su pueblo de compasión y sabiduría, que a la fecha cuenta con 72 años: “1. La transformación del conjunto del Tíbet en una zona de paz. 2. El abandono por parte de China de la política de transferencia de población que amenaza la existencia de los tibetanos como sociedad. 3. El respeto de los derechos humanos fundamentales para los tibetanos y de sus libertades democráticas. 4. La restauración y protección del medio ambiente natural del Tíbet y el abandono por parte de China del uso de este territorio como base de producción nuclear y depósito de residuos tóxicos. 5. La apertura de negociaciones serias acerca de la posición del futuro Tíbet y las relaciones entre los pueblos chino y tibetano”.
Es perversamente cínico entonces que el gobierno de Beijing acuse ahora al Dalai Lama de impulsar un movimiento “separatista” para explicar las últimas manifestaciones de repudio a la ocupación en Lhasa y otras provincias tibetanas. Años de resentimiento hirviendo a fuego lento son, según The New York Times, las causas profundas de estas recientes protestas encabezadas por las nuevas generaciones de tibetanos a pesar de tantas décadas insoportables de “reeducación” maoísta, un estúpido e inútil intento para borrar de la memoria colectiva de ese pueblo martirizado la justa exigencia por recuperar su territorio invadido y hacerse cargo de su propio destino.
“Horrores, sólo horrores”. Tal es el escueto balance y el oscuro resumen de la despiadada brutalidad china en el Tíbet. ¿Qué contestar ---se preguntaba en 1995 el periodista belga citado--- cuando el gobierno chino planea enviar hasta doscientos millones de chinos a los territorios ocupados del oeste tibetano? Que la geopolítica china, encaminada a conquistar el mundo, entraña una de las más delirantes pesadillas colectivas tardomodernas, y que hoy son el Dalai Lama y la gallarda lucha de su pueblo quienes representan la esperanza de un futuro tolerable para el planeta. Su libertad y su emancipación de muchos modos también son las nuestras. Si sus opresores al fin triunfan, de muchos modos también a nosotros nos oprimirán. Interdependencia se llama esta realidad.

Fernando Solana Olivares

Sunday, March 23, 2008

OTRO VIERNES SANTO

El drama chamánico es un encuentro con lo divino. Las religiones serán su residuo en la historia, la simbolización de ese encuentro, su nostalgia, mas no su realización

La pequeña cayó de bruces en el prado llorando de gozo, era un viernes y ella comía hongos por primera vez. María Sabina tenía cinco años y apacentaba el rebaño de su familia. El hambre la obligó a llevárselos a la boca: sanisidro, pajarito o derrumbe, los hongos alucinógenos de la Sierra Mazateca le mostraron la existencia de lo Otro inteligente y se rindió a sus pies. El pequeño que brota la puso frente a Dios. Entonces comenzó a escuchar y aprender las canciones de sanación y poesía que la volvieron una sabia chamana. “Al esfumarse la visión –contó a su biógrafo años después–, yo sudaba, sudaba. Mi sudor no era tibio sino fresco. Me di cuenta de que lloraba y mis lágrimas eran de cistal que tintineaba al caer. Seguí llorando pero chiflé y aplaudí, soñé y bailé. Bailé porque sabía que era la Payasa grandiosa y la Payasa dueña.”

Los hongos de psilocibina disuelven los límites del ego, su ingesta lleva a ingresar a la matriz vegetal y física de la vida. “Para el chamán, el cosmos es un cuento que se hace realidad a medida que lo contamos y se cuenta a sí mismo”, escribe Terence McKenna, cuyo mundo describe como más propio de la metáfora, la imagen, las ideas y el lenguaje, que de la tangibilidad física, las causas y los efectos. Es apropiado especular que el éxtasis arcaico chamánico obtenido con hongos alucinógenos fue la base primigenia del sentimiento religioso: la primera religión es la del hongo, carne de Dios. La hipótesis que asocia al lenguaje como elemento constructor del mundo con las plantas –asociación femenina, porque fueron las mujeres quienes recolectaron, probaron y describieron las plantas a los hombres; en ellas fundaron el lenguaje, de ahí que aprendamos a hablar en las lenguas de nuestras madres– puede confirmarse también en la lírica poética revelada a María Sabina por los hongos:

