Friday, February 29, 2008

UN MODELO POSIBLE

El mundo humano se está acabando. Cuando menos el actual. El hombre confía en lo que la tradición afirma a través de Guénon: el fin de un mundo sólo es el fin de una ilusión. A partir de entonces comienza a interesarle más lo pequeño y su atención se desplaza a recolectar otro tipo de conocimientos: que la tierra mejora si se va mezclando con cenizas del fogón, por decir algo, o que un restaurador del único museo en todo Afganistán cubrió los lienzos secretamente con capas de pintura a lo largo de meses para protegerlos de la devastación talibán.
Actos gratuitos o conocimientos pequeños que suelen interesarle a quien lee a Albert Camus, como lo hace el hombre sobre una banca de hierro bajo un laurel: “Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en las que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben convencer, en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y la opresión”.
La tarea mayor de reconstrucción que agobia a Camus, predecesor desconsolado, sólo puede hacerse ahora en los órdenes de lo pequeño y de lo personal. Se inicia por el propio individuo, quien debe modificar la red de prejuicios que toma por juicios, su no-pensar. La sicodelia occidental contemporánea, a fin de cuentas residuo de las ascendencia gnóstica, acertó al predicar la revolución interior. Pero el término induce a engaño porque la trasmutación se inicia con un cambio de perspectiva tan sutil que en ocasiones pasa inadvertido: consiste en cierta quietud desusada en medio del vértigo externo, en un silencio cortés al no querer ganar una discusión, en una aceptación cómoda del momento incómodo.
¿Cuánto practica el hombre lo que aconseja? ¿Cuánto no se obstina y coincide con la necesidad? ¿Cuánto acepta lo que le ocurre sin compadecerse a sí mismo, sin compararse con el destino de los otros, sin interferir en lo bueno o lo malo de ellos, resolviendo los problemas reales del momento y no los imaginarios? El control, la frugalidad, la disciplina, el refrenamiento, la previsión y la acción: la impecabilidad de hacer lo que deba hacerse en cualquier circunstancia, ese “boleto de salida del sitio de la preocupación”, según escribe Castaneda, quien toma el concepto y su verdad objetiva del Bhagavad Gita: “Nuestra preocupación es sólo el cumplimiento del deseo, no los frutos de la acción. Desecha todo deseo y temor por los frutos y cumple con tu deber”, dice Shiva a Arjuna en el texto canónico.
El hombre sabe que pensadores irrefutables argumentan que el capitalismo por fin ha fabricado el tipo de individuo que le corresponde: permanentemente distraído, saltando de un placer efímero a otro, sin memoria reminiscente ni proyecto de vida, programado para responder a todas las solicitaciones de una maquinaria económica que devasta al planeta y a sus poblaciones para producir espejismos llamados mercancías. Que la avidez, la frustración y el conformismo son condiciones generalizadas porque las sociedades se hunden en las privatizaciones y han cedido el dominio de lo público a las oligarquías económicas, burocráticas, finacieras. Que la riqueza capitalista se levanta sobre la destrucción de los recursos de la biósfera acumulados durante tres mil millones de años. Que el colapso es más que una negativa posibilidad.
Siguiendo la línea crítica de su cultura, el hombre conviene que el remedio a este proceso patológico podría ser aplicado por la colectividad humana democrática si se aboliera el monstruoso papel de la economía como fin en sí misma y se le considerara solamente como lo que es: un mero medio para la vida común. Pero el hombre no cree que esta transformación estructural sobrevenga más que a través de la catástrofe, por eso piensa que la frugalidad es una condición para encontrarse con el futuro, no con lo prevaleciente ahora sino con lo que podría y debería ser. Atención y concentración le parecen sinónimos activos de tal frugalidad.
Todo tiempo inhóspito es protector, aun cuando las masas deambulan sin rumbo fijo, ahítas de vacío. Esos tiempos permiten simplificar y ponerse a salvo desde el propio interior de cada cual. Y percibir extasiado los gajos de sol que alfombran el rumbo delante de sus ojos como una dicotomía simbólica, como un guiño superior. Mientras camina, el hombre recapitula su vida. No lo que hubo en ella, sino lo que habrá. Va pensando en el procedimiento taoísta que leyó en Zhuangzi, un modelo de lo posible: “Quietud, pasividad, pobreza, la sustancia del método, el secreto de nuestros poderes. El sabio reposa, porque reposa está en paz, su paz es serenidad. Al pacífico y sereno no lo asaltan ni dañan alegría o tristeza. Intacto, entero, unido a sí mismo y a su ser interior, es invencible”.
El hombre atento y concentrado se sabe ileso en el tiempo e invulnerable en el espacio mientras el sol va poniéndose en el cielo y la luna surge victoriosa. Decide entonces habilitar para sí cuatro cambios de conducta que llama sus ejercicios espirituales. Sufrir la injusticia pero erradicarla todo lo posible. Adaptarse a las condiciones pero intentar su mejoría. No esperar nada pero confiar en todo. Seguir el camino pero sin creencia sectaria alguna. Luego su mente queda en silencio y él sólo escucha los mansos, discretos latidos de su corazón.

