Friday, May 20, 2016

UN SILENCIO RESONANTE

El 8 de enero de 1993 cayó en viernes, día dedicado a Venus, que aparece en el cielo alternativamente como estrella matutina y vespertina, representando un símbolo de muerte y renacimiento. Entonces el poeta y artista visual Pedro Casariego Córdoba (Madrid, 1955-1993) fue “mordido por un tren hambriento” ---según había escrito tiempo atrás en la premonitoria línea de uno de sus poemas--- al paso del cual se arrojó. Aún no cumplía treinta y ocho años. En un conmovedor y lacónico texto a modo de epitafio, Elogio de lo raro, su padre consignó: “Yo tuve un hijo raro. Sus virtudes poderosas, honestidad, estoicismo, austeridad, clarividencia, nos sirvieron de ejemplo y marcaron a fuego a la familia, que se hizo mejor. También nos produjo desasosiego.” Advertía en él que lo raro es lo que se distingue de todo lo demás, cuya cima se pierde entre las nubes y mediante su tensión creadora echa a andar el Universo. Tiempo antes de aquel viernes fatal, en 1986, Pedro Casariego dio por finalizada su tarea literaria con dos obras: Dra, sorprendente y “raro” poema narrativo (“Un dedo de cristal / persigue aviones / por un aire muy lento”), propio de la poderosa extrañeza inusual que caracteriza toda su escritura (“poeta de culto, inclasificable e inclasificado”), y un diálogo en prosa de título revelador de acuerdo con la crítica: Qué más da. Ese año cerró para siempre su máquina de escribir y en adelante sólo redactaría a mano unos pocos poemas posteriores y un cuento para su hija, Pernambuco, el elefante blanco, su obra postrera. Sin embargo seguiría pintando y dibujando hasta sus últimos días. Descrito como un ser singular por quienes lo conocieron, tanto como sus obras, Casariego era portador de una aflicción profunda, de “un dolor inagotable”, pero al mismo tiempo poseía “sentido del humor, ternura y una visión inflexible y penetrante de las cosas”, escribe Esther Ramón en la Introducción a sus Poemas encadenados (Seix Barral, 2003). Gran parte de su vida la pasó encerrado en la casa de su familia, cultivando unas cuantas amistades, escribiendo y pintando. Se casó y tuvo una única hija, a quien dio de regalo de Reyes el último de sus textos. El resonante silencio lírico después de casi quince años de ejercicio fue una acción consecuente con la tajante declaración de su Manifiesto poético, donde estableció que “no se escribe una obra literaria: se incurre en una obra literaria” y que “el verdadero artista no condesciende jamás a engendrar un libro, una música, un cuadro”. Por fortuna para sus asombrados lectores, Casariego “incurrió” reiteradamente, observa Ángel González, en la práctica de la literatura, la cual no significaba el alcance de ningún logro sino sobre todo la manifestación de una debilidad, porque el artista verdadero es el artista interior, ese que no crea nada externo sino algo interno. Hay ecos gnósticos en tal mirada radical, cercanos a la crítica hacia una divinidad que al crear el cosmos y sus criaturas no muestra un poder absoluto y autosuficiente sino la demiúrgica y sospechosa debilidad de requerir una manifestación. En todo caso el silencio creativo de Casariego recuerda otras acciones similares: la quietud poética de Rimbaud en su viaje a África después de dos relámpagos creativos, la renuncia de Juan Rulfo luego de obtener lo mismo, el abandono dramatúrgico de Shakespeare al cabo de una obra inagotable, y aun el sacrificio de una brillante página recién escrita hecho por Eugenio d’Ors (“el sacrificio es la ley de la expresión”) cada noche de año nuevo. Algunos reverenciarán la ceremonia y grave melancolía de este sacrificio. La risa de Dios, un largo poema trenzado a su modo, narrativo, no personal pero inmensamente íntimo, inicia diciendo: “Nuestras palabras / nos impiden hablar.” Concluye con un lapidario lamento: “Mi angustia / es el eco / de la risa de Dios”. Paul Celan se arrojó al Sena y Pedro Casariego al hambre de un tren. Acaso en ese instante se cumplió otra de sus profecías: “Si quemas mi tristeza con tu risa / te enamorarás de mí / y dejaré de subir / tantos montes de amargura”. Había hecho acto de contrición trece años antes para una divinidad ocupada, como dijo entonces, en comer las sobras de la Última Cena: “oh Dios perdónanos: / tu belleza es un bosque / y cuando hablamos de ella / nuestras palabras lo talan sin querer.” Donde ahora esté habrá despertado: “te escribo para decirte / que no quiero decirte nada”. Fernando Solana Olivares

