Friday, July 27, 2012

CUANTO DURE EL TIEMPO / I.

“Lo que necesitan los radicales en este momento ---escribió Thomas de Zengotita en 2003--- no es acción sino teoría”. Con dicha cita prácticamente finaliza un libro lúcidamente perturbador y existencialmente necesario de Morris Berman, Edad oscura americana. La fase final del imperio (Sexto Piso, México, 2007), el cual completa la profunda y documentada indagación ensayística hecha por este autor sobre las causas y los efectos de la crisis terminal del imperio global estadounidense y de su hegemonía política, económica y mental planetarias, iniciada en un volumen anterior tan indispensable como éste para comprender el “colapso extrañamente energético”, la sombría condición de la tardomodernidad: El crepúsculo de la cultura americana (Sexto Piso, México, 2002). Ser radical, afirma Berman, es buscar otra cosa, otra perspectiva diferente al mundo actual, una vida auténtica, aun cuando no se sepa bien a bien todavía de qué estará compuesta. “Mi creencia personal es que no hay forma de mantener la edad oscura a raya; todas las pruebas apuntan a esa dirección”, reconoce. Confía sin embargo en el esfuerzo personal, así sea minoritario, como único recurso para librarse interiormente de la enajenación de la Mente Colectiva patrocinada por la cultura de las corporaciones transnacionales y las nuevas tecnologías, del McWorld impuesto a escala global como un “totalitarismo por default”, para renunciar a la religión mundial del consumo y la adoración del dinero, su única deidad. “Entonces lo que se necesita es estudio y pensamiento a largo plazo, en un esfuerzo por concebir alguna alternativa seria […], proyectos para una época mejor, quizá, y en algún otro sitio.” La circunstancia que define ese esfuerzo personal posmoderno sugerido por Berman, tan modesto como abarcante, tan individual como propio de la memoria común, puede encontrarse en un fragmento del erudito judío Gershom Scholem (empleado como epígrafe del entrañable y cuasi canónico libro de José María Pérez Gay, El imperio perdido): “Cuando Baalschem tenía que enfrentar una tarea difícil, una obra secreta en beneficio de los hombres, se daba cita en un rincón del bosque, encendía el fuego, se concentraba en la meditación, decía las oraciones y todo se cumplía. Una generación después el Magidd de Meseritz quiso hacer lo mismo y fue al rincón del bosque. ‘No podemos encender el fuego ---dijo--- pero diremos las oraciones’, y su voluntad se cumplió sin contratiempos. A la siguiente generación, el rabino Moshé Leib de Sassov llegó al rincón del bosque y anunció: ‘No podemos encender el fuego y hemos olvidado las oraciones, pero conocemos este rincón y será suficiente’. Y en efecto fue más que suficiente. Ya en la última generación, Israel de Rischin se sentó una tarde en la silla dorada de su castillo y reconoció: ‘No podemos encender el fuego, ni decir las oraciones, ni llegar al rincón del bosque; pero podemos contar la historia’. Y su historia tuvo el mismo efecto milagroso que los tres rituales anteriores.” Contar la historia, elaborar una narrativa propia que explique al individuo en un contexto común, mismo que no ocurre como fatalidad natural del proceso social sino como imposición de un pensamiento diseñado por el poder económico y sus subordinaciones políticas, significa en términos de Berman acudir a las verdaderas fuentes de aquella vitalidad humana provenientes de la tradición ilustrada: sano escepticismo, creatividad individual y elección libre. Entre las múltiples referencias que este pensador, matemático de origen y luego doctor en filosofía, utiliza para demostrar cómo “la cultura corporativa consumista es el equivalente a una especie de ataque nuclear sobre la mente”, sobresale una novela de anticipación escrita por Ira Levin en 1970, This Perfect Day. Retrato de una sociedad futurista dominada por la ingeniería social de una pequeña élite tecnológica que mediante drogas de reprogramación psiquiátrica ha convertido a la mayoría de la población en satisfechos robots descerebrados, el protagonista de la novela logra despertar del control impuesto, enfrentar a sus detentadores y obtener una felicidad satisfactoria y verdadera, incluso si ella resulta triste: “Conocer la verdad”. La dinámica de colapso es una realidad civilizacional. Queda entonces por revisarse la reestructuración posible de esta “atmósfera de Coliseo” contemporánea donde el entretenimiento y la indiferencia han reemplazado a los valores humanos. Queda conocer la verdad. Fernando Solana Olivares.