“Tomo pequeño que brota y veo a Dios. Lo veo brotar de la tierra. Crece y crece, grande como un árbol, como un monte. Su rostro es plácido, hermoso, sereno como en los templos. Otras veces, Dios no es como un hombre: es el Libro. Libro que nace de la tierra. Es el Libro de Dios, que me habla para que yo hable. Me aconseja, me enseña, me dice lo que tengo que decir a los hombres, a los enfermos, a la vida. El Libro aparece y yo aprendo nuevas palabras. Soy hija de Dios elegida para ser sabia. En las veladas palmeo y chiflo, en ese tiempo me transformo en Dios”.

No es casual que el Jesús gnóstico diga que aquel que no baila no sabe lo que ocurre ni que Shiva Nataraja sea Nuestro Señor el Bailarín. María Sabina es una intérprete que “sabe hacer bailar”, juglar de lo divino y del hongo, su vehículo de ascensión en las veladas santas. Participa en un teatro donde aplaude, silba y, mediante las palabras suprahumanas de los hongos, conoce la metamorfosis integral. La pequeña cae de bruces: no hay revelación que no avasalle. Sus lágrimas son de cristal cantarino y las técnicas arcaicas del éxtasis (hermoso término, opina McKenna, acuñado por el mayor especialista, Eliade) le advierten que el mundo está hecho de lenguaje, como salmodia en sus desplazamientos chamánicos: “Hablamos bajo la sombra/ Hablamos.../ Hablamos fresco/ Hablamos creciendo/ Hablamos humildemente/ Hablamos sin ser maduros/ Hablamos con frío/ Hablamos con claridad/ Porque hay lenguaje/ Porque hay.../ Porque hay saliva/ Porque el lenguaje es medicina”.

Tal himno, transmitido por los hongos, es una guía para los piélagos de aquellas dimensiones donde surge el conocimiento de lo Otro que debe traerse al mundo para curar al ser, para ir y venir al país de los espíritus inteligentes, de las fuerzas con las que puedan celebrarse alianzas que protejan la vida humana. Los libros revelatorios son una imagen prerreligiosa que sanciona un pacto lleno de esperanza: la gracia de comprender lo trascendente, tarea vinculatoria con la estructura profunda de la realidad.

La conciencia chamánica actúa en una dimensión oculta donde los espíritus de la naturaleza, las entidades múltiples del ser, los panteones sagrados, angelicales y demónicos, el medio físico y el hombre forman la esfera mágica que es invocada por el lenguaje, creada por él al contarse como una nueva metafórica. La niña descubre la sanación y la palabra, la medicina del lenguaje. Una medicina simple, de palabras directas, de voces interpoladas: “dice”, la tercera persona que la chamana emplea profusamente en sus cantos como un instrumento poético para fijar otra dimensión. Pensar es agradecer. La niña se estremece, ebria de Dios.

El drama chamánico es un encuentro con lo divino. Las religiones serán su residuo en la historia, la simbolización de ese encuentro, su nostalgia mas no su realización. El hongo es la droga sagrada que abre la senda para encontrar una mente inmaterial, omniabarcante en planos no perceptibles racionalmente, una mente mayor en el flujo de lo visible e invisible. Tal reunión significa un paso evolutivo que permite crear la cognición del sujeto, el sentido del ser, la autoconsciencia humana surgida hace miles de años en alguna pradera africana.