Fernando Solana Olivares

Friday, February 22, 2008

SANTO Y SEÑA: REALIZACIÓN

Las palabras son el santo y seña del espíritu. Concretan el mundo y lo construyen: lo aterran. Las palabras son la substancia operativa que permite la manifestación de lo existente. No sólo porque en aquel dictum memorable se enseña que la casa del ser es el lenguaje, sino porque el lenguaje, este bosque hecho de palabras, convoca la realidad e invoca la transmutación de esa realidad. Muchas doctrinas y preceptivas han desaparecido entre nosotros, pero no aquellas que rigen y determinan la creación mediante el lenguaje. La causa de esta permanencia transhistórica proviene del origen mismo de las palabras, cuya esencia está en la germinación del universo. “En el principio fue el Verbo”, establece el libro fundacional de nuestra era judeocristiana, en el cual la divinidad crea el mundo nombrándolo, designándolo a través de las palabras. Los Upanishadas, textos devocionales de la tradición hindú, garantizan que quien medite en el sonido de un fonema sagrado llegará a saberlo todo, porque en dicho fonema está todo. El primer contacto de un ser humano con el mundo es la voz de la madre que se escucha desde el vientre, y el último contacto con el mundo es a través del oído, percepción terminal del agonizante. Las palabras son las marcas del espíritu.
Entonces los poetas, artífices de las palabras, son los emisarios o los amanuenses ---en expresión borgiana--- del espíritu. Así todavía: son los kavi, los poetas-videntes que concitan el surgimiento de los símbolos bajo la forma de imágenes y de sonidos. No habría mundo sin ellos, pues acaso el mundo es sobre todo la hechura de su empeño, el conjuro de su realización. Vayamos pues a las pautas del poeta. O más en corto, más en limpio: al santo y seña de una poeta que para mi gusto, simple consideración de mi arbitrio, es la poeta tutelar cuya obra ---indisociable de su persona, aunque como toda obra verdadera, al margen canónico de su persona--- me viene acompañando y nutriendo desde treinta años atrás. Pensar es experimentar; conocer es comprender. Y entre los bienes que la vida me ha otorgado cuento con el luminoso, indeleble viático de Pura López Colomé.
De pronto me sale al paso un dilema crítico: ¿celebraría tanto como lo hago la talentosa obra poética, ensayística y divulgativa de esta mujer de letras tan sensible y cultivada, tan rigurosa y persistente, de no quererla con tal abundancia, siendo para mí más hermana que mis propias hermanas, más confidente que mi confidencialidad harto reservada, más presente antes y ahora como una relación afectiva que se lleva en las entrañas? Respondo que sí, pues sus libros despejan cualquier sesgo valorativo que mi querencia dicte interesada. Nadie es más que otro si no hace más que otro: esta regla de oro que Don Quijote enseña a Sancho Panza es la misma que se sigue para enunciar el valor incontrastable de toda literatura. Y con el otorgamiento del Premio Xavier Villaurrutia, o aun sin él, el último volumen poético publicado por Pura, Santo y seña, está inscrito en aquella poderosa genealogía expresiva que se nutre de una función primordial ya mencionada: la poeta-vidente, la kavi cuyos cantos revelan la naturaleza profunda de la realidad, pues la fuerzan ejerciendo su acción lingüística sobre lo que es ---el mundo del devenir, de la apariencia, del tiempo crónico, podría decirse---, para que ello se muestre tal como es mediante su ser esencial: permanente, sustantivo, atemporal.
