Friday, May 26, 2017

INSTANTÁNEAS EN RULFO

Para Laura, por aquellos miércoles luminosos No pensé en las palabras de Goethe cuando lo vi: “Él ha aprendido, él puede enseñarnos”. Apenas ahora, tantos años después, aquellas palabras sobreviven al tiempo y la memoria las acomoda en el presente del pasado. La suya en todo caso era una enseñanza zen. Imperturbable en la lectura del aprendiz, Rulfo dosificaba sus intervenciones. Usaba frases cortas, sus gestos eran escuetos. No necesitaba hacer más. Lo cubría una poderosa aura literaria hecha sólo con dos libros esenciales, como la de Homero. *** El silencio surgía a su alrededor, escribió Stefan Zweig al retratar a Rilke, poeta cercano a Rulfo y similar a él. Si en uno aquel pasar inadvertido ante los demás era el secreto más íntimo de su ser, lo mismo podría decirse del otro. Escuchaba con atención y hablaba con naturalidad, sin enfatizar las palabras. En una entrevista de 1981 explicó que no podía escribir en base a personajes ni a situaciones reales. Que no se le daba la posibilidad de buscar testimonios, como hacían otros. Definió entonces a Pedro Páramo como algo “exactamente irracional”, intuitivo, producto puro de su imaginación, que adquirió vida propia cuando logró separarse de su autor y hacerse lenguaje. *** Rulfo desdeñó aquella escritura preocupada sólo por la forma, la palabra por la palabra, a la que no importa la historia que cuentan los personajes. La moda de la novela objetivista francesa, de El mirón de Robbe Grillet, influyó en una literatura antes que urbana personalista, intimista, del sí mismo expresivo, quien no describe ni siquiera el edificio donde vive. Los conflictos personales del escritor “no absorben terreno suficiente como para crear una literatura”. Ese intimismo impidió que se produjera la novela necesaria al 68, el hito literario requerido. La insatisfacción es la que lanza al escritor hacia algo. Y la generación del 68 estaba dolida antes que insatisfecha. *** Rulfo definió todo esto como una colonización cultural latinoamericana incomprensible. Ahora existe un libro pequeño y muchos otros sobre ese libro, que lo estudian desde el punto de vista semántico, de las conjunciones, de la puntuación, ironizó. Con su obra le había ocurrido: entrar a una feria del libro y ver sesudas publicaciones analíticas sobre ella, en proporción entonces de cien a uno. Juan José Arreola, quien lo contaría después, abandonó el lugar acompañándolo. Toda frase debía estar encadenada a una historia. Creo en la historia, afirmó Rulfo: no puede hacerse literatura sin historia. Toda historia es un contexto, una suma de variables que el maestro explicó así: primero imaginar al personaje, luego gestar sus características, después saber cómo va a expresarse. “Cuando todo esto haya concluido y no existan contraindicaciones, lo ubico en una determinada región… y lo dejo en libertad”. A continuación, lo sigue. Por ello Rulfo considera al lector un recreador, un coautor del texto que hace lo mismo con el personaje: seguirlo. *** La nostalgia es la añoranza por aquello que ya fue. La reclamación al tiempo que no cesa está en el deseo de Fausto: “detente, instante, eres tan hermoso”. El instante se desvanecerá, pero el recuerdo conservará en la memoria sus imágenes. Cada vez que ese recuerdo se vuelva a poner en la escena mental se verá modificado. Esa modificación puede ser la razón de la melancolía. Juan Rulfo era un hombre melancólico. Fue hace mucho tiempo durante un año en sesión de todos los miércoles por la tarde. La ciudad aún no era el infierno en el que se convertiría y el Centro Mexicano de Escritores incubaba cualquier condición: promesas, ambiciones, fracasos, alcances y derrotas. Milagros literarios, revelaciones al por menor. De ahí que Rilke, el poeta querido de Rulfo, no hablara de victorias sino de sobreponerse, diciendo que eso era todo. *** Estas líneas se escriben cuando el país parece sufrir el mismo desmoronamiento del montón de piedras después del golpe seco que da Pedro Páramo contra la tierra. Lo no testimonial, la imaginación que va más allá de las divagaciones del autor, que lo silencia para evitar intromisiones opinativas en lo contado, le otorga a Rulfo un lenguaje permanente y universal. Su lectura hace alcanzar ciertos superpoderes. Fernando Solana Olivares

