Wednesday, January 30, 2008

Budiatría: el fuego / y III

El tema de esta pequeña serie de artículos que ahora termina son las interacciones mente-cuerpo. La ciencia occidental ha descubierto (o confirmado, pues las doctrinas tradicionales lo saben desde hace milenios) que las diversas técnicas meditativas permiten alcanzar una reacción psicofisiológica contraria a la reacción generada por el estrés, aquella que se conoce como “luchar o huir” y durante la cual aumentan el metabolismo, la presión sanguínea, el ritmo cardíaco y el ritmo respiratorio. Después de investigaciones que comenzaron alrededor de 1967 en Harvard, por fin se ha documentado experimentalmente que son indispensables dos pasos para obtener los cambios fisiológicos que el médico Herbert Benson denomina “reacción de relajamiento”: “1) La repetición de una palabra, sonido, plegaria, pensamiento, frase o incluso actividad muscular; y 2) ignorar los demás pensamientos que acudan a la mente para volver pasivamente a la repetición”.

Benson explica lo que para unos cuantos resulta una obviedad y para muchos otros una sorpresa: que estas instrucciones figuran en técnicas religiosas y seculares antiquísimas, presentes lo mismo en la tradición hindú que en la judía, en la tradición cristiana protestante o en el catolicismo romano igual que en el ortodoxo. “El hecho es que la reacción de relajamiento —escribe— supone una reacción fisiológica humana común y forma parte de todas las religiones que utilizan la oración repetitiva”. Y es apenas ahora cuando esta técnica que efectivamente contrarresta los terribles efectos del estrés, esa generalizada enfermedad tardomoderna que origina prácticamente todas las demás, se está abriendo paso en la medicina contemporánea. ¡Oh, sorpresa!: los místicos, además de todo, gozan de cabal salud. Y de virtud, pues según afirma Proust muy sensatamente ésta no es otra cosa que energía.

Así entonces, el trabajo de diversos científicos no enajenados ha puesto en claro que si bien existe un estado fisiológico común a todos, dicho umbral puede cruzarse con las técnicas de la meditación. Volviendo a las prácticas superiores del g Tum-mo, donde el meditador puede disolver a voluntad el sentimiento de identificación con el tipo ordinario de corporeidad —toda percepción o idea, aun la tan arraigada del cuerpo, no es más que una convención, un modelo mental para armar o desarmar—, el método requiere que tanto el cuerpo como el entorno sean equiparados con la representación de una deidad arquetípica, un modelo del yo que permite imaginarse y vivirse a uno mismo como un ser de muchos brazos, por ejemplo, para alcanzar un sentimiento y una psicofisiología distintas a las predominantes en la conciencia habitual.

Después de que el practicante se ha visualizado en un cuerpo arquetípico debe dejar este cuerpo para verse, mediante su complejo mente-cuerpo, como una especie de bioordenador (una máquina viviente), “formado por canales en una red específica de pautas, una red neural, energías que se mueven de formas particulares y nódulos o gotas bioquímicas de conciencia sutil, gotas como focos de conciencia o células seminales”. Un área de sabiduría y práctica tántricas conectada, conforme la secuencia descrita por Robert A. F. Thurman, con la neurociencia actual.

El mismo científico elucida que el practicante de g Tum-mo se convierte, a través de complejas pero altamente organizadas visualizaciones que trabajan su sistema nervioso, en un emisor de energía extraordinaria que se aviva con la respiración al modo de un fuelle con las llamas: “al final hace que se funda y resplandezca este ordenador bioquímico, fundiendo todos los vestigios de gotas de conciencia ordinaria e impulsos energéticos en libertades y gozos sublimes, disolviéndolo todo en la dimensión sutil de la columna central”. Cuando el yogui penetra en esa función tubular su finalidad es adquirir una inmensa beatitud o euforia que sube y baja por su sistema central, para introducirse a continuación en una “secuencia de reinos experienciales internos de las mentes sutil y extremadamente sutil, que es como se las llama, y acaban sumergiéndose en lo que se conoce como la clara luz de la libertad o clara luz del vacío absoluto. (...) Y luego el objetivo final es llevar esa no-dualidad a todos los aspectos de la vida cotidiana, de modo que se convierta uno en una manifestación ambulante de clara luz, vacío absoluto y gran gozo beatífico. Se es entonces amor y compasión en cada gesto”.

