Friday, March 20, 2009

INTRASCENDENCIAS / I

Me fascinan los paranoicos, acaso porque congenio con lo que dice el crítico literario Anatole Broyard: “Los paranoicos y nadie más son los únicos que se dan cuenta de las situaciones”. En cambio, el viejo chiste freudiano afirma que el paranoico es aquel que se pregunta si está vivo o está muerto y a menudo no sabe cuál es la respuesta real. El darse cuenta y el no saber se entienden como actitudes opuestas, pero quizá resulten sutilmente complementarias en el fondo: dos caras de una misma moneda común.
El diccionario describe el asunto a manera de una enfermedad mental crónica cuya característica principal son los delirios sistematizados de construcción lógica y coherente, y advierte sobre el peligro potencial de los paranoicos dado que su “correcto raciocinio cotidiano” no se altera por la supuesta dolencia. Las mejores mentes que he conocido suelen ser bastante paranoicas, no porque estén aquejadas de delirios de grandeza personal sino sobre todo por sensaciones de persecución demostrable. Tal vez obedecen a aquella observación que dice que cuando aparece un talento de primer orden todo se coaliga en su contra para vencerlo. Y entonces aciertan, así exageren un poco, pues nada se cobra socialmente tanto como la inteligencia superior: la conjura de los necios es universal.
Me fascinan los paranoicos, ellos ven lo que los otros no podemos, no queremos o no sabemos ver. Por ejemplo, un autor impresentable como Anton Szandor LaVey, fundador de La Iglesia de Satán, quien escribe sobre lo que llama “La guerra invisible”, una operación en curso para controlar la mente gregaria y someter a los habitantes de esta hora a un “continuo proceso de desmoralización”.
Algunas de sus afirmaciones pueden resultar discutibles ---son paranoicas. Pero otras no tanto, porque provienen de una sensibilidad diferenciada y dispuesta a percibir algo más en aquello que sin esa voluntad cuestionante solamente sería una cosa común y corriente, una realidad considerada como normal. En esta columna se ha citado ya la afirmación de René Guénon respecto al secreto mejor guardado que existe en el mundo contemporáneo: “el de la formidable empresa de sugestión que ha producido y nutrido la mentalidad actual, constituyéndola, ‘fabricándola’, podríamos decir, de tal forma que se ve obligada a negar la existencia e incluso la posibilidad [de tal empresa de sugestión]”.
Tiempo paradójico, pues, donde formalmente se odia tanto el misterio como el secreto y se postula una vida “pública” idealmente generalizada en todos los planos, donde surgen institutos de “transparencia” para hacer creer que la opacidad se rechaza, donde la cultura, el pensamiento, la vida diaria y hasta el lenguaje se reducen al mínimo común denominador de la “democrática” vulgarización. O sea, el reino global contemporáneo de la cantidad, esta época presente que debe “agotar las posibilidades más inferiores” antes de tocar su propia disolución. Signos de los tiempos, diría Guénon empleando la expresión evangélica, signos precursores del fin de un mundo, de un ciclo milenario terminal.
Que los cartesianos sigan proclamando que las cosas ocurren debido al azar, que los racionalistas se nieguen a incurrir en cualquier teoría conspirativa ---esa “visión policiaca de la historia” tajantemente desautorizada por mentes tan políticamente correctas como las de Karl Popper o León Poliakov---, que la indoctrinación mediática continúe repitiendo que las Torres Gemelas fueron derribadas por el terrorismo islámico, que el pensamiento único reitere su propaganda sobre este mundo capitalista como el único deseable porque es el único posible. A fin de cuentas, hasta Freud aceptaba que toda locura, toda paranoia, contiene algunas migajas de “verdad psíquica”.
Veamos tales migajas del sospechoso satanista Szandor La Vey, así la teología afirme que Satán es dudoso porque imita a Dios: 1) Los largos periodos de tiempo soleado que animan a la gente a reunirse en grupos, ir a estadios, a la playa y al parque, lugares donde las masas crean ondas mentales que aniquilan la energía creativa y así contribuyen “al objetivo principal de una desmoralización generalizada”; 2) Agentes víricos y bacterianos provenientes de las técnicas de guerra bacteriológica que se practican todavía y que causan enfermedades de última generación, como el Síndrome de Fatiga Crónica; 3) Saturación o bombardeo ultrasónico, conocido como “Ruido blanco”, que distorsiona el pensamiento volitivo, induce la confusión mental y aumenta la sugestibilidad. Dicho ruido puede transmitirse por señales de radio y audio televisivo que establecen un patrón de ritmo acelerado y superestimulación sensorial: música frenética, expresión hablada frenética. “Sin la cháchara de un aparato electrónico ---escribe el denunciante---, todo nos parece antinaturalmente silencioso, así que, bajo el pretexto de buscar información y entretenernos, nos volvemos adictos a la ‘presencia’ de televisores, radios o equipos estereofónicos como influencias conductoras y estabilizadoras”.
Aquí no termina la caracterización paranoide de este mundo orwelliano cuyo más hermético secreto es convencernos de que no hay ningún secreto radicado en él. Faltan todavía otras zonas de la realidad contemporánea, en apariencia simples e inocuas, que Szandor LaVey considera como tóxicas y manipuladas. Será necesaria una segunda parte para contar aquello tan obvio que pocos pueden y quieren ver, salvo quienes, paranoiclónicos, nada tienen que perder.