Sunday, July 22, 2012

EXTREMOS, POLARIDADES.

¿Quién tiene razón y dice la verdad en el intenso litigio electoral? ¿El PRI y su candidato presidencial que afirman no haber comprado un solo voto, no haber rebasado los topes de campaña, no haber contado con un teatro mediático-encuestológico para construir e implantar su triunfo? ¿La izquierda y López Obrador quienes sostienen lo contrario, que la elección fue literalmente un mierdero? ¿Los comentaristas de la sensatez o la fatalidad o el cinismo que exigen la deposición de las impugnaciones y la aceptación del resultado? ¿Los estudiantes del #Yosoy132 que están en movimiento contra lo que definen como imposición? ¿Las corrientes radicales que proponen evitar la toma de posesión presidencial de Peña Nieto? ¿La narrativa televisiva orwelliana de la distracción banal y el conformismo colectivo y la estupidización irremediable? ¿El miedo auténtico y/o artificial de tantos a los vientos del odio y la polarización social achacados a López Obrador? ¿El pragmatismo interesado del perdidoso panismo oportunista? ¿La parcialidad ostensible del magistrado electoral que antes de recibir los recursos de inconformidad previstos por la ley anuncia su sentencia? ¿El doble mensaje presidencial de saludar al recién ungido con premura innecesaria y al día siguiente sugerir graves irregularidades electorales? ¿Los atildados consejeros electorales que racionalizan a posteriori su no ejercida autoridad legal? ¿Los poderes fácticos del segundo Estado mafioso que no existe aunque sí exista? ¿La insurrección del resentimiento popular destructivo que escandaliza a los bienpensantes? ¿Las finísimas personas morales de Monex o Soriana incapaces de cualquier trapacería que multiplique su adicción a las ganancias monetarias? ¿La tristeza paralizante de quienes perdieron? ¿La embriagada soberbia de los que ganaron? ¿La condición positiva de “animal político” sagaz atribuida por sus panegiristas a Peña Nieto? ¿La evidente limitación intelectual y cognitiva de su pobre discurso artificialmente aprendido? ¿El “cambio responsable” de un priísmo compuesto por añejos líderes sindicales corruptos y malolientes fosas a perpetuidad de la política, tan envejecidos como la profunda degradación nacional? Todo conocimiento de algo, explica Edgar Morin, actúa mediante la selección de datos significativos y el rechazo de los no significativos; separa (distingue o desarticula) dichos datos y los une (asocia e identifica); jerarquiza aquellos que considera principales y secundarios y centraliza los que cree esenciales en función de un núcleo de nociones maestras. Pero estas operaciones que utilizan la lógica para realizarse son paradójicamente determinadas, decididas y conducidas por principios supralógicos, por paradigmas previos al acto mismo de conocer, por principios ideológicos ocultos “que gobiernan nuestra visión de las cosas y del mundo sin que tengamos conciencia de ello”. Dicho más sencillamente: conocemos lo que ya conocemos, conocemos solamente lo que podemos conocer. En tal medida es verdadera la certidumbre filosófica moderna (marxista, existencialista) que establece el predominio de la experiencia específica de la persona en la construcción de la conciencia con la cual percibe el mundo y determina lo cierto o lo falso, lo bueno y lo malo. Así, una madre verá solamente hijos, un vendedor clientes potenciales, un priísta triunfos inobjetables, un izquierdista fraudes consuetudinarios, un conservador peligros para su estatus, un opinador razones utilitarias al opinar. A fin de cuentas, el lenguaje popular contiene sabiduría: todo depende del cristal con el que se mira. Sin embargo, entre los extremos y las polaridades que hoy determinan el crispamiento político existente, mera antesala de tiempos impredecibles, existen realidades objetivas cuya verdad no depende de la interpretación que cada cual le pueda otorgar. “Todos mienten”, diría el clásico nihilista Dr. House. Excepto los antiguos, a quienes debe acudirse cuando se busca la originalidad. Un texto hindú milenario, el Vishnú Purana, afirma que al predominar el egoísmo, “cuando la sociedad llega a un estado en el que la propiedad confiere categoría, la riqueza se convierte en única fuente de virtud, […] la falsedad en fuente de éxito, el sexo en único medio de placer, cuando los adornos exteriores se confunden con la verdad interior”, entonces el mundo ha entrado en su etapa cíclica final, la edad de hierro, el Kali Yuga actual. ¿Esoteria? ¿Lírica irracionalista? Ya se verá. Fernando Solana Olivarea.

