Saturday, January 28, 2012

NUESTRAS CONTAMINACIONES / I

Solemos creer —como una imitación extralógica provocada por nuestra cultura occidental— que el budismo es un sistema religioso y devocional exótico, pero en el fondo similar al dogma cristiano postulante de una deidad creadora del mundo y representada por intermediarios sacerdotales que preservan y sancionan ese vínculo entre lo divino y lo humano.

No hay tal: la hipótesis budista es radicalmente distinta a ello pues no acepta el proceder de ninguna entidad metafísica —de ahí que algunos lo llamen un ateísmo religioso—, y su personaje referencial, el Buda (el Despierto), jamás abandona su condición humana, por el contrario, la lleva a su máxima posibilidad. El conocimiento trascendente que así obtiene, y mediante el cual llega a ese despertar definitivo de la conciencia denominado Iluminación, no proviene ni de un testimonio celestial ni de una revelación escatológica sino de un orden cognitivo empírico donde se ensaya, y al fin se comprende, la naturaleza de la verdad.

La lacónica y elegante axiomática del budismo se basa en las cuatro Nobles Verdades, las cuales no representan dogmas de fe sino observaciones objetivas y susceptibles de comprobación directa a través de cualquiera, que sucintamente pueden describirse así: 1. La verdad de que la existencia es dukha (una voz pali que traducida superficialmente se entiende como “sufrimiento”, “dolor”, “pena” o “aflicción”, pero que en sus acepciones más profundas describe la condición de lo existente y significa “vacuidad”, “imperfección”, “impermanencia”, “insustancialidad”, características todas ellas de cualquier ser compuesto, desde una persona y un objeto hasta una estrella o una galaxia); 2. La verdad de que hay una causa de ese sufrimiento; 3. La verdad de que el sufrimiento puede extinguirse; 4. La verdad del camino que conduce a la extinción del sufrimiento. Es decir: el sufrimiento, su origen, su cesación y el camino que conduce a esa cesación. O si se prefiere, una terapéutica donde está descrita la causa de la enfermedad, luego se establece el diagnóstico, en seguida se instrumenta la curación y para obtenerla se aplica el tratamiento.

Uno de los muchos pensadores, intelectuales y científicos occidentales que desde fines del siglo dieciocho hasta el presente han sido cautivados por esa ciencia del espíritu, aclara que la doctrina budista del vacío no es la creencia de que nada existe, como incorrectamente llega a pensarse, sino la certidumbre de que la realidad última de cada ser u objeto está desprovista de características propias individuales y definidas, carece de una sustancia o alma que le pertenezca más allá de los elementos relativos e impermanentes que mientras ese ser u objeto exista lo constituyen. “Las cosas —escribe Alfredo Aveline, un físico brasileño— existen apenas como realidades convencionales, limitadas, espacio-temporales, condicionadas y contextuales, y no existen separada e independientemente del observador”.

De ahí que las cuatro Nobles Verdades sean resumidas por este autor como la comprensión de que todo lo que es visto (y por ende sentido, vivido, creído, interpretado) es visto por la mente, y que todo lo que es visto por la mente es la mente viéndose a sí misma, es la mente viendo las imágenes y objetos generados por ella misma. Aveline cita un texto canónico budista para fundamentar su afirmación, el Lankavatara Sutra, donde se afirma que “una pintura no está ni en la tela ni en las formas y colores de la misma” sino en la mente de quien la percibe, que “los ignorantes no comprenden que lo que ven es la mente viéndose a sí misma”. Lo mismo habría escrito el poeta hindú al advertir que la belleza de la amada está en los ojos del amante.

Tal ignorancia sobre la naturaleza profunda de la realidad como proyección mental es uno de los tres impedimentos o irritantes síquicos que el budismo llama causas eficientes de la infelicidad humana —los otros dos son el odio en sus diversas expresiones: la envidia, la violencia, la destructividad, y la avidez, ese desear insaciable, enajenante, neuróticamente desdichado— y desde luego no significa que el mundo externo y las cosas que lo componen no existan; busca comprender con claridad los límites de validez para atribuirle a lo existente una condición autónoma o separada de aquel que lo percibe.