Fernando Solana Olivares

Saturday, March 14, 2009

LA FUERZA DE LA INTENCIÓN / y III

No parece ser casual que en este tiempo que viaja velozmente hacia una zona desconocida aparezcan nuevas propuestas, tan simples como complejas, para transitarlo con templanza y autocontrol, un talante que parece ser la única forma posible de aguantar vara, y vaya que vamos a necesitar tal resistencia. Entonces, para transitarlo.
En el origen de nuestra cultura está la visión escatológica del fin de los tiempos y los trastornos profundos de ese momento de clausura planetaria y cósmica cuando advendrá otra vez, para comenzar la historia ---antes de que ocurra el último momento sobreviene la corrección, asegura la tradición perenne---, el mesías. Ahora se multiplica la divulgación de la supuesta fecha donde todo concluirá, iniciándose la cadena de eventos excepcionales y catastróficos que están previstos para esa fecha término: el 21 de diciembre de 2012, al comenzar el invierno. No obsta para afirmarlo la sentencia en Mateo el Evangelista de que nadie puede precisar el día y la hora en que sucederá ese momento. Aquí ya hay fecha. No importa tampoco la advertencia de Jesús de que dicha ocasión llegará inadvertida y sigilosa como un ladrón.
O el final de los tiempos va a realizarse por estar en el orden de lo que debe pasar, y ese orden es espiritual, baja hasta nosotros, actúa y se manifiesta absolutamente: lo cambia todo. O la circulación capilar de esa idea cautivante ---resonancia de aquel grito: “¡Despéñate, torrente de la inutilidad!”; o de aquel otro: “¡Ven, Jesús, ven!”--- se convierte en una profecía autocumplida. O nada de eso es cierto y el mundo permanecerá igual: en crisis continua. Pero como fuere, apostar hoy, cuando este texto se escribe y apenas faltan 1,379 días para el supuesto día final que será viernes, apostar afirmativamente sobre la aceptación de tal plazo puede representar grandes ventajas personales vinculadas con la intención. Tal apuesta, como la de Pascal, suena plausible y aguda.
Lo que Lynne McTaggart demuestra en El experimento de la intención, cuyas fuentes provienen de investigación científica mundial: que el pensamiento atento y focalizado (no los deseos fugaces de la satisfacción yoica, sino las búsquedas mentales sostenidas) representa una energía operativa y fabricante de realidad, aun material. Ella le llama ciencia de la intención al estudio de la acción de los pensamientos sobre el mundo y afirma que los experimentos al respecto sugieren que “el efecto del observador no se produce únicamente en el mundo de las partículas cuánticas, sino también en el mundo de la realidad cotidiana. Ya no se debería de pensar que las cosas existen en sí mismas y por sí mismas sino que, como las partículas cuánticas, sólo existen dentro de una relación. La cocreación y la influencia pueden ser propiedades básicas de la vida. Nuestra observación de cada componente de nuestro mundo puede ayudar a determinar su estado final, lo que sugiere que es probable que influyamos sobre todo lo que vemos a nuestro alrededor”.
