Friday, December 31, 2010

LOS OTROS, LOS TEXTOS.

¿Cómo concluir este año? ¿Qué decir al respecto de su dureza, de su inclemencia, de su brutalidad? ¿Repetir una vez más lo tantas veces escrito a lo largo de estos doce meses: estado fallido, sociedad fallida, colapso moral, nación jodida, país crucificado, camino sin retorno, putrefacción general? Mejor dejar hablar a otros en sus textos y hacer con ellos un centón, un tejido de fragmentos ajenos y así vueltos propios cuya dedicatoria es para tres de los verdaderos héroes de esta patria despedazada que alguna vez, gracias a gente como ellos, podrá ser de nuevo la habitable casa común de todos: a don Alejo Garza Tamez, el valiente anciano que a solas defendió su propiedad contra un grupo criminal que quiso arrebatársela; a doña Marisela Escobedo, la valiente madre que no cejó en pedir justicia para su hija asesinada y por ello fue muerta; a don Alejandro Solalinde, el valiente sacerdote congruentemente cristiano que hasta hoy ampara y auxilia indocumentados centroamericanos.

“La manifestación es mente y el vacío lo es también. La iluminación es mente, y la ceguera lo es también. También la aparición y la extinción de las cosas está en la mente de uno. Séame dado comprender que todo es tan sólo inherencia de la mente”. Tilopa.

“Huir, ceder, dejar…¡eso es toda mi vida! Ceder permanentemente en lo secundario, para continuar fuerte en lo esencial. Las victorias pequeñas son derrotas. (…) No responder nunca a los insultos, no justificarse jamás, permitir que lo empujen a uno quienes esperan el tranvía (…) concedérselo todo, siempre, a los imbéciles, porque tal es el modo que no se apoderen de nada nuestro; dejar que digan falsedades acerca del mundo, así como también dejar creer a quienes creen en los embustes que circulan sobre uno mismo. Lo que supone la belleza de una vida es sin duda lo que se ha hecho. Pero es también, casi en igual medida, lo que no se haya realizado”. Henry de Montherlant.

“La tradición. Nadie atrás, nadie adelante. Se ha cerrado el camino que abrieron los antiguos. Y el otro, ancho y fácil, de todos, no va a ninguna parte. Estoy solo y me abro paso”. Dharmakirti.

“Todas las existencias son ku, impermanentes, cambiantes, sin noúmeno. En el mundo fenomenal sólo existe la realidad del perpetuo cambio. Así es el ego, sin noúmeno, sin substancia propia. No es una entidad, no tiene ninguna autonomía. Es la simple actualización momentánea de un conjunto de causas interdependientes entre ellas que forman la trama fenomenal, manifestada ella misma por el poder de lo virtual. La verdadera substancia del cuerpo y del espíritu no existe. Su substancia es la virtualidad de la existencia, la potencialidad de manifestaciones fenomenales. La existencia es fukatoku, inatrapable”. Taïsen Deshimaru.

“¿Por qué desde los tiempos antiguos he creado tan mal karma? Mis deseos, mi cólera, mi ignorancia surgen de todo este mal karma sin comienzo. Todo ha sido creado por mi cuerpo, por mi boca, por mi conciencia. Aquí y ahora lo confieso todo con el corazón abierto”. Sutra de la confesión.

“La más hermosa palabra de nuestra lengua es ‘entusiasmo’. Y viene del griego en theo. Dios interior”. Louis Pasteur.

“Ellos eran para mí peldaños. Yo los he trepado. Ha sido necesario para lograrlo pasar sobre ellos. Sobrepasarlos. Pero pensaron que yo quería reposar sobre ellos”. Federico Nietzsche.

“Y esta araña lenta, que se desliza bajo la luz de la luna, y la misma luz de luna, y yo y tú en el portal, susurrándonos, hablando con susurros sobre cosas eternas ---¿no habremos estado todos ya alguna vez aquí?” Federico Nietzsche.