La niña cae de hinojos bañada por la luz. Se postra ante el espectáculo de los fenómenos vacíos y plenos, de los otros ámbitos y las otras voces, de esa danza iridiscente alrededor. Las cosas se transfiguran y surge una canción: “Porque ya te miré, ya te toqué/ En el cielo, en tu mundo/ Por eso vamos al camino de tus huellas/ Camino de tus manos”. Un viernes de palabras como marcas del espíritu, puntos gatillo que la hacen mirar los mundos contenidos en el mundo.

Fernando Solana Olivares

Friday, March 14, 2008

NOTACIÓN DEL ESPANTAPÁJAROS

Las cosas que son dadas. Este hombre se aburre. Sabe que esa bruma pegajosa es una consecuencia de su ser consciente, de su hallarse en el mundo, de su condición existencial. Ve la sombra de una hormiga que un rayo de luz magnifica, los objetos en desorden que están sobre su mesa, los pedazos de papel donde anota obligaciones, citas, frases que en su momento creyó esenciales y que pierden su brillo casi de inmediato cuando las vuelve a leer, como ésta, por ejemplo: “...Sólo he tenido una ambición: superar el lirismo, evolucionar hacia la prosa...”. Se pregunta si es gramaticalmente correcto —o lícito, pero la palabra le parece desmedida— transcribir ese fragmento de una frase de Cioran con puntos suspensivos al comienzo y al final. Abandona la inocua duda de inmediato. Otra anotación lo envuelve. Es del mismo autor, escrita en sus cuadernos póstumos, y la aprecia porque la cree también su amargo retrato: “No creo que se pueda llegar más lejos que yo en la falta de inspiración. Un soplo de esterilidad ha devastado mi mente y se lo ha llevado todo, dejándome solo, en compañía de un tropel de pesares”. La acidia medieval, culpa básica porque sabe que es pecado no querer profundamente, después llamada melancolía moderna y hoy aburrimiento posmoderno, lo conduce a la intertextualidad. Pero el hombre coloca debidamente las comillas en la línea, un gesto honorable ante la esterilidad propia: “I felt a funeral in my brain” (Emily Dickinson). Los paréntesis en el nombre de la poeta lucen tranquilizadores. El hombre se aburre, siente que se celebra un funeral en su cerebro.

Un primer triángulo. La curiosidad, el deseo y la envidia iniciaron la historia, y se conoce el nombre de los primeros actores: Adán, Eva, Caín. La beatitud aburre, la perfección y la mansedumbre también. El hombre piensa en las razones de Pascal: “Sin la diversión caeríamos en el aburrimiento y éste nos llevaría a buscar un medio más sólido para huir de él; pero la diversión nos deleita y así nos hace llegar inadvertidamente a la muerte”. ¿Qué puede hacerse cuando el aburrimiento acompaña la substancia mental de la conciencia al pensar que piensa y así existir porque sabe que está, cuando ninguna diversión deleita y todo entretener sólo conduce a la angustia de estar esperando el final de esa espera? Adán bosteza en el Paraíso e inventa una palabra, ataraxia, para definir la sistemática ausencia de curiosidad con que el Creador lo ha regalado: pronto la resolverá. Eva desea que algún acontecimiento turbe la inmóvil elevación del Edén: llegará la serpiente y la hará conocer, nombrar, pensar: luego seguirá el aburrimiento que sobreviene detrás de esa acción. Caín se aburre de envidiar la apacibilidad de Abel: estallará su ira y el tedio del remordimiento será la consecuencia de su filicidio. Este hombre que se aburre cogita que la única operación salvadora es la que enseña a observar esa sustancia en su origen, al mero aparecer. Contacto, sensación, reacción. De tal manera explica el budismo la tríada operacional del pensamiento, su surgir, su desarrollo y su encarnación consecuente: la conducta. Si quiere lograr su dominio, la mente debe verse a sí misma tantas veces como requiera para calcinar los pensamientos que conducen al aburrimiento de la conciencia, al hastío del dolor y la incomprensión, a la desdichada dualidad. Sobre las páginas de un grueso grimorio que descansa en la mesa, el hombre observa el rumbo errático de un pequeño insecto. Cree atisbar en él un signo danzante y prometedor: la promesa de ver sin aburrirse, sólo ver.