Friday, May 19, 2017

PEDRO PÁRAMO

¿Cómo se hace una obra maestra? ¿De qué está formada? Se sabe con cierta claridad que son la memoria común y el tiempo quienes abonan esa condición. Su perdurabilidad, su duración infatigable es una de sus características orgánicas: casi siempre, para toda interpretación crítica y lectura ---aunque ésta no lo perciba así--- se muestra como una obra maestra. Es paradójica, por otra parte, porque siempre ha sido leída de un modo distinto según las épocas y las generaciones. Es mutable, también, y se activa al hacer contacto con el lector, o más bien, con el acto de la lectura. Todas estas virtudes suceden misteriosamente, pero lo importante es que suceden. En su sobrio proemio a las Obras de Juan Rulfo en el Fondo de Cultura, Jaime García Terrés propone “una breve razón” de la duración literaria del autor de Pedro Páramo, basada en las minuciosas lecturas de Le Clézio sobre el género narrativo desde la antigüedad hasta nuestros días: en el dominio de las ambigüedades es donde radica el arte supremo del narrador. Y este es el orden mayor, o uno de ellos, con el que está escrito Pedro Páramo. Mostrar ocultando, o multiplicar, por ejemplo, como resulta ser contado Pedro Páramo: un hombre cruel, un hombre dulce, un hombre altivo, un hombre enamorado y abandonado, un hombre carne y a la vez espíritu, un hombre actuante que está muerto, descrito todo esto y más en la legendaria descripción de “un rencor vivo”. Los diversos planos que emplea Rulfo en su novela, los frecuentes cambios de tiempo y de voces narrativas al contar, aprendidos en Faulkner y Joyce y trasplantados a un lenguaje literario propio, forman el espacio imaginario de Comala, lugar donde las historias de la novela suceden. “Yo escribo como la gente habla”, recuerda García Terrés que le dijo Rulfo alguna vez, pero contándole también sus cotidianos ejercicios de prosa narrativa siguiendo aquellos modelos que leía con devoción y volvía propios. Es imposible escribir como la gente habla. Y aunque el hermoso patrón lingüístico de Rulfo proviene del habla popular campesina, de un español de siglos y un latín todavía más viejo, su lenguaje es una poderosa alegoría de aquel mundo. Entonces contiene la alegoría, el instrumento literario mismo, y lo que se alegoriza, un mundo que termina: la edad mítico-agraria. En estos dos contenidos, y en otros, Pedro Páramo comparte con el Quijote contar un horizonte culturalmente concluyente. Serán libros que se volverán icásticos porque en su ambigüedad suprema todo final es un volver a comenzar. Y las épocas los leerán asumiéndolo. El instrumento alegórico es la literatura de Juan Rulfo, inimitable y magistral, propia de un genio de las letras. El canto por lo que concluye (una edad caballeresca o una edad rural) es el tono elegíaco que en Cervantes y en Rulfo domina, con la ambigüedad magistral que caracteriza a los dos. La diferencia es que la elegía del escritor mexicano es dantescamente sombría, ocurre en el inframundo donde moran los muertos. Y acaso su prosa poética sea aun superior a la de su predecesor ilustre, por razones que no vendría al caso exponer ahora. Cada lectura es una nueva lectura. Acierta la sabiduría de la edad cuando dice que leer es releer. Esta vez, el personaje de la novela que se queda con insistencia en la memoria de este lector (o de esta lectura) es Inocencio Osorio, el Saltaperico, amansador de caballos en la Media Luna de Pedro Páramo y por otro oficio provocador de sueños femeninos ajenos. También surgen esta vez, como una parte estructural de la obra maestra, las poderosas imágenes de su escritura, ese camino sin orillas, lenguaje a su máxima capacidad. Quien lea otra vez a Juan Rulfo lo leerá de nuevo, y quien lo lea de nuevo lo leerá otra vez. Son dos los primeros mandamientos de todo hablante hispanoamericano ilustrado: leer el Quijote, leer la obra homérica de Rulfo. Nada estará concluido al terminarlos, sino que todo comenzará de nuevo. Leer es un acto de libertad mental suprema. En él se acrecienta el ser humano, así esto pueda sonar abstracto o misterioso. La vida de Rulfo fue misteriosa y sus libros lo son, entre otras cosas porque su grandeza literaria excede toda explicación técnica, deconstructiva o formal. Misterio: lo que escapa al escrutinio de la razón y de los críticos. Dentro de cien años se seguirá hablando de sus libros. La obra maestra es un acercamiento con la permanencia, un pedazo de eternidad. Fernando Solana Olivares