De tal manera que las diferencias de temperatura y calor captadas por instrumentos térmicos son solamente el fenómeno periférico o pintoresco de tan extraordinario logro de la conciencia humana: desarrollar el fuego del furor interior. Todo ello no es propio de ningún superhombre nietzscheano pues al hacerlo no hay afán de dominio o de poder sobre los demás. Pero sí es un logro concurrente para el superhombre compasivo y ascético que sabe que las palabras del Dhammapada (considerado el texto cumbre del budismo) son verdad objetiva, pura verdad: “Las condiciones en las cuales nos hallamos son el resultado de lo que hemos pensado, quedan fundadas en la mente, son forjadas por ella”.

Para cambiar la vida de todos los días hay que cambiar la mente. Y quien quiera hacerlo debe ponerse a meditar. Tal vez no secará sábanas con el calor de su cuerpo ni derretirá la nieve, pero sin duda logrará aquella legendaria operación que se dice de los magos: transformar la realidad modificando el tóxico y subjetivo punto de vista acerca de la realidad. O al menos, que no es poco, reducirá su estrés vivencial.

Fernando Solana Olivares

Tuesday, January 22, 2008

BUDIATRÍA AVANZADA: EL FUEGO / II

Existe en nuestra cultura un hecho olvidado pero determinante---afirma Robert A. E. Thurman, uno de los autores citados en estas notas--- que si bien se convirtió en una ideología colectiva no proviene de ningún descubrimiento objetivo: considerar la realidad como un fenómeno meramente material. Y tal hecho determinante ha conducido al dogmatismo actual llamado materialismo científico, que en su versión psicológica niega la importancia de los estados mentales interiores hasta llegar a desecharlos como ilusorios, inaccesibles, impotentes e inútiles.
Así la psicología occidental, de ser en sus orígenes una ciencia interna, se ha convertido en una disciplina puramente física que resuelve la problemática mental de los individuos, siempre provisionalmente, mediante fármacos y entornos artificiales como los manicomios. Lo único que se consigue entonces es un estancamiento del problema anímico, con escasas esperanzas de mejora integral y en cambio grandes posibilidades de deterioro. El asunto se parece al intento de reparar un ordenador que funciona mal por un problema de software sin analizar éste ni mucho menos modificarlo, porque el empeño de solución, al ser materialista y dogmático, se dirige sobre todo al hardware.
Y es en esta encrucijada histórica de una cultura gravemente enferma como la nuestra, donde las afecciones psíquicas crecen atroz y exponencialmente (“Intenta suicidarse niño de cuatro años”, reporta una nota de Mural fechada el 16/I/08 en Aguascalientes), cuando las tradiciones psicológicas budistas, según afirma Thurman, significarían una aportación vital para Occidente, pues “con sus métodos refinados de análisis y modificación del software pueden ayudar a la reprogramación interna del individuo”. Se trata de una vasta gama de artes o tecnologías mentales, técnicas de reprogramación interior que permiten al sujeto integrar a su vida concreta y cotidiana un software cognitivo y emocional considerablemente más eficaz y saludable. Se trata, en suma, del amplio y generoso repertorio de las prácticas de meditación.