“Abandonad la búsqueda de Dios y la creación y otros asuntos de parecida índole. Buscadle tomándoos a vosotros mismos como punto de partida. Averiguad quién hay dentro de vosotros que se adueña de todo y dice: ‘mi Dios, mi mente, mi pensamiento, mi alma, mi cuerpo’. Averiguad las fuentes del pesar, del gozo, del amor, del odio… Si investigáis cuidadosamente estas cuestiones, le encontraréis en vosotros mismos”. Monoimo.

“Uno de los motivos principales de la desdicha de los mejores es la espera en los demás: esperan siempre ---afecto e inteligencia--- más de lo que pueden darle los demás. Algunos no dan por avaricia espiritual, o dan menos de lo que podrían dar. La mayor parte son tan pobres que tratan de recibir, pero no pueden dar porque no poseen ni sentimientos, ni inteligencia. Quien mucho tiene y mucho da se imagina fácilmente que los demás están hechos como él, y se engaña, porque no advierte, o lo advierte demasiado tarde, que es una excepción. Quien de joven se ilusionó menos, menos desilusionado estará de viejo”. Giovanni Papini.

“Donde crece el peligro, crece también la salvación”. Hölderlin.

“Y nosotros, precursores demasiado precoces/ de una primavera demasiado lenta en llegar”. Zinaida Hippius.

“Sería falso decir que yo pienso; más bien debería decirse: se me piensa. Perdón por el juego de palabras. Yo es otro”. Arthur Rimbaud.

“Si hay algo difícil que podamos cambiar en la vida, ¿por qué preocuparnos? Simplemente cambiémoslo. Pero si no hay nada que podamos hacer, ¿por qué preocuparse? Esto no ayuda”. Shantideva.

“Basta de tanta atención a mí mismo. Hay más: todo lo demás”. Mateus von Rampa.

“Dejar, siquiera una vez, que todo pase, y saber: cuanto pasa, es bueno”. Rainer Maria Rilke.

“¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”. Rainer Maria Rilke.


Fernando Solana Olivares.

Sunday, December 26, 2010

HABLANDO DEL ESPÍRITU /Y II.

Muchas otras generaciones en la modernidad anteriores a la nuestra han debido encarar una disyuntiva: reconciliarse con su tiempo histórico o bien repudiarlo. Hegel le llamó a tal dilema la “unificación viril con el tiempo”, es decir, con la historia, y al resolverlo aceptando superar la escisión entre la existencia interior subjetiva y la objetividad de la realidad exterior —según anota Mircea Eliade en su Diario— señaló que no sentir al mundo como la propia casa es más que una desdicha personal: es una “no verdad”, pues el destino más terrible consiste en no tener destino.

Albert Camus lo formuló a su manera hace más de setenta años: el problema de nuestra generación no es reconstruir el mundo sino impedir que se deshaga. El mundo de estos días está deshecho y la generación de Camus no logró su cometido: nos toca entonces a nosotros reconstruirlo, volverlo a hacer, o bien presenciar su destrucción completa y destruirnos junto con él. El origen de todo esto, un mundo donde el infierno se movió de lugar para surgir precisamente aquí y ahora, hay quienes lo ubican en la “deificación” del hombre iniciada en el Renacimiento occidental hace quinientos años y la exaltación de la ciencia-técnica como única verdad absoluta, visiones ideológicas que derivarían en el feroz y reductivo materialismo hegemónico de los días aciagos que hoy corren (“No existe nada ajeno a la naturaleza y a los seres humanos”, escribiría Engels celebrándolo).

Giordano Bruno, el filósofo italiano quemado vivo por la Inquisición en 1600 acusado de herejía, sobre todo por haber aceptado y reconocido la autenticidad religiosa del paganismo, intuyó desde entonces el misterio de la retirada de Dios del mundo y su transformación (Mircea Eliade, Diario) en un dios ausente, un deus otiosus, desinteresado del mundo y lejano a la historia de los pueblos —aunque no lejano al Cosmos mismo, a cada ser en cuanto tal y en su unidad con los otros, a la historia general de todos ellos y a sus fenómenos biológicos—. Este eclipse del Espíritu —imposible de postularse para la racionalidad humana, la cual cree que lo único verdadero y existente es aquello que puede ser comprendido en los términos de esa misma racionalidad, al modo de una tautología elemental— es mucho más antiguo aún, pues se cree propio de todas las culturas que construyen una “civilización”.