Ese inhóspito maullido. El espantapájaros no se quita el sombrero ante nadie, podría decirse que su mente es sin elección. Pero no la de este hombre, determinada por lo que el budismo llama los cinco agregados de la adherencia, aquellas cosas que se experimentan en todo instante, componentes del ser: la materia o forma, las sensaciones, la percepción, las formaciones mentales y la conciencia. No tiene que ir a ninguna parte para encontrarlos porque están en él. Cuando se aburre, los agregados están en su fastidio. Cuando ve, escucha, huele, prueba, toca, piensa, se mueve, los agregados están en todo ello. Él no sabe, quizá el espantapájaros sí y de ahí su inmóvil dignidad. La conciencia del hombre se adhiere a los agregados con falsas concepciones que le ocultan las verdaderas causas de todos los fenómenos, él entre ellos: la impermanencia, el sufrimiento, la no identidad. Si detrás del pensamiento no hay ningún pensador, este hombre acepta otra vez lo que hasta ahora sólo ha sido un acuerdo intelectual: a) que aquello que llama su yo es solamente una combinación de fuerzas o energías psico-físicas en perpetuo cambio y sin ninguna identidad sustancial; b) que en él no hay tal cosa como un espíritu permanente e inmutable, y que su conciencia depende, para existir, de la materia, la sensación, la percepción y las formaciones mentales; c) que su yo, designado como su “ser”, es el rótulo para la combinación de estos agregados, detrás de los que no existe ninguna otra entidad. Ni siquiera un espantapájaros que no se quita el sombrero ante los cuervos, sus enemigos, o ante su dueño, el labrador. Un inhóspito maullido estremece la aceptación que el hombre está elaborando. Es el viejo gato de la casa, un demandante y destemplado animal que vive a su lado. Entonces murmura una plegaria: “Miro todo a mi alrededor como Nirvana, percibo a todos los seres como Budhas, escucho todos los sonidos como mantras”. Es un primer paso: este hombre que se aburre ya sabe que quien busca debe actuar como sí.