Friday, May 12, 2017

ASÍ PASÓ AQUELLO

El seis de junio de 1923 El Informador, periódico editado en Guadalajara, Jalisco, publicó la noticia del asesinato de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo cerca de la hacienda propiedad de su padre y de la cual era encargado, cometido por un enemigo suyo que le disparó un tiro a traición. El sábado anterior, día del crimen, llegó por la mañana a la hacienda José Guadalupe Nava en estado de ebriedad. Lo había mandado el padre para que le fueran devueltas dos reses de su propiedad, encerradas en un corral por órdenes del encargado. Las bestias habían destruido las sementeras una vez más y se exigía a sus dueños el pago de un peso por animal para reparar los daños causados. Las dificultades con los vecinos venían de antaño, porque no respetaban límites ni valladares para que sus animales pastaran en los terrenos de San Pedro. Juan Nepomuceno los fue convenciendo uno por uno. Pero quien no se dejó fue Ambrosio Nava, padre de José Guadalupe. Siguió mandando a su hato para que se metiera. Ahora era secretario del ayuntamiento de Tolimán, pero antes había sido administrador de la hacienda, y él mismo enfrentó entonces los problemas que causaba. El capital que poseía se originaba en la administración de San Pedro, y tal vez eso era causa de su actual encono. José Guadalupe se negó a cubrir los dos pesos y se fue diciendo que lo consultaría con su padre. Al salir lanzó amenazas delante de unos mozos de cuadra y más adelante, yendo a Tolimán, disparó su pistola cerca del río. Siguió camino hasta una taberna donde continuó bebiendo y tramó su plan. Media hora después, Juan Nepomuceno se despidió de San Pedro para regresar a la casa familiar en San Gabriel. Decidió pasar por El Nacaxtle, un ranchito suyo. Se llevó a un mozo de compañía y los dos iban en buenas cabalgaduras con pistola y carabina. Antes de llegar a donde el camino se corta como una cicatriz rota, se pararon en la taberna y encontraron otra vez a José Guadalupe. Juan Nepomuceno le preguntó si había visto un buey que se le había perdido. Aquel dijo que no, pero que si gustaba lo acompañaría algún rato ya que iban por el mismo rumbo. Aceptada su compañía, salieron de la taberna y los tres jinetes al fin llegaron hasta una vereda encajonada y estrecha que forma una curva en declive cerca de Arroyo Seco. Hace un embudo. Tiburcio Orozco, el mozo que acompañaba al patrón, se adelantó para abrir una puerta al final de esa vereda que sólo acepta de uno en uno el paso de los caballos. Juan Nepomuceno agradeció la delantera pues la creyó cortesía, y avanzó a José Guadalupe por el sendero. Éste lo dejó alejarse unos pasos. Después sacó su carabina y le apuntó. La bala atravesó el cráneo y salió por la nariz. Juan Nepomuceno se desplomó muerto. Disparó contra el mozo, pero no le dio. Tiburcio corrió hasta la hacienda para avisar del crimen. Luego vinieron las autoridades, recogieron el cadáver y fue llevado a San Pedro. La nota resumía: “El señor Pérez Rulfo deja un hogar vacío, compuesto por su esposa y cuatro niños pequeños, que en triste orfandad lloran la trágica desaparición de un hombre útil, joven y trabajador”. Aquella lapidaria conclusión era tan vigente entonces como ahora: “El asesino, según fuimos informados, se pasea tranquilamente sin ser molestado en lo más mínimo”. La segunda vez que la esposa de Juan Nepomuceno vio al asesino de su marido paseándose libremente por la calle comenzó su propia muerte, que dejaría a Juan Rulfo huérfano de padres en un corto y fatal periodo. Arrancado a tarascadas de su locus, lanzado a la pista de su vida con extraordinaria rapidez y violencia, viviendo una abismal tristeza ante la evaporación brutal de su familia: ¿puede pensarse que estos elementos, adversos para muchos, son para otros acción literaria, materia prima, aquello de “bebe tu sangre, poeta”? Escribir es lo único que se puede hacer con el dolor: todo edén perdido es una permanencia. Son esos pensamientos que como él mismo fabula viven y toman formas extrañas y se enredan. Lo que es resulta inevitable. La orfandad de Juan Rulfo, ---traspuesta literariamente en el cuento ¡Diles que no me maten!, y en toda su obra--- alcanzó una condición de necesidad. La maraña de causas que causan las cosas sólo puede entenderse retrospectivamente. El escritor vive para escribir, porque escribe puede vivir. Fernando Solana Olivares