He aquí entonces la paradoja: ¿cómo construir una nueva civilización donde haya cabida para ese campo semántico inagotable del Espíritu que por no tener otra palabra para denominarlo se ha llamado “Dios”, y que ha sido caricaturizado (o materializado) históricamente en religiones antropocéntricas dominadas por supuestos intermediarios morales de lo divino que afirman representarlo y hablar en su nombre, así lo que prediquen y sancionen como bueno o malo ya no sirva para resolver, mejorar o meramente tolerar la atroz realidad contemporánea?

Ciertos autores y corrientes de pensamiento pueden conducirnos hacia un nuevo modelo cultural y mental. Por ejemplo, aquellos científicos que refutan la estrecha concepción materialista donde se considera a la realidad como una suma de objetos y cosas inertes, meramente externas y perceptibles solamente a través de los sentidos. Algunos de sus postulados son tan asombrosos como antiguos, y se empalman con una perspectiva teológica que está más allá de lo religioso y con una visión espiritual que supera las burdas reducciones devocionales. El Espíritu es entonces la Conciencia cósmica, y por conciencia se entiende todo aquello que puede percibirse a sí mismo en su unidad y en sus detalles —“que puede decir con propiedad ‘yo’ puesto que se halla presente en sí mismo”, explica Raymond Ruyer, quien glosa estos postulados.

Lo que constituye al Universo son formas conscientes de ellas mismas y la interacción de estas formas entre sí por medio de la mutua información. “El Universo es, pues, en su conjunto y en su unidad, consciente de sí mismo”, afirma Ruyer, para señalar que el mundo ha sido hecho por el Espíritu, el cual crea la materia, la constituye, está en la misma, pues la materia es, sustancialmente, una apariencia, un subproducto de la multiplicidad. De ahí puede hablarse, entonces, de la persona humana episódica y aceptar, como diversas tradiciones espirituales lo proponen, que lo único permanente es lo impermanente, que lo único estable es la mutación incesante, que la única verdad humana y física es la transitoriedad.

Es cierto que todo lo anterior puede ser una mera abstracción insuficiente todavía para resolver las urgencias tangibles de un mundo cultural, político, económico y social inmediato que se desploma sin ofrecer sentido alguno a quienes existen en él. Pero si el juego humano consiste en vivir como si la vida tuviera sentido, acaso estas tan inéditas como arcaicas certezas contengan, a la manera de una doctrina de la aparición simultánea, el germen de otra sociedad. La filosofía perenne asegura que el fin de un mundo sólo es el fin de una ilusión. Y el poeta escribe que en el mal extremo también puede hallarse la salvación. No se trata de un nuevo humanismo: para encontrarnos con el Espíritu requerimos de otro teocentrismo, de otra teología donde se busque (y se encuentre) a Dios tanto en el interior como en el exterior del sujeto, al mismo tiempo y a la vez.

En esas partes histórica y racionalmente selladas de la psique humana que hoy algunos vuelven a descubrir. El Espíritu sigue aguardando su manifestación desde ellas, durante siglos estuvo escondido pero nunca se fue.

Fernando Solana Olivares.

Friday, December 17, 2010

HABLANDO DEL ESPÍRITU.