Todo el pensamiento budista, toda su preceptiva y sus axiomas son invariablemente experimentales. Solamente pueden confirmarse a través de los procesos mentales o imaginativos, de las vivencias directas que dan origen a la experiencia personal de cada quien. Esta cualidad empírica básica vincula al budismo con el método científico occidental (un procedimiento de investigación ordenado, repetible y autocorregible) y lo convierte en un camino de conocimiento que sólo puede entenderse cabalmente si se transita por él. Supone entonces una epistemología de la conciencia, una teoría comprobable del desarrollo espiritual, y no una figuración acrítica devocional, irracionalmente autoritaria y abusivamente intangible.

Conocer la condición humana, comprender la contaminación inherente a todo proceso cognitivo y practicar las acciones para liberarse de ello son los fines del pensamiento budista. Depurar, diría Aveline, todo el condicionamiento inconsciente, que nos lleva a creer que nuestras percepciones, sentimientos e interpretaciones sobre la realidad son una verdad definitiva e irrenunciable que debemos imponer a cualquiera y, peor aún, a nosotros mismos. Si somos lo que pensamos, debemos aprender a pensar cómo y por qué lo pensamos.

Fernando Solana Olivares.

Wednesday, January 25, 2012

EL SIGNO EN LA NIEBLA.