Friday, July 13, 2012

BRADBURY Y EL ZEN.

No todo es política electoral fraudulenta, por fortuna. Y ante el ominoso y corrupto dilema de la oligárquica restauración orwelliano-priísta que nuestro envilecido país comienza a vivir apenas, siempre quedan alternativas. El exilio interior es una de ellas. El pensamiento auténtico ---no el recibido, no el que nos piensa, no el que se cree que se piensa--- es otra. La creatividad es una tercera. Ray Bradbury publicó en 1973 un ensayo de título poco común para su indeleble obra literaria: “Zen en el arte de escribir”. Después de encontrarse con un singular libro testimonial de Eugen Herrigel, catedrático alemán que residió en Japón, Zen en el arte del tiro con arco (Kier, Buenos Aires, 1972), Bradbury, quien no sabía nada del budismo Zen hasta entonces, pormenorizó sus propios procedimientos técnicos, muy similares a los descritos por Herrigel, en un texto dirigido a todos aquellos interesados en el arte de las palabras, en la pasión insomne de la literatura y aun en el viaje de la vida, “la mitad terror, la mitad júbilo”, como diría. El Zen es “la conciencia cotidiana”, según la legendaria definición del maestro Baso Matsu hecha hace más de 1200 años: “dormir cuando se tiene sueño; comer cuando se tiene hambre”. Y ciertas artes adyacentes como el tiro con arco, la esgrima, los arreglos florales, la ceremonia del té, la danza o la pintura conducen al encuentro del estado de “no-conciencia” discursiva o satori ---una especie de intuición o sabiduría trascendental que capta simultáneamente la totalidad e individualidad de todas las cosas--- explorado por esa variante del budismo que desde China llegó a Japón dos milenios atrás. El Zen, en suma, es la superación del dualismo cognitivo, y su precepto central pide al practicante “buscar en la propia naturaleza”, en la mente de todos los días aquella budeidad o iluminación que puede encontrarse en una flor, una roca, un grito, un junco que flota, una sandalia solitaria. Daisetz T. Suzuki, el gran divulgador del Zen en Occidente, advierte que satori significa, en términos psicológicos, “hallarse más allá de los límites del yo”; en cuanto al tiro con arco supone que el arquero y el blanco dejan de ser dos objetos opuestos y se funden en una realidad única, como lo acredita Herrigel en el apasionante testimonio que conmovió a Bradbury. Así, el autor de Farenheit 451 ---parábola profética donde se anticipa, incluso, la enajenante hegemonía televisiva nacional--- recuerda en el prefacio del libro que contiene el ensayo mencionado sobre el Zen y la escritura aquella anécdota del pianista quien dijo “que si no practicaba un día, lo advertiría él; si no practicaba durante dos, lo advertirían los críticos, y que al cabo de tres días se percataría la audiencia”. De ahí que su primera palabra determinante, síntesis del método creativo seguido por él, sea “Trabajo”, en seguida “Relajación” y después “¡No pensar!” El trabajo es la llave maestra del proceso escritural. No solamente porque se aprende a escribir escribiendo, dado que la escritura misma enseña a hacerlo, sino porque para Bradbury el único fracaso consiste en rendirse, detenerse en medio del transcurso móvil de toda creatividad: “Se ha hecho el trabajo. Si está bien, uno aprende. Si está mal, aprende todavía más. […] No trabajar es apagarse, endurecerse, ponerse nervioso; no trabajar daña el proceso creativo”. La tensión, actitud opuesta a la relajación, segunda clave esencial, “nace de ignorar o de haber rendido la voluntad de saber. El trabajo, porque da experiencia, se convierte en nueva confianza y finalmente en relajación”. Bradbury alude a una relajación dinámica, en movimiento, “cuando el artista no necesita decir a sus dedos lo que tienen que hacer”. El ritmo natural del arte mediante una espontaneidad que el Zen llama “accidente controlado”: una disciplina espontánea, una espontaneidad disciplinada. El no pensar, tercera viga maestra del edificio creativo, se entiende como la ausencia de artificio: “llegará el día ---escribe Bradbury--- en que sus personajes les escribirán los cuentos”. Citando a Schiller, el autor resume este alcance como el retiro estético de “los guardianes de las puertas de la inteligencia”, o la sabiduría del escritor que conoce su inconsciente. Al final, el método de Bradbury propone un sinónimo para el concepto de trabajo: amor. Alfonso Reyes aconsejaba lo mismo: amar la propia literatura. Tan simple, tan complejo, tan real. Fernando Solana Olivares.