Una vieja fórmula alquímica demanda que la operación superior de la conciencia se lleve a cabo en dos movimientos casi simultáneos por secuenciales: “Disuelve y coagula”. Otra divisa gremial exige al cantor de imágenes una medida igual de radical y admirativa, que conduce al mismo lugar y ofrece una adquisición equivalente: “¡Bebe tu sangre, poeta!” Sólo con la sustancia de la vida propia, utilizándose a uno mismo, se hace posible producir el poema. Acaso como ocurre en Santo y seña, donde Pura obtiene tal deconstrucción propia bebiendo su sangre vital, su anecdotario lúcido y somático, la vida íntima de su carne lacerada y las floridas batallas de su mente y de su recuerdo, ocurrido todo esto desde ella misma, percibido para ella misma y a la vez vuelto poema sin ella misma, pues así debe ser cuando la poeta sale de sí y logra al fin, un alcance de valor objetivo, escuchar al espíritu interior que le dicta el poema, creyendo digno, como pediría Dante Alighieri, sólo aquello en que se emplea todo el arte.
Cito una de las extraordinarias piezas líricas de Santo y seña, “Diálogo de las cenizas”, abierto el libro al azar prácticamente, pues para sobrevivir ---función de la poesía austera, directa, no sentimental--- a este lado del enigma, según escribe la autora, podría elegirse cualquiera de ellas: “No como Cicerón/ en su sabia admonición/ a Catilina,/ o como algún sacerdote poeta/ predicando desde su púlpito,/ sino como un muerto/ que enterrará a sus muertos,/ me disuelvo/ en platónico intercambio/ entre lo que atrás quedó/ y lo que hoy se desmorona,/ un mero rezago vital,/ una zanja que se ahonda/ conforme pierde nitidez./ Va uno abandonando el mundo/ ---todavía en el cuerpo---/ ante quien llena formularios,/ autoriza,/ da el sí/ a una permuta/ en cenicienta bagatela”. (...)

El anterior es un fragmento del texto que será leído por su autor mañana sábado 23 de febrero, durante la presentación del libro de Pura López Colomé, Santo y seña (FCE, México, 2007), que tendrá lugar a las 13 hrs. en la Feria del Libro de Minería.

Fernando Solana Olivares

LAS PAUTAS POÉTICAS

Cuenta Ezra Pound, en un libro de preceptiva literaria hoy poco frecuentado, que hubo un tiempo en que el poeta se tendía en el pasto, apoyaba la cabeza contra un árbol y tocaba sus composiciones en un humilde flautín. Mientras tanto César conquistaba el mundo y Craso atesoraba riquezas, las modas seguían su camino y todos dejaban al poeta en paz. Tal vez ahora siga siendo lo mismo, a pesar de que aquella Edad de Oro ya no exista. La realidad se degrada a una velocidad espeluznante, la crisis civilizacional profundiza sus circunstancias, la gente sólo cree en la existencia de lo que percibe y así percibe muy poco, el materialismo planetario de la religión del consumo ahoga cualquier sensibilidad. La fealdad del presente tiene fuerza retroactiva, dijo el vienés Karl Kraus apenas a principios del siglo pasado, y una triple decadencia, advertida por Cyril Conolly también apenas ayer, se enseñorea de nuestros instantes: la decadencia del material, la decadencia del lenguaje, la decadencia del mito unificador, cualquiera que éste pudo haber sido. Por eso un artista, insiste Conolly, debe pensar que escribe sobre agua y modela sobre arena, pero no desesperarse por vivir en una época de decadencia, pues esto último sólo es “un problema técnico más que ha de resolver”.