“Pero la meditación por sí sola ---escribe Thurman--- no puede lograr el objetivo. Debe estar apoyada desde abajo, digamos, por un estilo de vida sólidamente ético que genere un mínimo de perturbación en el individuo y sus allegados y un máximo de armonía y energía sustentadora, y debería estar guiado desde arriba por el entendimiento, por la programación inteligente a través de orientaciones o puntos de vista realistas, lo que los budistas llaman sabiduría”. Al respecto, Thurman menciona aquella “tarea de reprogramación necesaria para modificar el funcionamiento de un bio-ordenador humano dirigido por la cólera y el odio, convirtiéndolo en un funcionamiento guiado por la paciencia y el amor”, sugerida por el Dalai Lama durante los debates del simposio Ciencia y Mente realizado en 1991 por la Universidad de Harvard. Una tarea de reprogramación psíquica conseguida a partir de métodos contemplativos sostenidos por la ética y la comprensión.
Thurman se refiere a dos ejemplos de ello provenientes de la tecnología mental tántrica. Uno es la diagnosis médica a través del examen de los canales nerviosos en el pulso del paciente, al sentir los cuales el médico, después de un largo adiestramiento de veinticinco años, convierte su cuerpo y su mente en una especie de escáner psíquico que obtiene notables resultados diagnósticos, incomprensibles aún para la medicina occidental. El otro es aquel yoga del fuego interior llamado g Tum-mo, un intenso calor (“una energía furiosa”, la llaman los textos) que surge del centro del ombligo y se dirige a fundir los nudos de la conciencia del sistema nervioso central para producir estados intencionales de realización psíquica, y cuyos efectos físicos secundarios, esas fantásticas olas de calor que irradian la superficie del cuerpo, han atraído la atención científica de Occidente.
En su texto “La psicología tibetana: un software complejo para el cerebro humano” (publicado dentro del volumen colectivo CienciaMente. Un diálogo entre Oriente y Occidente, José J. de Olañeta, Editor, Palma de Mallorca, 1998), Thurman ofrece una explicación sintética acerca de los pasos que el yogui o la yoguini siguen al hacer esta meditación. Sin duda son muy complejos, propios de grandes atletas del espíritu, y del todo lejanos a la conciencia materialista predominante. Pero no así la lógica conceptual que los dirige. Tampoco su mismo sentido común: la mente es la base universal de toda experiencia.
“El yogui ---consigna Thurman--- funde la autoimagen del cuerpo ordinario habitual examinando su vacío básico. Esto significa que el yogui tiene que ser alguien que haya tenido cierto grado de experiencia visceral de vacío. Ha tenido la experiencia del yo disolviéndose completamente y ha descubierto (...) la carencia de algo al final del séquito de símbolos. El séquito de símbolos del ‘yo’, el séquito de ‘mí mismo’, este cuerpo, estos dos brazos; ha llegado más allá de los átomos subatómicos de este cuerpo, ha ido a donde todo eso se ha disuelto y lo ha experimentado visceralmente a través de la meditación crítica sobre el vacío”.
Después que el adepto ha imaginado su cuerpo y el entorno como una manifestación simbólica o arquetípica ---ayudado para ello por la vívida representación de esas deidades policromas y barrocas del arte tibetano, que no son otra cosa que modelos operativos y posibles del yo---, revisualiza su complejo mente/cuerpo como una máquina viviente, un bioordenador, una red neural. Y lo que sigue, la próxima semana se dirá.