---María Sabina es una profunda conocedora de su profesión y usted debe tener presente que cada ceremonia es una obra de arte individual ---le dijo a Fernando Benítez el legendario etnomicólogo neoyorkino Gordon Wasson, una tarde del verano de 1961 en Huautla, la capital de la Sierra Mazateca.
Era el primer viaje de Benítez a ese lugar de águilas para experimentar los hongos sagrados, cuando su ignorancia al respecto, como él mismo consignaría en uno de sus libros más personales y conmovedores, más líricos y expresivos también (Los hongos alucinantes, Ediciones Era, 1964), resultaba “inconmensurable”. Había trepado en auto a esas alturas casi verticales durante horas, reviviendo mentalmente el sueño atroz de Víctor Hugo, aquel donde las cordilleras y el horizonte se ponen en marcha para trastornar el espacio y las nociones convencionales que sostienen al pensamiento humano.
Mal aconsejado por Carlos Incháustegui, un antropólogo que entonces dirigía el Centro Indigenista del lugar y quien a pesar de ello desconocía todo lo que tuviera que ver con el nanacatl y sus prodigiosos efectos, Benítez había contratado a un brujo local gordo y ladino para comer hongos esa misma noche. La providencial aparición de Wasson llevó a Benítez a cancelar la ceremonia convenida con el dudoso nigromante y a pactar una velada con María Sabina al día siguiente. Lo que vendría después así comenzaba.
“Siempre el hada de las distancias ejerciendo su magia en escenarios cósmicos”. La noche del domingo Benítez y sus acompañantes, entre quienes iba Beatriz Brancfort, una amiga suya que acaso lo guiaría en los círculos celestoinfernales que iban a hollar, subieron caminando por el sendero del bosque hasta la modesta cabaña de María Sabina, rodeados de nubes y niebla, de árboles inmensos y barrancos peligrosos. Rodeados de misterio, sustancia que escapa al escrutinio de la razón. Benítez escribiría después que a Tolstoi le habría gustado conocer a la chamana mazateca, a esa “pequeña vieja que habla con Dios cara a cara y vive en estado de pureza”.
La crónica de tal incursión eléusica en los meandros de la mente debe entenderse como un rito de pasaje, como una iniciación delirante y extática que para Benítez significaría el encuentro con la totalidad, no sólo de sí mismo sino de “aquello” trascendente e impostulable, el encuentro maravillado con el campo semántico sin fin que llamamos divinidad. O demonio, también, pues el brujo desairado horas atrás ---según explicaría la misma María Sabina--- colaboraría con sus malas artes en hacer de esta primera experiencia una ordalía para quien la experimentaba sin poder racionalizarla aún, mirando lo desconocido que se aproximaba, mirando su metamorfosis singular (“Quería hablar, registrar esas imágenes ---¿por qué ese estúpido afán de registrarlo todo?--- mostrarlas a la posteridad, cederle ese legado incomparable y sólo podía decir una palabra, una palabra tonta, que me hacía reír tontamente”).
Quien haya tenido el alto privilegio de conocer íntimamente a Fernando Benítez sabrá que en esos cuadernos donde inscribió su ceremonia iniciática está todo aquello que antes y después caracterizó su generosa existencia y su carismática personalidad: la curiosidad intelectual inagotable, la capacidad epistemológica del asombro, la indagación ontológica por la diferencia aparente y el amor como razón prioritaria del ser. Y además el impagable espanto de saberse vivo, el horror favorecido de la conciencia que se percibe escudriñante y escudriñada al conocer.
En aquella noche oscura que vivió su alma y sufrió su cuerpo, Benítez invocó a dos de sus musas históricas: a María tendida en una playa (“tu vello empapado de sal, tu sexo caliente empapado de sal, tus dientes de cal empapados de sal, tu pelo húmedo de sal…”), y a Carmen, de quien no contaba mucho porque su recuerdo laceraba la memoria de un amor muerto a destiempo (“esa muchacha orgullosa… a quien yo los domingos sacaba de la tina chorreando agua tibia para amarla sobre las sábanas mojadas, mientras abajo sonaban las campanas del rosario”). Abierto en canal, purgado mediante una catarsis que le exprimía el corazón para hacerlo vomitar todos los venenos mentales ingeridos, vivió un descenso a los infiernos que este explorador de la conciencia y sus atributos velados definió, igual que Henri Michaux, como un “conocimiento por los abismos”.
Su segundo viaje en hongos, realizado un año después, sería por completo diferente: lo habitaría entonces el signo de una poderosa presencia espiritual: “había descubierto en mí ---no hay otra forma de conocimiento--- el éxtasis mantenido secreto por espacio de siglos”. Pensar, decían los alquimistas, es experimentar. “La clave de ese lenguaje que es la vida, el Signo de la Eternidad y de la Sabiduría”, serían las líneas concluyentes de esa odisea alrededor de sí mismo, y tales revelaciones acompañarían en adelante, con una dulzura que se iría acendrando, con una comprensión irrenunciable pues era somática antes que intelectual, los afanes propios de su biografía.
“Yo conozco México y lo que sostiene al hombre en la tierra y lo que le impide caer hecho pedazos y degradarse. Su razón y su dignidad”. Los indios le entregaron a este criollo refinado y principesco su conocimiento, no su paraíso. Y en aquel lugar donde las cuentas de las acciones existenciales acreditan el valor y el sentido de haber vivido, las obras de Fernando Benítez persistirán como hallazgos ejemplares, atrevimientos heroicos, adquisiciones canónicas y tutelares.

Fernando Solana Olivares.

Saturday, January 14, 2012

ELIADE Y LOS DEMÁS.