Nuestra época es pública y notoria. Y sumamente racional. Para ella no existen realidades suprasensibles: fueron canceladas como supercherías propias del orden de lo religioso cuando la razón se erigió en la deidad suprema y de ahí pasamos a estos días históricos: el reino de la cantidad, la solidificación del mundo, su rotunda e insalvable materialización. Nuestra época acepta el subconsciente (o el inconsciente, aunque este término presenta un problema semántico, pues de ser tal no podría hablarse de ello), y considera sus estados como “profundos” aunque sólo sean inferiores. Pero rechaza el supraconsciente —un correlato cuya consideración es enteramente lógica, sobre todo a partir del término opuesto: infra o sub, hoy cultivado psicológica y culturalmente con tanto esmero—, definiéndolo como un mero desorden mental, una intoxicación devocional o una fantasía patológica. La racionalidad es democracia: todo debe uniformarse hacia abajo y no hacia arriba, pues en tal estado se pierde la “igualdad” idealista que predica la época.

Hay diversos modos de referirse al nivel supraconsciente, pero su síntesis se denomina como el Espíritu, un nivel auténtico que antes de re-conocerse debe ser extraído de las dos falsificaciones demoledoras que ha sufrido en la modernidad: la negación de su existencia por parte del ateísmo científico y liberal predominante (sólo puede hablarse de lo que se percibe mediante los sentidos), y la monopolización de su existencia por parte de los fundamentalismos religiosos (sólo puede hablarse del Espíritu encarnado en una divinidad específica, la única que sería real contra todas las demás que se postulan). Autores como Ken Wilber señalan que la gran tragedia de la modernidad ha sido el hecho de que el Espíritu haya quedado fuera de la ecuación cultural.

Según ese mismo autor, cada época histórica conocida de la evolución humana gira en torno a una idea central dominante, la cual resume su visión del Espíritu. La sociedad recolectora, arcaica, percibe al Espíritu como integrado al cuerpo de la tierra. La sociedad hortícola, mágica, decide que el Espíritu exige sacrificio, no sólo el sacrificio ritual sino el de la misma humanidad, un estadio que debe trascenderse para que se obtenga una conciencia espiritual plena. La sociedad agrícola, mítica, postula que el mundo ha sido creado por la divinidad como algo simple y eternamente ahí, preestablecido e inmóvil. La sociedad moderna, racional, cree en la evolución —“el dios de la modernidad”— como el gran concepto que lo sustenta todo, y aunque niegue la condición espiritual de tal concepto, afirmarlo así resulta, paradójicamente, “una gran realización espiritual”, porque de tal manera se vincula el ser humano con esa misma evolución como co-creador de su propia historia y de su propio mundo: un hecho indiscutible, comenta Wilber, a la vez que aterrador. La sociedad posmoderna, existencial, afirma que el mundo no es una percepción sino sobre todo una interpretación. Ese gran descubrimiento: “que no existe nada dado de antemano”, coloca al ser humano en una plasticidad tal donde junto con el Espíritu “deviene cada vez más agudamente consciente de sí mismo” y “va recorriendo el camino que le conduce a despertar en la supraconciencia”.

Sin embargo, el recorrido de dicho camino no es lineal ni gratuito, no está garantizado por ningún sentimentalismo voluntarista o neoespiritualismo de la Nueva Era, y mucho menos puede pensarse como una certeza común a todos o como una perspectiva cultural generalizada. El pensamiento religioso, por ejemplo, es antimoderno porque no comprende que la evolución representa, como afirmó el naturalista Alfred Rusell Wallace, “la forma y la modalidad de las creaciones del Espíritu”. Sus líderes y oficiantes, lo mismo que sus creyentes mecánicos, están atrapados en la visión agraria del mundo —inmóvil, mítica, etnocéntrica, racista, patriarcal—, y si bien denuncian las miserias de la modernidad y se regodean con ellas, son incapaces de comprender y aceptar sus alcances humanos evolutivos (la abolición de la esclavitud, la liberación de la mujer, los derechos humanos, las imperfectas pero al fin irremplazables democracias). De ahí la ceguera estúpida del credo católico sobre el control de la natalidad, el uso del preservativo, la aceptación de la diversidad sexual y las otras formas familiares, o la resistencia a la incorporación consagrada de la mujer en sus oficios; de ahí la autoritaria crueldad inalterable de los ayatolas y ulemas islámicos. Y también, aunque su época de anclaje mental sea la modernidad racionalista, el abaratamiento pragmático del Espíritu que llevó a cabo el protestantismo capitalista.