Fernando Solana Olivares

Friday, January 11, 2008

BUDIATRÍA AVANZADA: EL FUEGO / I

El axioma central del pensamiento budista afirma que la mente es la base universal de toda experiencia, “la creadora de la felicidad y la creadora del sufrimiento, el hacedor de lo que llamamos vida y de lo que llamamos muerte”, como lo consigna Sogyal Rimpoché, un importante divulgador contemporáneo tibetano.
Sabiendo eso fue que el historiador Arnold Toynbee, entre otros, predijo que uno de los sucesos más importantes del siglo XX sería la llegada del budismo a Occidente. Tal arribo, si quiere simplificarse, ha sido esencial para descubrir que existe una ciencia de la mente más antigua y mucho más sabia que cualquier disciplina occidental al respecto.
Nadie debe llamarse a escándalo racionalista pues la anterior aseveración resulta demostrable si se quieren consultar textos como el Abhidamma (un extraordinario y detallado modelo de la mente elaborado por el budismo medieval y editado por primera vez en traducción directa del pali al español por El Colegio de México en 1999), y está suscrita por connotados científicos occidentales entre los que se cuentan psicólogos, neurólogos, psiquiatras y filósofos.
Uno de ellos, Daniel Goleman ---masivamente conocido por sus investigaciones sobre inteligencia emocional---, escribe que dicho texto “constituye una entidad significativa desde la perspectiva de la psicología moderna, debido a que es un sistema psicológico con unas raíces completamente distintas. Y ofrece como tal por primera vez a la psicología moderna algo similar a un ‘encuentro íntimo en la tercera fase’: un encuentro con una inteligencia extraña que pocos, tal vez ninguno, creían realmente que existiera. Por supuesto, casi todos los psicólogos y psiquiatras dirían que no existe ninguna psicología plenamente desarrollada fuera del redil del pensamiento occidental moderno. Ahora, sin embargo, es evidente que hay una, y que tiene algo importante que decir a las psicologías de Occidente”.
Un dicho tibetano asegura que un sabio nunca convencerá a un necio y que un necio siempre refutará a un sabio. Algo parecido, aunque más sintético, promulgan los evangelios cristianos ante las buenas nuevas: quien tenga oídos para oír, que oiga. Así entonces este texto trata del fuego, del calor interior que ciertas técnicas yóguicas tibetanas logran asombrosamente producir. La primera noticia europea al respecto fue dada por la budista francesa Alexandra David-Néel, aquella primera mujer occidental que admiró Lhasa en 1924, la entonces misteriosa y sagrada capital del Tíbet, todavía no envilecida ni saqueada por la brutal ocupación china hasta hoy vigente en ese martirizado (e internacionalmente abandonado) país.
Vale la pena citar un pequeño pasaje aludido en uno de los libros esenciales de Alexandra David-Néel, Místicos y magos del Tíbet (Colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1968), mediante el cual muchos hispanohablantes tuvimos un primer contacto articulado y coherente con el budismo. En él, quien fue llamada Nuestra Señora del Potala, describe las prácticas del yoga tibetano g Tum-mo (en la grafía del libro, Tumo): “Los neófitos se sientan en el suelo, con las piernas cruzadas, y desnudos. Se mojan sábanas en agua helada y cada individuo se envuelve en una y tiene que secarla sobre el cuerpo. En cuanto la sábana se seca, vuelven a mojarla en agua helada y a colocarla sobre el cuerpo del novicio como antes para que la seque otra vez. La operación prosigue de ese modo hasta el amanecer. Entonces, se proclamará ganador de la competición al que haya secado mayor número de sábanas. Además de secar sábanas húmedas sobre el propio cuerpo, existen varias pruebas más para determinar la cuantía del calor que es capaz de irradiar el neófito. Unas de estas pruebas consiste en sentarse en la nieve. La cantidad de nieve que se funde debajo del sujeto y la extensión que se funde a su alrededor se consideran la medida de su capacidad”.
Ningún esotérico misticoide sino Robert A. E. Thurman ---doctor en Filosofía y profesor de estudios indotibetanos en la Universidad de Columbia--- considera que dicho empeño competitivo, increíble y fantástico, para secar sábanas no es otra cosa que “una manifestación periférica, una especie de signo exterior machista de que se está operando sobre el nivel interno”. Lo pintoresco espiritual, pues. A partir de estudios hechos por Herbert Benson ---científico de la conducta que ha sido pionero, hace veinticinco años, en la investigación acerca de la influencia de la mente sobre la salud física---, así como de sus propias experiencias y reflexiones, Thurman afirma que la meditación g Tum-mo, “el yoga del furor encauzado que puede dirigir calor intenso para generar experiencias interiores específicas y deseadas”, es parte del desarrollo psicológico budista de una diversidad de modelos de realidad, de relaciones mente/cuerpo, todos ellos útiles para propósitos diversos. De un software mental muchísimo más amplio que aquel tan restringido, tan fisicalista y tan unidireccional como el predominante en el Occidente moderno.
Thurman cuestiona qué estamos haciendo como civilización en el proyecto de desarrollo que constituye nuestro “progreso”, sobre todo en el área de comprensión de la conciencia humana y de sus capacidades cognitivas. Nuestra equivocación se debe a lo que llama un error filosófico básico de la cultura, aquella decisión que no proviene de ningún descubrimiento objetivo: excluir a la mente del orden natural y considerar todos los problemas como materiales. Juzgar la realidad como algo solamente material.