En noviembre de 1952 Mircea Eliade comentó en su diario una nota leída en un periódico parisino: la insólita solicitud hecha por un desconocido al recién creado Centre d’informations para obtener una fotografía de Atila, y la burlona actitud que tal petición provocó en el reportero que la consignaba. “¿Por qué ---escribió Eliade--- la ignorancia de los acontecimientos históricos o de la cronología nos parece tan grave? Es un signo, un síntoma de nuestra época: ya no podemos ignorar la Historia porque pretendemos ser exclusivamente su obra”.
A partir de ese incidente pintoresco, Eliade vuelve a desarrollar una reflexión en la que contrasta el sentido del tiempo y la cronología de otras culturas antiguas, indiferentes a las fechas y a las épocas pero inmersas en un sentido existencial mucho más profundo que según él deriva en una educación de dos vías accesible para todos los integrantes de ellas: la metafísica (es decir, las vías de la liberación), y el conocimiento de la tradición propia (los fundamentos cósmicos de las costumbres, rituales y comportamientos que constituyen la vida civil y personal).
De tal manera, la obra de Eliade ---vastos y determinantes estudios sobre historia de las religiones, folclor, simbología y mitos, novelas y cuentos incandescentes y un diario asombroso--- está determinada por la refutación (o la superación) de las concepciones temporales del Occidente, por un rechazo ante la amenaza ideológica sufrida por los hombres y mujeres contemporáneos de quedar desprovistos de destino y ser arrojados al basurero de la historia cuando a ésta ---o a su versión generalizada--- se le da la espalda, y también por la búsqueda de un tiempo cuyos ciclos no se ciñan a la inmediatez del momento coyuntural sino a horizontes abiertos que escapan a la experiencia de lo cotidiano: un tiempo atemporal, trascendente, oculto entre los mitos y los ritmos ancestrales, entre los símbolos y las religiones.
La percepción de Eliade, su inactualidad, su arcaico historicismo, no surge de una matriz intelectual diferente a la que produjo, en la Europa de la posguerra y del exilio de los países del Este, la deificación laica del “compromiso histórico”. Tampoco se origina en el desconocimiento de la filosofía occidental y los fenómenos de la modernidad, de sus consabidos lugares comunes de masas y utopías. Lector de Hegel y de Marx, observador de Freud, amigo de Jung, compatriota y compañero de Cioran, la elección atemporal de Eliade es una resistencia contra el ruido de la fragmentación y la provinciana pobreza del etnocentrismo, contra el mundo de las apariencias y el consumo demencial, el enajenante engaño de la moda y la novedad.
“Y sin embargo ---consigna en ese mismo diario publicado por Taurus como Memoria en dos tomos, y por Kairós como Diario---, hay que resistir. Si se quiere hacer algo, hay que resistir a las llamadas sublimes, a la tentación de donarse a sí mismo, de inmolarse (como un verdadero narodnik o revolucionario). Para un ‘creador’, el camino que lleva hacia los demás se parece al camino seguido por los profetas, los santos, los maestros espirituales como Sócrates o Milarepa”. Hay una cierta desmesura en esta sentencia, pero no por sí misma sino por los términos y los lugares últimos que propone, términos y lugares que parecerían no tener sentido alguno en el mundo de nuestros días. ¿Quién, que quiera ser bien visto por los otros, se atrevería a insistir en santidad, espiritualidad o caminos socráticos como medios de transformación, fuera de ambientes místicos o religiosos?
Quizá por esa materialización que niega, con las difundidas armas de la razón, la necesidad de un regreso a la espiritualidad, el pensamiento de Eliade ha sido confinado y vulgarizado en algunos enclaves exóticos de la contracultura y la psicodelia, o ha sido entendido como un ejercicio admirable de especialización erudita, pero no más. Él, en cambio, insistió siempre en que el estudio orgánico de las religiones era una hermenéutica del espíritu humano a lo largo del tiempo, tanto o más necesaria que los conocimientos científicos del mundo material. “Tengo la sensación ---escribió pocos años antes de su muerte en 1986--- de haber descubierto en la doctrina y los rituales iniciáticos la única posibilidad de defenderme contra el terror de la historia y el desamparo colectivo. Si conseguimos experimentar, asumir y valorar el terror, el desánimo, la ausencia aparente de pruebas iniciáticas, entonces todas esas crisis y torturas cobrarán un sentido, adquirirán un valor y nos libraremos de la desesperación de un universo parecido a un campo de concentración. Encontraremos una salida y trascenderemos así la historia viviendo de la forma más auténtica ---asumiendo, pues, todas las obligaciones del momento histórico”.
Cuestionada alguna vez por su inactualidad deliberada, Marguerite Yourcenar recordó una constante cultural repetida en cada época histórica: las retaguardias de hoy serán las vanguardias de mañana. Con Mircea Eliade sucederá lo mismo, mañana habrá sido un visionario. Entretanto, este sereno adversario del capitalismo salvaje reciclado una vez más por la tecnología, enemigo del nihilismo cultural y de la muerte como extinción definitiva de la conciencia humana, nunca creyó que todo ello arrancara nada a la jurisdicción de la matriz universal: el espíritu.
Acaso por ello propuso responder a la época como lo hicieron los maestros de la filosofía perenne: superando sus momentos históricos, creando otros nuevos, o preparándolos. “Nosotros no tenemos teología, nosotros danzamos”.