Nuestra época ha proscrito al Espíritu porque ella es el reino de la superficie, el “mundo chato” ya descrito por Ken Wilber: una realidad inmediata, sensorial, empírica y materializada, donde no existen dimensiones superiores o más profundas y tampoco “estadios superiores de evolución de la conciencia.” Un camino descendente en el cual predominan las formas perceptibles ininterrumpidas, aquello que sólo cabe en el registro visual, lo que se toca con los dedos nada más. Su contrario es un camino ascendente que quiere ir más allá de éste, trascenderlo. Pero hay algo que regresa, aunque nunca dejó de estar. El ámbito del Espíritu aquí y ahora, una nueva y a la vez muy antigua “no dualidad”: la necesaria integración de esos dos caminos que de seguir siendo excluyentes nos llevarán a la destrucción. Una perspectiva cultural emergente sobre la que aquí se tratará.

Fernando Solana Olivares

Friday, December 10, 2010

ABREVIANDO LO DISUELTO.

A) “Opulento en réplicas silenciadas”. Este verso del poema Clarel de Herman Melville puede servir para expresar los sentimientos que la época posmoderna provoca en cualquiera dispuesto a mirarla cara a cara, con lucidez y sin sentimentalismo. Es imposible, por insano, decir todo lo que se piensa y siente acerca de ella. Entonces deben silenciarse esas réplicas amargas sobre una realidad envilecida cuya peor expresión, si acaso, es la envoltura deslumbrante que la constituye: la engañosa democratización del deseo como misión ontológica del sujeto, el consumo material inagotable como cifra de la felicidad, el nihilismo tecnológico de una civilización que está a punto de hundirse al modo de la orquesta en el Titanic, la doble moral de las apariencias que consagran la impunidad corrupta como única ética colectiva y real, el compulsivo principio del placer y el egocentrismo como fundamentos primarios de la existencia individual.

B) Sin embargo, hay muchos mundos y están en éste. El problema radica en multiplicar la mirada personal sobre uno mismo y el mundo para así encontrar otros significantes en los significados inmediatos —la violencia imparable, el sinsentido de la vida cotidiana, la mentira sistémica en todas las esferas de lo público y aun de lo privado, la ausencia de futuro para un mañana que ya llegó, la precariedad recurrente, etcétera—, significados que si no se interpretan de una manera distinta a como se muestran superficialmente resultan insoportables por tóxicos y destructivos unos, por banales otros, y gran parte de ellos por ser ostensiblemente falsos. La tarea de la conciencia crítica actual consiste en identificar los montajes de una ingeniería social cuyos marcos de referencia son artificiales y que hoy el sistema global mediático se esmera en repetir, propalar y perfeccionar. El miedo, en todas sus variantes, es uno de ellos. Por eso el nombre para nuestros días también es el de la sociedad del miedo.

C) La psicología llama “montaje” a toda programación, mental o cerebral, que incluya una acción efectiva, la preceda y continúe guiándola y controlándola a través de mecanismos de selección, facilitamiento o inhibición. Suelen distinguirse entre “montajes de acción”, “montajes de contexto”, “montajes de finalidad”, “montajes de orientación”, y de una manera general se habla de “montajes-sentimientos” y “montajes-actitudes”. Y si bien los montajes son indispensables para el ser vivo en circunstancias esenciales, pues sobre todo funcionan como selectores para la conciencia biológica y psicológica porque le permiten elegir las partes útiles de un efecto dado e impiden que se pierda en las partes inútiles de dicho efecto, se sabe que esos marcos de referencia pueden transformarse cuando la conciencia del sujeto obtiene un aumento en la información sobre el fenómeno que percibe o bien cambia el postulado que utiliza para interpretarlo. La creencia no es conocimiento, y ella es la que sostiene en general tales montajes y sus marcos de referencia, pues la creencia insiste en atribuir a algo o a alguien una valoración estable y constante, a pesar de los cambios de perspectiva, de las circunstancias mutables o de la experiencia misma. Es parte de nuestro drama humano y hoy subrayadamente histórico: la ingeniería social mediática nos lleva a creer y nos impide conocer.