La tesis es asombrosamente simple y ya era conocida. Lo sabía Borges, por ejemplo. Lo sabe el budismo y lo saben los vedas. Lo supieron los gnósticos: creamos y ejercemos influencia sobre cada uno de nuestros momentos. Así también, como diría McTaggart: “nuestras respuestas emocionales son constantemente captadas y reproducidas por las personas que nos rodean”. Somos entonces fabricantes de la realidad mediante nuestros pensamientos, sentimientos y emociones. Si ellos cambian, cambia la construcción que hacemos de la realidad. Se le encuentra otro sentido aquí y ahora, con lo que hay y con lo que vendrá. Es aquella didáctica diferencia entre quien putea porque se le ponchó la llanta y quien tranquilamente la cambia.
Ya todo está a nuestro alrededor pero no todo aparece. De ahí que surja un libro más, documentado y sólido, acerca del pensamiento y sus efectos, repitiendo de nuevo la antiquísima enseñanza: somos lo que pensamos. ¿Única solución? Conocer nuestros mecanismos mentales y aprender a suspender voluntariamente el flujo de nuestros pensamientos inútiles, obsesivos, encapsulados: todo idiota está encerrado en lo particular.
Pueden mencionarse otras técnicas complementarias para iniciar la domesticación del mono de la mente que salta de pensamiento en pensamiento sin cesar. Una viene del gran Flaubert: “luego de diez minutos de observación, cualquier imbécil se vuelve fascinante”, escribió. Se habla aquí de observación, habiendo suspendido lo más que se pueda el diálogo interior, la cháchara ininterrumpida que nos decimos.
Pero como se quiera, la conclusión es la misma, y nunca como ahora en la historia conocida es requisito de sobrevivencia el operar una transformación interior de la persona, para que así, eventualmente, modifique aquel final cultural anunciado. O cuando menos lo comprenda. Y lo que se comprende está bien.
La intención es la fuerza de la conciencia posmoderna y una cuenta regresiva puede comenzar a ejercitarla en tantos como se dispongan a cambiar interiormente a la par con el cambio externo que desde muchos mensajeros y mensajes se anuncia estar doblando la esquina. Encontramos lo que buscamos. Requerimos dislocar nuestra forma habitual de percepción y pensamiento, de emoción y prejuicio, de sentimentalismo y autoconmiseración. La intención quita el polvo psíquico del camino y hace de la mente un arquero, una flecha y un blanco, todo junto. 1,379 días quedan para lograrlo. ¿Se podrá?