Fernando Solana Olivares.

Friday, January 06, 2012

WITTGENSTEIN, UN ENERO.

1. “Cada mañana hay que atravesar de nuevo la escoria muerta, para llegar al núcleo vivo y cálido”.* Dejar atrás el lindero del sueño donde una mente sin reposo volvió a hacernos vivir lo ya vivido y salir a encontrar ese golpe de suerte que quizá hará cambiar lo que somos. Y cada noche habrá que juntar tal escoria inmóvil, pues mientras la revelación no llegue a nosotros su presencia será un amparo y mantendrá la esperanza de que al día siguiente lograremos, por fin, calcinarla para siempre.
2. “Debe desmontarse el edificio de tu orgullo. Y es una enorme tarea”. Aunque la brutalidad y dureza del momento histórico bien podría encargarse de hacerlo por uno mismo: destruir aquella soberbia de lo humano que nos ha llevado a los atroces y nihilistas límites hoy terminalmente traspasados. Pero en todo caso, existe otro orgullo por desmontar antes: aquél que nos permite negarnos a entregar a otros lo que sólo es nuestro, así sea para destruirlo.
3. “Freud ha hecho un mal servicio con sus pseudo explicaciones (precisamente porque son ingeniosas). Cualquier asno tiene a la mano esas imágenes para ‘explicar’ con su ayuda los síntomas de la enfermedad”. Y dicha “explicación” la hará extensiva a cualquiera que se le acerque. Doxas de la modernidad urbana y de sus clases ilustradas: todos hemos sido sicoanalizados, aun aquellos que por método, desconfianza o simple indiferencia jamás se han puesto en manos de algún médico de almas. Nunca falta un conocido que se vengue de nosotros extendiéndonos las inverosímiles razones analíticas que a él le administra su terapeuta, y hará de cualquier encuentro un miserable diván.
4. “Así, pues, puede haber eternamente una llave en el lugar en que la puso el maestro, sin ser utilizada para abrir el cerrojo para el cual la forjó”. Tal es la culpable nostalgia de los pasados posibles que nunca fueron. Aquel libro mal leído, aquella relación no correspondida, esa disciplina incipiente que evaporó la inercia, ¿eran aquella llave nunca usada? De haber sido otros, de haber estado en otros, ¿no seríamos los mismos? Tal vez exista un cierto consuelo: el cerrojo es el recuerdo y la llave el olvido. Entonces la memoria nostálgica resulta ser la condena inflexible de un damnificado de sí mismo.
5. “¡Qué pensamiento tan pequeño puede llenar toda una vida! ¡Cómo se puede viajar toda la vida por la misma pequeña zona y creer que no hay nada más!” Ello ocurre con los dogmas y las liturgias del pensamiento único que globalmente predomina en esta época. Acaso es una herencia envenenada de ese racionalismo extremo, mecanicista y lineal de nuestra civilización judeocristiana, tan provinciana y estrecha, tan idiotamente encerrada en lo particular. De ahí que la confusión entre el hecho y el valor nos hayan llevado a malbaratar la esencia por las formas: el amor se convierte en matrimonio, la enseñanza en escuela, la salud en hospital, la creatividad en academia, la vocación en carrera, las relaciones sociales en gobierno, la amistad en clubes de pertenencia, el juego y la alegría en entretenimiento y confort.
6. “Para bajar a la profundidad no se necesita viajar mucho; no necesitas para ello abandonar tu ambiente cercano y habitual”. Flaubert recomendaba vivir de día como pequeñoburgués en aras de lograr durante la noche el ingreso a los infiernos íntimos, a los extremos de la imaginación. Saberlo es un aprendizaje boxístico: no tomar como reales las fintas que el otro que está en nuestro interior nos hace a cada instante.
7. “Cuando la vida llega a ser difícilmente soportable, se piensa en un cambio de la situación. Pero el cambio más importante y más eficaz, el de la propia conducta, apenas se nos ocurre y nos es muy difícil decidirnos a hacerlo”. Vieja sabiduría, la de la enfermedad mental: el loco es un estratega que ante una situación insoportable reorganiza drásticamente su universo síquico a través de su propia conducta. Nosotros, los neuróticos comunes y corrientes, pasamos el tiempo quejándonos de la vida, pidiéndole todo a ella como si fuera una entidad que sucediera por sí misma, sin contar para nada con nuestra participación. El loco se engaña por un exceso de responsabilidad: cree que la vida es un diseño solamente suyo. Los otros nos engañamos por una vicaria limitación: creemos que la vida es aquello que nos ocurre a pesar de nosotros mismos.
8. “Mi ideal es una cierta indiferencia. Un templo que sirva de contorno a las pasiones, sin mezclarse en ellas”. Y también cierto cinismo, el indispensable para que la distancia hacia uno mismo conserve las energías de la pasión sin asumir sus gastos inútiles. O regresar al tiempo ahistórico, donde la conciencia se expande; o simplemente al desapego inteligente de quienes se sientan al margen de las mareas, los malditos tranquilos que contemplan la oscura desbandada de la existencia diciendo en voz alta: despéñate, torrente de la inutilidad.
9. “Nuestro hablar obtiene su sentido del resto de nuestra actuación”. Somos lo que hacemos, o mejor, somos como lo hacemos. El antiguo precepto ético sigue en pie: nadie es más que otro si no hace más que otro. Si el decir es un hacer, sólo el hacer sostiene al decir. Las palabras, marcas del espíritu, no son impunes. Toda persona es un huésped de la vida que mediante el lenguaje comprende o ignora la hospitalidad recibida. Y dado que pensar es agradecer, la única legitimación existencial radica en comprender agradecidos que no sabemos ni el por qué ni el para qué de este misterioso alojamiento temporal.
* Todas las citas son de Ludwig Wittgenstein.