Quienquiera entonces comprobar que la Edad de Oro todavía existe en aquel campo semántico o lenguaje cargado de sentido a su máxima posibilidad que llamamos poesía, debe leer un libro que acepta todo adjetivo de magnitud —por ejemplo, el de extraordinario— pues los elogios que merece son abundantes y conducen a la exactitud crítica: el Anuario de poesía mexicana 2006 (FCE, México, 2007), cuya selección y prólogo se deben a Pura López Colomé, una de las mejores (mejor es más grande) poetas contemporáneas en lengua española, traductora ejemplar e inusualmente dotada, inteligente y sensible ensayista.

“Me aproximé a esta tarea —escribe Pura en su presentación de la antología, ella misma un poderoso y expresivo poema— con una profunda emoción. La de quien valora estar en este mundo y en este país hoy, considerándolo una gracia plena. Difícilmente habría yo leído toda esta poesía sin el compromiso de reunir sus realizaciones más afortunadas, simplemente porque mis obsesiones literarias me conducen por caminos insospechados que no siempre son los de mi propia casa. Tengo presente ahora como nunca antes que, en serio, todo encuentro casual es una cita. Haber leído a tantos poetas jóvenes —que podían ser mis hijos—, y no hallar en ellos ni la menor huella de sinsabor respecto de las posibilidades y alcances de la palabra en las demarcaciones indemarcables del poema; sentir en su escritura el ‘fino exceso’ de que hablaba Keats, sin pasarse de listos creyéndose dueños de una, también entrecomillada, singularidad; recibir de su poesía, pese a los años luz que nos separan, el don romántico del pensamiento elevado que tan es tal que nos parece casi un recuerdo íntimo; percatarme, sobre todo, de la ferocidad de su lenguaje, su furia, su burla, su hilaridad abriéndose paso codo a codo con el dolor de un mundo nada grato; sentir a todo volumen su exuberancia, fuerza, pasión intelectual, y notar que no pierden, por la seriedad de sus temas, ni un ápice de frescura; todo esto y tanto más me hizo estallar de orgullo y felicidad, y hallar, asimismo, a muchos eternos jovencitos en colegas de mi generación, cuyo módulo expresivo se refresca por la cercanía de quienes tienen muchos años menos (...)”.

Toda pauta depura. Y este acto de amor poético que nos ofrece una poeta, cuya voz se multiplica entre las voces de una nómina opulenta, enseña —muy alto es su magisterio— que nos ocupamos de lo inútil y nos perdemos de lo esencial. La poesía es inútil, por eso es esencial. Sería injusto decir que este volumen condensatorio se compone de tantos más cuantos poetas; mejor nombrarlos como ahí aparecen para que su patronímico guíe a quien anhele consolarse de esta vida gracias a su lectura, función de la poesía definida por Luis Cernuda que Pura reitera en su elocuente puerta de introducción. Pero son 92 —seleccionados entre revistas literarias que publicaron sus versos durante 2006— y su lista rebasaría los caracteres asignados a esta columna. Sirva entonces como disculpa con el casi centenar de notables autores aquella frase del viejo Pound donde afirmó que es de enorme importancia que se escriba gran poesía, pero que no importa en absoluto quién la escriba. Supongo que cualquier poeta íntegro suscribirá la disolvente afirmación.