Tuesday, May 17, 2016

SHAKESPEARE INAGOTABLE / y II

Nosotros, asentó Shakespeare, sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser. De ahí que la tragedia escrita y escenificada contenga la manifestación de aquella condición potencial y múltiple que caracteriza a cualquiera, aun en estos tiempos globales de pensamiento único y mentes uniformadas, aun ahora. Una teoría propone tres niveles de relación entre el espectador y la representación trágica: la distancia indiferente, la identificación imaginaria o el arrebato. El primero obedece tanto a la falta de sensibilidad del espectador como a su incapacidad para colapsar temporalmente la incredulidad, ese realismo lógico determinado por la “verosimilitud” de los efectos especiales de la imagen, empobrecedora y única pedagogía de los homos videns posmodernos que han aprendido a mirar antes que a abstraer, imaginar y comprender. El segundo nivel responde al hecho estético como tal: siempre un espejo donde el espectador se observa a sí mismo en los otros y en lo otro y así se multiplica. El tercero es propiedad insólita de Shakespeare (y acaso de muy escasos genios más). Harold Bloom admite tal arrebato inevitable al enfatizar de nuevo algo que el propio Hamlet señalaría: “We have a smak of Hamlet ourselves” (“Nosotros mismos olemos un poco a Hamlet”). Si se pasa por alto aquel “un poco”, pequeño guiño de modestia del autor, el efecto queda concluido: sus personajes, caracteres excepcionales y proteicos, bajan del escenario o emergen de la página y nos ocupan, toman posesión, se apoderan de nosotros. Hoy nos acordamos de Ben Jonson, el dramaturgo amigo y rival de Shakespeare, no por su obra sino por su peregrina desautorización (equivalente al menosprecio que sufrió la obra de Cervantes por sus contemporáneos) cuando afirmó que el autor de Macbeth era hombre de pocas letras, que sabía nada de griego y muy poco latín. El ignorante desprecio del escritor con formación académica, del scholar investido por el título pero no autorizado por el talento, de quien sólo es algo antes de poder ser alguien. Casi siempre la crítica (y ahora el mercado, su sacrosanto reemplazo) queda paralizada ante el genio y la obra canónica compuesta de profunda e incomprendida extrañeza, de enorme y sorprendente belleza que en el caso de Shakespeare es mucho más que una virtud estética para convertirse en un fenómeno metafísico-moral, en un llamamiento (un arrebato) existencial compuesto por aquella verdad superior que ninguna ciencia o técnica, ningún algoritmo o aplicación podrían enseñar: la del incremento del ser. Hamlet, siempre Hamlet. No el complejo de Edipo como constante unificada de la conciencia humana sino el dilema esencial de Hamlet: inclinarse, elegir, decidir. Cioran comienza Desgarradura contando una leyenda de inspiración gnóstica. En el cielo se libró una feroz batalla entre ángeles en la que los partidarios de Miguel vencieron a los partidarios del Dragón. Los indecisos que no tomaron partido fueron “relegados” en la tierra, castigo consistente en tener que llevar a cabo aquí la elección que no habían hecho allá. Desde entonces los seres humanos, sus descendientes, estarían ontológicamente obligados a optar, condenados al acto, a ser o no ser, estar o no estar, ir o no ir, hacer o no hacer. Todos vueltos Hamlet. La provocadora hipótesis de Bloom respecto a que el verdadero padre del psicoanálisis no es Freud, meramente su mitógrafo, sino Shakespeare, cuya obra produce pasmo (admiración y asombro extremados que dejan en suspenso la razón y el discurso), cobra sentido cuando se observa que sus personajes literarios, quienes antes no solían variar mucho sino sobre todo sufrir peripecias, envejecer y morir, esta vez cambian porque su relación es propia de lo humano moderno: se conciben de nuevo a sí mismos. En lugar de tener solamente vivencias, comenzarán a ser determinados por sus experiencias. Ya no se despliegan en el tiempo espacio de la ficción, observa Bloom, ahora se desarrollan. Al existir así nos inquieren, nos representan, nos explican. Y Hamlet antes que los demás, aunque todos ellos también estén (también sean) en nosotros. Hamlet simboliza la tragedia de la conciencia obligada a diagnosticar e intentar curar la enfermedad de la existencia. Nietzsche lo consideró como a un médico de la cultura, pues de tal modo definía la tarea epistemológica de ser, pensar y actuar. Aunque esto pertenezca a la inclemente y maravillosa aflicción del estar vivo. Fernando Solana Olivares