Fernando Solana Olivares.

Monday, January 02, 2012

ARQUEO DEL ANTAÑO/II.

Las confusiones. El discurso amoroso de López Obrador equivoca la escena, pero acierta en la sustancia. Aunque ésta es tan amplia que va mucho más allá de lo político. No puede proclamarse la búsqueda de una república amorosa, pero sí la construcción de una nación justa, segura y fraternal, la cual acaba siendo un sinónimo de aquella. Sin embargo, la polémica expresión tiene otras dos características: una menor, se habla de ella, y otra mayor, está inscrita en las menciones y vislumbres de López Obrador sobre temas que por primera ocasión han sido dichos en la batalla electoral: un cambio cultural, moral y hasta espiritual, como único antídoto contra la disolución del país. Y en toda la evanescencia de la sobreexposición televisiva y mediática de estas berlusconianas elecciones, muchos riesgos y tantos desgastes todavía lo acechan. Desde un corrimiento exagerado al centro opinativo, táctica que desdibujaría su sentido político ya diferenciado, su otra propuesta de gobierno incluyente y mayoritario, hasta la reticencia para asumir como agenda pública propia la reivindicación de las víctimas de la sangrienta guerra interna, o eludir una toma de posición enfática ante el autoritarismo estatal y militar que avanza de facto, o no tratar el consumo de drogas como un asunto de salud pública antes que penal, entre otras premisas esenciales, y sí, impopulares para un mercado electoral rutinario, conservador, mentalmente controlado, compuesto por consumidores y no por ciudadanos. No abona en su favor, tampoco, afirmar que tuvo razón en el plantón de Reforma, una indudable equivocación.