Fernando Solana Olivares

Friday, March 07, 2008

EL MAGO EN LAGOS

Cierta regla literaria advierte que todo escritor es elegido por su predecesor. Los scholars de la literatura, esos astrónomos que nunca han visto las estrellas, repiten aquel concepto acuñado por el crítico Harold Bloom (el sí, en cambio, un astrónomo hecho de polvo de estrellas), la angustia de las influencias, para perder de vista, pues su contacto con la escritura creativa es sólo una pose académica, lo más sustancial y verdadero que contiene: un encuentro inesperado, una resonancia inexplicable, una pertenencia ineludible, una elección venida de más allá del tiempo presente y aun del espacio dado. Un misterio, pues.
Los gremios se estructuran mediante conocimientos tácitos. Y a veces basta un pequeño consejo del maestro al aprendiz para que éste comprenda repentinamente los arcanos más complejos del oficio. En mi caso fue una frase de Sergio Pitol la que me instaló, si no en la realización literaria, tan elusiva siempre, cuando menos en su perseverancia. “Escribe dos horas diarias”, me dijo hace años, y eso tan escueto me fue suficiente para encarar el desperdigamiento de entonces con el cual posponía hasta un mañana que nunca llegaba la novela que debía comenzar en aquel preciso hoy.
Jamás le dije lo importante que había sido su consejo, ni siquiera cuando hace unos días vino a comer a mi casa, para colocarme según mis propios medios en aquella obligación primordial del escritor promulgada por Robert Graves y citada por él mismo en su luminoso libro El mago de Viena, que ahora, deslumbrado y absorto, he vuelto a leer: trabajar, sin concederse tregua, en, desde, con y sobre la palabra. Tampoco le conté que poco a poco me va pasando lo que a Italo Svevo, uno de sus autores más apreciados, quien se resignó “a juicio tan unánime (no existe unanimidad más perfecta que la del silencio” ante sus obras, y durante años dejó de escribir.
Hubiera sido de mal gusto, en medio del suculento y alegre banquete que mi mujer preparó para agasajar al querido amigo (sopa de almeja chocolata, salmón horneado a las finas hierbas con berenjena, pimiento y raíz de hinojo italiano, ensalada de arugula y lechuga cultivadas en el pequeño huerto familiar, postre de fresas con cardamomo, helado de piñón y pistache, más varios caldos etílicos que rociaron la ingesta), hablarle de mi creciente hartazgo ante editores y editoras de toda laya que no leen los libros que se les propone, tampoco contestan las cartas que se les envía y mucho menos responden a las llamadas telefónicas que se les hace, pues la burocracia prepotente y zafia reina ya en todas partes, privadas y públicas, da igual.
---Hace tiempo que superé el ego ---dijo Pitol con suavidad en algún momento de la cálida plática.
---Después de recibir el Cervantes, cualquiera puede ---repuse yo, irónico como suelo serlo.
---No, en verdad, me ocurrió antes ---insistió él, con su dulce y ecuménica sonrisa de dientes de conejo.
Y desde luego le creí, no sólo porque estaba hablando de su interés desde quince años atrás en el budismo, sino porque su etérea presencia, flotante y afectuosa, así lo dejaba ver. No había nada sentencioso en sus comentarios, ninguna reafirmación, ninguna primera persona avasallante, ningún gesto autocelebratorio, como si de algún modo hubiera descubierto aquel bisturí sagrado que felizmente extirpa la hipótesis inútil que llamamos yo. Hablamos después del texto que al día siguiente daría lectura para inaugurar la licenciatura en Humanidades del Centro Universitario de Los Lagos, motivo de su visita a estas tierras rulfianas, y de las preguntas que los alumnos le harían al concluir su intervención.
Las palabras, atributos propios de la magia literaria de Sergio Pitol, últimamente se le dificultan. Una dolencia pasajera ---todas lo son--- le impide formular el lenguaje con la refinada y veloz exactitud que le ha sido característica. “Tú respondes por mí”, me dijo ante el dilema. Me sentí profundamente honrado por su propuesta pero incapaz de cumplirla. Así convenimos que para contestar lo que le fuera preguntado yo leería un fragmento suyo, algunas páginas tan notables, por ejemplo, de El arte de la fuga, donde el memorable primer texto, “Todo está en todas las cosas”, comienza diciendo: “Sí, también yo he tenido mi visión...”.
Igual la tuvieron todos aquellos que al día siguiente a las doce del día atiborraron el aula magna del campus universitario para escuchar a Sergio Pitol leer, con algunos mínimos tropiezos dramáticamente entrañables, una hermosa defensa y una imaginativa exaltación del libro y de la lectura, de las humanidades en tiempos de penuria y de la palabra como único talismán del ser. La visión de un hombre tocado por la gracia, de un sabio de la tribu desprendido de sí y actuante, al cual podía creérsele todo lo que dijera porque el espíritu revoloteaba en él. La visión de un maestro cuyos encantamientos son mediante el lenguaje, la visión de una autoridad racional y estética, en estos días cuando quedan tan pocas.
El laureado escritor regresó después a su jardín de Xalapa. Yo me quedé aquí con su segunda e idéntica lección: escribir, así nunca se encuentre o se merezca una publicación. Egoísta que es uno, porque tengo para mí que a eso vino a visitarme este mago generoso: todo ejemplo superior de perseverancia es una orden silenciosa que se transforma en curación. Escribir dos horas, me dijo entonces. Escribir siempre, aun contra el lenguaje que se escapa o contra el editor que se esconde, como me enseña ahora Sergio Pitol.

Fernando Solana Olivares