Fernando Solana Olivares

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Friday, January 04, 2008

NUESTRO SENNIN

Guárdate de lo que deseas, porque alguna vez se cumplirá. Guárdate de lo que lees, porque sin darte cuenta lo repetirás. Guárdate de lo que imaginas, porque un día podrá hacerse cruda realidad. Le ocurrió a Balzac, entre otros, quien en su lecho de moribundo, después de veinte años de trabajo pantagruélico y noventa novelas publicadas, reclamaba delirante la presencia de algún médico extraído de su heroica Comedia Humana ---la inmensa narración de la cual fue un amanuense predestinado---, antes que aceptar los habituales auxilios del galeno Nacquart, su viejo y fiel amigo.
Aunque conserva similitudes con ésta, la anterior es otra historia: se trata de un artista cuyo inconsciente materializa las creaciones de su fantasía, pues tanto la vida vivida como la vida escrita resultan ser existencia idéntica las dos. La cuestión comenzó debido a un cuento del escritor japonés Ryunosuke Agutagawa que di a leer a mis alumnos: Sennin. Acaso por molicie propia o por desinformación ajena, llevaba varias sesiones explicando al grupo a mi cargo esa condición que se requiere para comprender todo fenómeno estético: la suspensión temporal de la incredulidad.
Mis alumnos son hijos de la época y están educados por las imágenes visuales planas, así suponen que la verosimilitud aparente es una condición necesaria de la verdad. Les encantan los efectos especiales y se muestran reacios en aceptar que un mero decorado escénico basta para aludir suficientemente a cualquier certidumbre. Han perdido, si alguna vez la tuvieron, aquella capacidad de convocar imágenes en ausencia que llamamos imaginación. Como fuere, hicieron el favor de leer la historia del sirviente Gonsuké.
Los alumnos supieron entonces que un sennin es, conforme a la tradición china, un ermitaño sagrado que tiene poderes mágicos como el de ascender por los aires y disfrutar de una larga y plena longevidad. Espectadores, que no lectores, de Harry Potter y de El señor de los anillos, consumidores de superhéroes televisivos de toda laya que realizan cualquier suerte de milagros metafísicos, la condición fantástica de alguien capaz de volar por los aires o vivir durante siglos no perturbó gran cosa su principio de realidad.
Lo que les chocó, en cambio, fue el sentido final del cuento de Agutagawa y la manifiesta credulidad de Gonsuké, su protagonista, el cual, conducido arteramente por el empleado de una agencia de colocaciones, se compromete a trabajar como criado sin paga alguna durante veinte años en una cierta casa, para finalizado ese lapso recibir de sus fraudulentos patrones, un médico hipócrita y su abusiva esposa, el supuesto secreto de los atributos extraordinarios que ansía obtener.
Transcurren los años y el hombre trabaja sin descanso, ajeno a cualquier queja autoconmiserativa y lejano a toda desconfianza lógica. Cuando al fin el plazo se cumple y Gonsuké solicita la revelación del secreto, la mujer, una vieja arpía, contrariando las alarmadas advertencias del médico, lo hace subir hasta la punta de un alto pino en el jardín de la casa y le exige soltar la última rama donde apenas se sostiene. En aquel instante ocurre el súbito prodigio, el criado queda suspendido sobre la nada como una marioneta pendiendo de hilos invisibles, y de esta manera cuenta Agutagawa el desenlace: “---Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me han hecho un sennin ---dijo Gonsuké desde lo alto. Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más arriba, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer entre las nubes”.
Lo anormal para los estudiantes no fue la conclusión del relato: Gonsuké flotando por los aires, sino sobre todo el medio que el sirviente había empleado para alcanzar la incuestionable certeza de convertirse en sennin. ¿Fe ciega o estupidez divina? ¿Azar arbitrario o providencia ignota? ¿Exageración poética o terca perseverancia que vence al destino? ¿Metáfora de un comportamiento o textualidad de una situación? Después de ventilarse en clase las escépticas dudas de una generación como ésta, tan sentimental lo mismo que racionalista, ahíta de mentiras socialmente aceptadas pero adversa, por reflejo mental espontáneo, a cualquier cuestión no comprobable mediante el consenso de los prejuicios heredados, pedí que se hiciera al respecto un ensayo reflexivo. O razonado. O cuando menos, esforzado.
Algunas lecturas me han dicho que el género del ensayo está emparentado con la palabra latina gustus, que significa cata, gustación o probadura, y designa además aquella arriesgada tarea que antaño se cumplía para saber si los alimentos de emperadores y reyes estaban envenenados o no. Acaso ensayar el gusto siempre entrañe un peligro potencial. Prohibí, como anacrónicamente lo hago, consultar internet para cumplir el encargo, y fijé la fecha de entrega de los trabajos.
Nada relevante encontré en ellos hasta ahora, cuando una escritura manuscrita, sin que lleve prólogo digresor o introducción atemperante, recién me informa: “Estimado maestro, yo fui sennin. Más bien, yo fui ese Gonsuké que se convirtió en sennin. Podría decirse que conocí al escritor japonés que lo contó aunque precisamente ahora no lo recuerde, pero sí todo lo demás expresado en esa historia. Con una modificación: nada de eso ocurrió en Japón sino en mi propia casa, donde mi madre es la vieja arpía y mi padre el culero doctor...”.
Aún cavilo si calificaré con diez al muchachito redactor.

Fernado Solana Olivares