Friday, July 06, 2012

LA RESTAURACIÓN TRISTE.

Las entidades no se deben multiplicar más allá de lo necesario, establece el principio analítico conocido como la Navaja de Occam: atenerse a un sentido de frugalidad reflexiva y evitar la abundancia de razones y demostraciones dentro de una construcción lógica. En otras palabras, rasurar todo lo superfluo para preferir la hipótesis de explicación más sencilla, la cual muy a menudo es la correcta. Aplicando tal principio a las elecciones del 1 de julio puede afirmarse que quien ganó con la elección de Peña Nieto, “El señor telenovela”, como lo llama el semanario político Der Spiegel, no fue el país ni su incipiente democracia sino la hegemonía ideológica de la televisión y los intereses oligárquicos que representa. En una nación donde más del 80 % de sus integrantes se informa políticamente a través de ese medio, es posible, según escribe el corresponsal de la publicación alemana, Klaus Ehringfeld, que “quien cumpla con los atributos externos y tenga los apoyos adecuados, logre incluso ser Presidente, sin tener que poseer dones políticos importantes”. Es posible también que casi diecinueve millones de electores sean indiferentes ante la esperpéntica corrupción priísta e inmunes a las desastrosas gestiones de sus facinerosos gobernadores y otorguen su voto a ese partido. O se lo vendan, como muchos por necesidad lo llegaron a hacer. Que las encuestas sobreestimen metódica y muy anticipadamente a uno de los contendientes y subestimen con la misma regularidad a otro, introduciendo deliberadamente una percepción destinada a volverse realidad. Que los gastos de campaña se rebasen ostensiblemente y que la ley electoral se transgreda sin que la autoridad electoral intervenga debidamente. Que el consenso mediático se fabrique e imponga sin ningún contrapeso crítico. Que la cobertura informativa ---la de la televisión sobre todo--- contenga sesgos subliminales para favorecer al candidato preferido y tratamientos malintencionados para perjudicar al otro, así el tiempo dedicado a los dos resulte equivalente en duración aunque no en contenido. Que la guerra sucia sea la norma publicitaria y que la calumnia política se convierta en una verdad social establecida. Que los pactos de civilidad obliguen a acatar resultados electorales obtenidos a partir de la inequidad. Ya advertía Santayana que quien no conoce su pasado está condenado a repetirlo. El país repetirá la condena de un pasado priísta que antes que desconocer ha olvidado debido a la amnesia política colectiva inducida principalmente por la televisión. Y desde luego, cabe con precisión el término masoquista empleado por López Obrador para definir a una minoritaria pero suficiente mayoría del 38.15 % de los votantes que eligieron ---convencidos, manipulados o comprados con dineros públicos y/o recursos inconfesables--- a un gobierno priísta cuyos antidemocráticos resultados negativos, autoritarios y empobrecedores están a la vista histórica del país entero, aunque no delante de su razón crítica. Tenaz resistencia, prolongada sagacidad. Estos atributos clásicos de la acción política continúan siendo necesarios, quizá ahora más que antes, en la tarea de modificar una psique política nacional incapaz de sacudirse de encima los lugares comunes y el pensamiento recibido desde la videoesfera, incapaz también de identificar y discernir las narrativas oligárquicas acerca de lo real, de lo verdaderamente conveniente al interés público. “¿Éramos tan estúpidos antes de que apareciera la televisión?”, se pregunta un personaje novelístico de Don DeLillo. La respuesta, en nuestro caso, representa todo un proyecto de curación colectiva que implique la democratización urgente de los medios masivos de comunicación y la resistencia intelectual, existencial incluso, ante el mundo orwelliano de la enajenación distractora, la explotación económica y el control político. “Buenos días, tristeza”, dijimos millones de mexicanos el lunes 2 de julio, parafraseando a Francoise Sagan, cuando constatamos que una vez más el país siguió el guión electoral impuesto por las oligarquías y se mostró incapaz de actuar con la imaginación suficiente para otorgarse a sí mismo otra perspectiva política, otra posibilidad ante la fatalidad histórica que se cumple una y otra vez. Sin embargo, esta amarga restauración priísta encarnada en el artificio vacuo y en la corrupción orgánica contiene, también, certezas. La irrupción inesperada de la conciencia juvenil es una de ellas. Y el monstruo mediático en evidencia. Fernando Solana Olivares.