Fernando Solana Olivares

Saturday, March 07, 2009

EL PODER DE LA INTENCIÓN / II

Si los antiguos textos espirituales lo afirman, y la poesía, esa forma privilegiada de penetración en la realidad, así lo intuye (“Para nosotros sólo cuenta el intento, lo demás no es asunto nuestro”, escribió T.S. Eliot), ahora una tendencia científica emergente lo propone como hipótesis a verificar, o como “premisa descabellada”, según acepta Lynne McTaggart, autora de El experimento de la intención, (Editorial Sirio, Málaga, 2007), un libro merecedor de consideración rigurosa y atenta por encima de la doxa positivista, aquella desdichada y tan parcial restricción que obliga a considerar como existente nada más lo que los sentidos físicos perciben.
La premisa descabellada que explora McTaggart es que “el pensamiento afecta a la realidad física. Una gran cantidad de investigaciones sobre la naturaleza de la conciencia, realizadas durante más de treinta años en prestigiosas instituciones científicas de todo el mundo, muestra que los pensamientos son capaces de afectar todo tipo de cosas, desde las máquinas más simples hasta los organismos vivos más complejos. Estos resultados sugieren que los pensamientos humanos y las intenciones son una sustancia física que tiene el asombroso poder de cambiar nuestro mundo. Cada pensamiento que tenemos es una energía tangible con poder para transformar las cosas. Un pensamiento no es sólo una cosa; un pensamiento es una cosa que ejerce influencia sobre otras”.
McTaggart advierte que este postulado de que la conciencia afecta la materia “está en el centro de una discrepancia irreconciliable entre la visión del mundo de la física clásica ---la ciencia del mundo visible--- y la de la física cuántica ---la ciencia del mundo microscópico”. El tiempo moderno es el momento de las fragmentaciones, la instancia de órdenes integrales que en su afán de totalización se desploman, y en la tardomodernidad dicho escenario abarca mucho más que lo político, lo cultural y lo social para trastornar las bases físicas mismas de una concepción del mundo ---esas hasta hace poco incuestionables “reglas del juego” de la ciencia newtoniana--- que hoy se sabe no suficiente, rígida y unilateral.
“Creemos ---escribe McTaggart--- que la totalidad de la vida y su tumultuosa actividad continúan a nuestro alrededor, con independencia de lo que hagamos o pensemos. (...) Sin embargo, esta ordenada y cómoda visión del universo como una colección de aislados y previsibles objetos se vino abajo a principios del siglo XX, cuando los pioneros de la física cuántica comenzaron a adentrarse en el corazón de la materia. Los más diminutos fragmentos del universo, los propios componentes del gran mundo objetivo, no se comportaban en absoluto conforme a ninguna regla conocida. (...) Borh y Heisenberg se dieron cuenta que los átomos no son pequeños sistemas solares en miniatura, sino algo mucho más caótico: pequeñas nubes de probabilidad. Cada partícula subatómica no es algo sólido y estable, sino que existe simplemente como una potencialidad de cualquiera de sus entidades futuras ---lo que los físicos llaman una ‘superposición’ o suma de todas las probabilidades, como una persona que se mira a sí misma en una sala de espejos”.
En el nivel cuántico, según consigna la autora, la realidad se parece a una gelatina sin cuajar donde la materia no puede ser dividida en unidades independientes ni tampoco describirse por completo. Ahí, en ese mundo primario que constituye la totalidad de lo existente, la materia subatómica no tiene sentido en el aislamiento sino dentro de una red de interrelaciones dinámicas, a la manera de una gigantesca capa básica de energía que va sucediéndose en continuos intercambios de información los cuales provocan “refinamientos constantes y sutiles alteraciones”. No como un almacén de objetos separados y estáticos sino como un organismo único compuesto por campos de energía interconectados y en continua transformación.
Lynn MacTaggart recuerda la perplejidad y sorpresa de los científicos que por primera vez en la modernidad occidental miraron (otros, por distintas vías experimentales y en tiempos remotos, también lo vieron) los insondables misterios de ese mundo cuyo nivel es infinitesimal y donde la presencia de un observador era lo único que permitía examinar y medir sus partículas subatómicas, componentes que antes de la observación existían como pura potencialidad pero que al ser vistos “colapsaban” en un estado específico.
“Las implicaciones de estos primeros resultados experimentales eran profundas: la conciencia viva era de alguna forma la influencia que convertía la posibilidad de algo en una realidad. (...) Algunas de las figuras más importantes de la física cuántica argumentaron que el universo era democrático y participativo ---un esfuerzo conjunto entre el observador y lo observado”, consigna McTaggart, para abundar en la espléndida paradoja antes desconocida y no por eso menos verdadera.
De tal manera que la observación ---en sus palabras: “la participación de la conciencia”--- es lo que hace cuajar la gelatina donde se origina aquello que describimos como realidad, que no es algo fijo y estable sino fluido y cambiante conforme al pensamiento que al percibirla la influye, la construye: vemos (somos) lo que pensamos.
Y de esta evidencia epistémica se deriva una pregunta determinante: si la mera atención afecta la materia física, ¿cuál es el efecto en ella de la intención, esa forma superior y sostenida del pensamiento que llamamos atención?

Fernando Solana Olivares