Wednesday, May 11, 2016

SHAKESPEARE INAGOTABLE / I

Quizá, como pedía el poeta, debamos acordarnos del porvenir y no del pasado. Sobre todo estando en Shakespeare, cuya obra ilimitada contiene una previsión antes que un recuerdo. Revisando aquella “facultad enorme y multitudinaria de creación” que lo caracteriza, Thomas de Quincey advierte la gran perplejidad que desde niño sintió ante un pasaje de Macbeth: los golpes a la puerta que se escuchan después del asesinato de Duncan, un sentimiento que no acertaba a explicarse. Años después sabría que ese inmaterial momento auditivo, una escueta acotación en el texto, anunciaba la retirada del corazón humano y la irrupción del corazón diabólico. El otro mundo surgido por el crimen y la traición de Macbeth, asesino del sueño, y de Lady Macbeth, la que existe “sin sexo”, donde las cosas, los propósitos y los sentimientos humanos se transfiguran: los golpes a la puerta, escribe De Quincey, son ese horrible paréntesis cuando lo humano refluye sobre lo diabólico y luego se reanuda el pulso de la vida, “los usos del mundo”. Pero éstos han quedado marcados para siempre, como si los tránsitos del espacio y el tiempo fueran un ritmo moral cuya sutileza no estará nunca por debajo de su gravedad. Sépase entonces que en la alta fantasía llueve, según la fórmula dantesca, y que basta un guiño, unos golpes de ignorado origen en la puerta, para ocupar la imaginación de toda una vida: esto es Shakespeare. Borges le llama “Señor de todas las palabras” y entiende que el misterio de su obra “virtualmente infinita” no consiste solamente en su origen, tampoco en su desarrollo o en su retirada de las tablas y el posterior silencio creativo, sino sobre todo en el enriquecimiento, en el múltiple e inesperado sentido que sus piezas teatrales han logrado provocar en los espectadores llenos de pasmo, sorpresa o estupor durante siglos, y que seguirán causando mientras su representación o su lectura tengan lugar. Es parte de un acertijo superior: el mismo Shakespeare y todo lo que esté en él aún desconocido a través de las múltiples maneras de mirarlo, que se funde a su vez en ese otro arcano enardecido de la creación estética (resuelto acaso por Bernard Shaw, conforme recuerda Borges, al afirmar aquél que el Espíritu Santo ha escrito no solamente la Biblia sino todos los libros del mundo), y el cual representa en sí mismo una sugerente alusión, ni siquiera concluyente o definitiva, sobre “aquel otro enigma: el Universo”. Para oficiantes de una religión laica como Harold Bloom, la “bardolatría”, los personajes literarios antes de Shakespeare cambian muy poco, aunque envejezcan y mueran, porque la relación consigo mismos no se modifica. A partir de la irrupción sobrecogedora de las obras del bardo inglés, los personajes no se despliegan en el espacio tiempo de la ficción literaria sino que se desarrollan ontológicamente (como también lo hará Don Quijote) porque se conciben de nuevo. ¿La razón? Se escuchan hablar casualmente a sí mismos, afirmará el hiperbólico crítico que considera a Shakespeare inventor de lo humano. Macbeth, Lear, Hamlet, Otelo, Ofelia, aun Falstaff, se observan (se espían, escribirá) y abren el camino hacia la individuación característica de la modernidad. Como lo hacen los textos clásicos, artefactos supra-racionales ---metafísicos o ultrafísicos--- que nos interrogan, y no al revés, Shakespeare continuará explicándonos. Nos enseñará que el sentido de lo humano no solamente se repite sino que también comienza, y que las formas de la conciencia advienen a la vida mediante el magisterio de lo efímero, la pulsión de lo múltiple o la psicología de la mutabilidad. Hamlet, por invocar al personaje repetidamente citado después del Jesús de Marcos, el evangelista, héroe de la conciencia intelectual, el más humano de los humanos, reo virtuoso de la disyuntiva, tan sabio y tan viejo, tan todos y tan ninguno, obligado a optar y por ello reacio a la elección impuesta ---a la neurosis de destino, como dirá mucho después el agudo mitógrafo Freud, deudor de Shakespeare, inventor del psicoanálisis---, indiferente y múltiple, fiel a su destino pero sin duda distante del mismo, es el ejemplo o modelo (exemplaria, lo llama De Quincey) de esa transformación que para acercarnos a ella e intentar comprenderla llamamos existencia. “Lo demás es silencio”, dirá en frase memorable el príncipe al morir, concluyendo así lo que más allá comenzará de nuevo. Fernando Solana Olivares