D) Herman Melville lo escribió con desoladora hermosura al inicio de Redburn: “Aprendí a pensar mucho y amargamente antes de tiempo.” Esta es la primera variante de la operación: el pensar de la conciencia como un paso inevitable hacia el dolor —aunque ahora, dadas las urgencias catastróficas del momento, no pueda hablarse de anticipación alguna—. Lo dice hasta el Eclesiastés (1:18): “Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.” De tal manera se creyó durante milenios que conocer era equivalente a sufrir. Uno de los desmanes del psicoanálisis, causa y efecto a la vez de la modernidad, fue la exaltación cuasirreligiosa del principio del placer, el cual implica la nihilista ignorancia destructiva de la satisfacción del deseo, la definición existencial del usuario terminal de sí mismo, el consumidor contemporáneo. Pero la segunda transición operativa es distinta: del conocimiento al dolor, primero, del dolor a la comprensión, después. De ahí que la inteligencia verdadera sea hoy la facultad que se abstiene, la que nos permite desmontar los tantos montajes que nos infectan, nos intimidan y nos enajenan. La inteligencia es decir no.

E) Existe una región del pensamiento que se designa como la de los montajes personales correctos. Es una “voluntad de la técnica apropiada” que permite al individuo colocarse por encima de un doble obstáculo: lo extra-punitivo (mi circunstancia es culpa de los demás, de la sociedad, del destino), y lo intra-punitivo (mi circunstancia es mi culpa, mi desastre, mi castigo). Se afirma que una voluntad consciente capaz de desarrollar tal nuevo montaje ingresará a una actitud adulta —la de aquel que quiere ayudarse a sí mismo, respeta al universo y se respeta, trabaja seriamente en cualquiera que sea su ocupación y en medio de la niebla histórica y las ansiedades psicológicas posmodernas practica una actitud de “espera y observa”—: así se abstendrá de una conducta infantil de juego irresponsable con la realidad o de una actitud paternalista y autoritaria que quiera imponer a los demás.

F) “¡Despréndete de todos los temas foráneos; dame tu persona!”, propondría Herman Melville, escribiendo de aquel montaje que también se llama abreviar la disolución.

Fernando Solana Olivares.

Monday, December 06, 2010

CONTANDO UN DÍA.

La mañana despunta apenas, como si este lunes de noviembre no quisiera continuar. El frío alteño cala los huesos y a la distancia surge difusa y fantástica la Mesa Redonda, aquel cerro de impecable cima plana tan perturbadora de la razón: aeródromo de gigantes que alguna vez anduvieron por tales tierras yermas, pedregosas, ahora amarillentas por la sequía del tórrido verano anterior y las ásperas heladas de un invierno tan precoz que comenzó desde el otoño nunca manifiesto, así calendáricamente siga siendo hasta hoy. A los lados de la estrecha carretera surgen una y otra vez los manchones multiplicados de la brutalidad, las áreas de hierba quemada por descuido o por diversión, sinónimos de una misma conducta idiosincrática: la destructividad. Y el odio al campo, el odio mátrico, la tara nacional.

“Extraña vida: y yo aquí”. Es una de las tantas oraciones laicas que murmura con frecuencia este hombre extraño, desinvestido ya por su destino tangible sobre lo que años atrás esperó ilusionado para sí, pero no desautorizado todavía por su voluntad abstracta en cuanto a aquello que al vivir debe encontrar, y quien maneja velozmente para llegar en punto a impartir una clase donde de doce alumnos inscritos solamente estarán a esa hora, cuando mucho, uno o dos. Al pensarlo recuerda a Schopenhauer catedrático, con el aula vacía durante todo el semestre, mientras a su lado la materia impartida por el popular y carismático Hegel hervía de asistentes a granel.