Saturday, May 06, 2017

EL ARTE BANAL

La transformación de un puñado de cenizas del arquitecto Luis Barragán en un diamante, el supuesto motivo estético para hacerlo, así como la racionalización de críticos y curadores al exponerlo y justificarlo, muestra con toda desnudez la inanidad de gran parte del arte contemporáneo de la sociedad del espectáculo de nuestros días, su radical prescindibilidad. Representa la profanación de los restos de un muerto inolvidable, una acción prohibida por su propia religión y la cual él mismo nunca habría considerado. Quien conozca las conventuales construcciones de este arquitecto mexicano solar y luminoso, austero espiritualmente, ascético, quien haya mirado sus cuerpos significantes llenos de agua franciscana, entenderá la gran distancia entre el artista, su obra y la oportunista y comercial exposición de Jill Magid. Algo está podrido en el arte contemporáneo. Su sistema de representación, su temática, su intención, su función imaginaria, su mercado, la designación de sus objetos, sus definiciones. Culturalmente parece haber desembocado en un callejón sin salida. Es nihilista: propone nadas. Es narcisista: se mira a sí mismo. Es arbitrario: no tiene un para qué. Ahora suele creerse que todo significado depende del contexto, del conjunto de circunstancias que rodean un hecho, y que los contextos son ilimitados. Por eso es tan difícil determinar el significado de la obra de arte, en qué consiste, dónde está, cuándo se produce. Y cuando no está. Hoy que todo es un asunto de opinión, el arte y la crítica han descendido a un abismo conceptual donde el nihilismo, en palabras de Ken Wilber, concluye que no existe ningún tipo de significado verdadero, sino sólo interpretaciones personales. Manifestaciones caóticas que se asientan en el capricho y el narcisismo. Sin embargo, el arte verdadero existe. Uno mira La ronda nocturna de Rembrandt en su original y percibe una tercera dimensión casi física en una mano pintada en el centro del cuadro. O ve un Basquiat y se perturba por esa pintura infantil-drogo-marginal-urbana. O se abisma en un cuadro que permite eso: la entrega ante lo que se ve, el diálogo entre el objeto artístico y quien lo ve. Como en todo diálogo, éste se establece mediante un sistema de preguntas y respuestas. El que mira debe preguntar a la obra e interpretar lo que ella responda. Una primera condición: la obra debe dejarse preguntar algo. La gratuidad no permite hacerlo, porque es imposible asumir como obra de arte la propuesta de intercambio de este diamante por la propiedad del archivo profesional de Luis Barragán que está en Suiza, según sugiere el curador en jefe del museo universitario responsable de la exposición. Habrá sido un gesto, un acto, un cálculo, una mera banalidad sino no se hubiesen indebidamente profanado los restos de Luis Barragán, pero nunca arte, ni desde el punto de vista de la conciencia estética ni desde la corriente de pensamiento que entiende el arte como una hermenéutica, como una interpretación (“fusión de horizontes”, se le llama) que acrecienta el ser de la persona, un nivel de verdad y sentido que el arte verdadero provee. Hacemos arte para no morir de realidad, afirmó Nietzsche dos siglos atrás. Ahora se hace lo que dice ser arte por resonancias del mercado, la mercantil fascinación de la época consigo misma que coloca en galerías de arte la reproducción casi literal de un Oxxo por el consagrado artista plástico Gabriel Orozco. Una muy triste mimesis donde el arte mismo es el sistema masivo de consumo, o la peregrina ocurrencia del trueque de un anillo de diamante por los archivos de un artista. A nivel masivo se impuso el mercado y su arena mediática. En los reality shows artísticos que se estilan lo que cuenta es el gesto, su “lectura”, su impacto mediático, su viralidad. La tarea resistente ante todo esto, la de siempre, es discernir. Se conocen dos principios que están más allá del contexto: el ornamento es delito (Alfred Loos) y el mal siempre es banal (Hannah Arendt). Aprender a discernir entonces lo que es infierno y lo que no lo es. Después de identificarlo, debe hacérsele durar y darle espacio. Hacer equivaler el infierno a una situación pretendidamente “artística” puede ser una desproporción. Pero la degradación de la sensibilidad a la que lleva el arte que no es tal resulta tóxica. Posmoderna. Todo lo real es racional, dijo el filósofo. Los tiempos cambian. Ahora no es así. Fernando Solana Olivares