SÍ PERO NO

El escritor Julio Torri solía lamentar los tres modos pseudo lógicos que según él determinaban la mentalidad mexicana: sí porque sí, no porque no, sí pero no. Los dos primeros propios del dogmatismo y la prepotencia, males caracterológicos y ancestrales ambos, y el tercero producto de la ambigüedad autoritaria, del doble discurso, de la hipocresía oportunista y de la doble moral, prácticas comunes y corrientes en la idiosincrasia nacional. De nueva cuenta, como si fuera un impedimento crónico, Enrique Peña Nieto asume una argumentación correcta pero adopta una conclusión torcida, la cual era de temerse después de la flagrante contradicción con la cual convocó a la discusión pública sobre la mariguana: el mandatario declaraba estar “personalmente” en contra de cualquier viso de legalización a pesar de que su gobierno proponía iniciar un debate plural al respecto. Así, el discurso sobre las drogas del Presidente ante la ONU significó un pronunciamiento inédito que debió haber derivado, si la congruencia entre el discurso y la acción fuese un atributo axiomático, en un vuelco decisivo respecto a una guerra impuesta unilateralmente por el imperio norteamericano, sanguinariamente costosa para el país y tácticamente fracasada, en un cambio político y jurídico equivalente cuando menos a la sentencia sobre cultivo, posesión y consumo emitida por la Suprema Corte de Justicia de la Nación que dio origen a esta urgente y necesaria reconsideración pública sobre la prohibición de la mariguana, por ahora, y ojalá después sobre el resto de las drogas. La iniciativa presidencial que propone aumentar la posesión de mariguana de cinco a veintiocho gramos, una onza anglosajona, si bien correcta en cuanto tal no resuelve el problema del cultivo, de la venta y de la compra de la sustancia, operaciones que continuarán siendo ilegales y prohibidas. ¿Cómo puede entonces adquirirse la onza de droga que la iniciativa presidencial permite poseer diciendo que sí pero al final aseverando que no? El poder legislativo no será capaz por ahora de corregir esta reforma a medias, un movimiento casi inmóvil, dominado como lo está por la hegemonía priísta y sus impresentables aliados “ecologistas”, ese México arcaico y patrimonialista con ropajes modernos que significa más de lo mismo, más de la patología nacional. De ahí que la concomitancia sea donde se muestra la naturaleza de lo real. Sólo relaciona, aconsejaba desde antaño la sabiduría cognitiva. Mientras los fastos vacíos, la pompa y la circunstancia monárquicas ocupan a un Presidente cuyo cosmopolitismo no deja de parecer el provinciano registro de deslumbramientos foráneos, proconsulares y tan aldeanos: un avión carísimo y grandotote, una comitiva harto numerosa, un viaje a todo lujo, el pragmatismo alemán le sugiere dejarse ayudar para esclarecer las tantas opacidades de su régimen en derechos humanos, Ayotzinapa una de ellas, y la sobriedad y eficacia danesa le muestran que el rígido neoliberalismo político y económico, el autismo gubernamental ensoberbecido están condenados por la historia y hasta por el futuro inmediato de la civilización. Y es entonces cuando el espíritu surge desde Alcalá de Henares en boca del honorable Fernando del Paso con toda la valiente dignidad crítica de un verdadero hombre de letras para decir la verdad sobre el estado de las cosas en este México corrupto y corrompido, autoritario y decadente, feminicida, criminal y criminalizado, democráticamente difuso, brutalmente desigual y agitado por una globalización salvaje, inmerso en la espiral de un totalitarismo por default, con una sociedad abúlica, enajenada por su interés individual, su cada vez más difícil sobrevivencia, y hasta ahora carente de un sentido de obra en común. Si el país se salva de sus destructivas e insaciables oligarquías será gracias, entre otros hombres y mujeres decentes, a aquellos respetables intelectuales y creadores como Fernando del Paso, artífice de tres obras impares que confirman la única deontología vigente, la que Don Quijote propuso a Sancho hace cuatrocientos años: nadie es más que otro si no hace más que otro. Del Paso hizo y además dijo la verdad en un país cuyo sistema político, económico, mediático y social la pervierte y esconde: “No denunciarlo, eso sí que me daría vergüenza”, afirmó. Algo estuvo podrido en Dinamarca. Ahora mucho está podrido en México. Los melifluos Polonios, los ilícitos Claudios, las traidoras Gertrudis ¿caerán? Fernando Solana Olivares