Pero en el campus universitario al cual llega a tiempo, cinco minutos antes de iniciarse la jornada lectiva, no hay ningún Hegel, y las pocas aulas ocupadas tan temprano lucen mortecinas como si en todas ellas hubiera un sardónico y temible Schopenhauer dictando cátedra ante unos cuantos alumnos ateridos, desatentos, medio presentes en cuerpo y del todo omitidos en mente. Su cálculo resulta premonitorio: a las nueve en punto solamente una alumna está esperando afuera del aula cerrada. “¿Y la llave?”, pregunta el hombre. “Sabe, profe”, responde la chica en mexicano alteño, ahorrándose el “quién” e ignorando el término para ella extranjero de “maestro”, aquel que en su puntillosa autoestima lingüística el hombre cree merecer.

Debe recorrer el campus en toda su extensión para encontrar a algún trabajador de servicios generales que le haga el servicio de abrirle el salón. Va y viene sin encontrarlos, sólo ve escobas y recogedores abandonados por aquí y por allá como indicando si no el acto cuando menos la potencia de quienes han de estar escondidos en cualquier rincón táctico dándose a desear. Las cosas son signo de lo que representan y el hombre cavila, casi divertido, sobre la pachorruda naturaleza del mismo país, donde hay clases pero no están los alumnos, donde hay aulas pero nadie tiene la llave, donde hay intendencia pero no así intendentes, donde existen escobas pero ninguno que las haga barrer. Al fin localiza a uno de ellos, quien tarda varios minutos y prolijas gestiones en acercarse y abrir la puerta del salón.

Para entonces ya son cuatro y luego ocho los alumnos de la materia Literatura y Sociedad que han llegado a atender el temario del curso: un círculo hermenéutico dedicado a la lectura crítica de autores tan diversos como Orwell, Melo, Murakami, Petronio, Ibargüengotia, Kipling, Pitol, Faulkner o Woolf, entre otros. Y aunque hoy corresponde continuar con la explicación de alguna de las propuestas italocalvínicas para el milenio presente y sus aplicaciones literarias y sociales: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, consistencia, la cátedra monológica se convierte en una plática existencial de pormenores en común, pues el momento se rehúsa a su transcurrir cotidiano, como si fuera más singular que cualquier otro lunes de un invernal noviembre y cierta metamorfosis de las costumbres establecidas se impusiera ahora para no seguir alguna sentencia homérica al estilo de viene la noche y es mejor obedecerla, dado que la alborada inmóvil no prospera hacia la plena mañana que luego debiera ser mediodía, y tal excepción leve, rápida, exacta, visible y múltiple incita a una desobediencia consistente en otra manera de hacer.

Se aborda el tópico general de que no hay destino que no se transforme con la perseverancia y de ello se siguen sus derivaciones particulares: los trabajos del héroe tardomoderno o el sentido de estudiar Humanidades en esta hora terminal y última en la cual el conocimiento es una mercancía; el hecho de estar reunidos en un pueblo geográficamente central y culturalmente cristero cuando todo encuentro casual es una cita como la que se celebra aquí; la necesidad inmediata de un nuevo pensamiento que conozca el proceso intelectual de la modernidad y comprenda la equivocada deificación de lo humano para obtener otras pautas conceptuales y construir así una nueva forma de estar en la realidad; la impostergable revaloración de los pequeños formatos humanos mientras todo lo grande ha entrado en una fase final; la derrota de los miedos ideológicos y personales y el miedo al miedo como único temor a ser vencido; el sistema ético de servir y ser servido; la necesaria creatividad para inventar los empleos profesionales que el sistema ya no ofrece a las humanidades; la necesidad de reinventar aquello que llamamos humanidad.

El día estático se va contando a sí mismo entre ocho alumnos y este hombre extraño que sirve de profesor. Así la hora recupera su paso y la mañana camina a su conclusión. ¿Quién habla de victorias?, como indagó el poeta. Sobreponerse es todo: así sucede esta vez.

Fernando Solana Olivares.