Nuestras Antígonas II. Este mundo mexicano es masculino pero se sostiene aún en lo femenino. Parecería que de un lado están los actos nihilistas de los varones, su violenta y permanente adolescencia, su insensible conducta instintiva, la crisis terminal y sangrienta de una conciencia surgida hace miles de años, y del otro el país de las mujeres que de verdad lo son, aquellas que no transmiten los contenidos ideológicos de una machificación neurótica, ese doble mensaje de la desfiguración síquica, las diosas de las pequeñas cosas, las que curan, cuidan y alimentan, las que sostienen. Uno debe tener una mujer así y decir de ella: mi morada. Pareciera entonces que signo tras signo va aumentando: la Mujer Dormida debe dar a luz.

La insurrección del planeta. Odio la época, como Balthus, Cioran, Canetti, Martínez Torres y tantos otros. Aunque también la amo. Resulta tan esperanzador como dramático contemplar de pronto que lo humano colectivo, democrático, horizontal y rotundamente opuesto al mundo como está diseñado —aquello fundado en siglos de crítica, de oposición política, intelectual y estética a la modernidad materialista— se expanda como una marea planetaria entre masas de indignados y ocupantes, de manifestantes reprimidos y muertos, de tiranos derrocados e insurgentes victoriosos. Las redes sociales y los mensajes de texto de los teléfonos celulares han sido la herramienta inédita de este fenómeno de movilización global contra las tiranías árabes y el capitalismo financiero neoliberal, contra sus patologías morales y sus apocalípticas atrocidades. Por ahora se está en la etapa de saber lo que no se quiere. No ha llegado aún el momento de saber lo que se quiere. Si ya sucede el cambio de paradigma, vendrán sus expresiones sociopolíticas. Mientras tanto, hemos entrado a una zona histórica desconocida.

Fin de mundo. Nos rodeará la escatología y su fecha maya: 21 de diciembre de 2012. Muchos dirán que son pendejadas esotéricas; otros lo ignorarán; unos cuantos viajarán a ciertos lugares especiales esperando el día; algunos más construirán instalaciones de sobrevivencia allí donde están. Muy pocos aceptarán en su fuero interno el plazo y harán una nueva apuesta pascaliana, que podría llamarse migración interior: para ese momento inminente deben llegar con la mente serenada, habiendo cumplido una veloz calcinación de irritantes síquicos, habiendo saldado el presente del pasado. Si no sobreviene el final, se habrán beneficiado; si éste ocurre, también.

El balance. Al fin, uno está hecho de sus acciones, pero a la vez, y quizá en mayor medida, de lo que se abstuvo de hacer. Lo siguiente representa el programa, los lineamientos, la intencionalidad. Programa: borrar la imagen de sí mismo. Lineamientos: abundar en la primera regla de la salud nietzscheana, o sea, curarse del resentimiento. Intencionalidad: hacer bien lo que se hace todos los días, cuando el yoga más difícil es el de los detalles. Por lo demás, no hay mucho. Salvo, acaso, confiar en la sabiduría de la incertidumbre: podemos anticipar la órbita de un cuerpo celeste pero no nuestra circunstancia dentro de cinco minutos. Definiciones abundan: la tranquilidad plena se produce cuando incondicionalmente nos entregamos a lo que es inevitable. Cuando aceptamos que todo es impermanente y que a menudo la vida es una obra de teatro contada por un idiota donde interpretamos un papel que no hemos elegido y el cual escasamente comprendemos.

Cerrando el año. Pascal habló del realismo trágico, dijo que el ser humano era una mezcla bizarra de grandeza admirable y torva miseria. Lo llamó una paradoja lógica, un monstruo incomprensible incluso para sí mismo. Se trata entonces de una elección: la claridad interior que desagrega o la oscuridad subjetiva que acumula. La levedad de la persona o la pesada armadura del carácter. Los actos gratuitos liberadores o el cálculo instrumental esclavizante. Autoayuda, de la mejor calidad. Sed una lámpara para vosotros mismos, dijo el Buda antes de morir.

Fernando Solana Olivares.