Hasta ayer desconfiaba de los premios literarios por dos razones: porque nunca me los han dado y a como voy —a como escribo— es un hecho que nunca me los darán; porque abundan los premios editorialmente comerciales cuyos obras galardonadas se caen de las manos desde la primera vez que se leen. Ahora sí confío en algunos de ellos, pues a Pura López Colomé le han otorgado, mucho más que merecidamente, el premio Xavier Villaurrutia, debido a su invicto libro de poesía Santo y seña (FCE, México, 2007), icástica palabra mayor. Al dárselo a Pura también a mí me lo han dado, pues cada vez que leo sus cantos éstos me poseen como si fueran míos; así ella misma diría de su generosa y feliz antología: se vuelven propios, son tan múltiples y universales, tan conmovedoramente humanos y claros, tan austeros y estremecedores, tan bien escritos, tan santo y seña poéticos, que no importa quién.

Fernando Solana Olivares

Saturday, February 09, 2008

MIÉRCOLES DE CENIZA

El hombre leyó de nuevo su propia vida como si le resultara ejemplar. No fue aquella sino una acción metafórica. El eje analítico de la lectura era: nadie le hace nada a nadie. En el tiempo congelado del recuerdo sensible volvió a verse vivir en la tarde de duermevela y llevó su memoria a recordar lo ocurrido en la mañana de ese día bajo el sol, al abrigo de la sombra, en medio de corpúsculos etéreos, incandescentes, que llenaban la plaza del atrio de la iglesia hasta donde caminó tomado de la mano de ella. Nunca su dulzura había sido tanta, nunca su boca tan anhelante, nunca su mirada tan líquida. La causa era el hombre con quien hablaba. Y el niño, en un día de evidencias fulminantes, supo que su madre estaba enamorada de un extraño. Durante la siesta dictó, en nombre del clan, la irreparable sentencia: sustraída, dijo, ni siquiera expulsada, rindiéndose tal en la primera batalla amorosa de esa guerra pánica que haría morir al padre de despecho, huir a la madre con el amado y dispersarse a los hijos como al viento las hojas.
Hubiera preferido no castigarla entonces, porque gran parte de sus dificultades existenciales con los otros, de su personalidad reafirmante y egocéntrica, de su desdicha en el mundo, eran causadas por esa precoz mutilación emocional. Neurosis de destino: su abuelo, su padre, él. Y antes, los ancestros de una genealogía masculina falta de amor. Comprendió más tarde que prefería amar a ser amado: comprendió. La mente crítica y discursiva con su versión inalterable de aquella gramática humana cedió paso a una mente comprensiva que entendió de otro modo la versión de las cosas en el teatro de su dramatización. Se reconcilió con la amante sorprendida, muerta treinta años después que el padre, y como el héroe Perseo, cargó la cabeza de su madre Medusa y acomodó su recuerdo sobre una cama de ramitas que se volvieron coral. Así comprobó en sí mismo la sentencia del evangelio apócrifo: hay luz en el interior de un hombre de luz. Más una verdad metodológica: lo que saques que esté dentro de ti te salvará, lo que no saques que esté dentro de ti te destruirá.
El inhóspito pasado y su dolor fueron vistos por el hombre con resignación, re-signación, re-asignación. Diría el alquimista chino Ko Hung que los adeptos deben “limpiar el oscuro espejo de la mente, mantener una perspectiva femenina y abrazar la unidad”. El hombre llevaba años de realizar diariamente esas labores de bruñido del espejo, antes aún de conocer las recomendaciones del arte taoísta del amarillo y el blanco. El ejercicio meditacional significaba mantener una perspectiva femenina de desagregación, inmovilidad y silencio, que por su naturaleza conducía al encuentro con la unidad. La repetición diaria maceraba gradualmente los irritantes psíquicos de su presente del pasado emocional. Gracias a ello ahora podía ver delante de sí el tiempo memorable de lo que llamaba su vida y transmutar libremente su interpretación. Entonces los síntomas subjetivos perdían consistencia en medio del cambio estructural de su persona: ya no era quien había sido, aunque todavía no fuera quien iba a ser.
¿Cómo había llegado a ese punto? Karma, explicaría el pensamiento oriental, argumentando que los hechos existenciales del pasado edificaban el presente, y que el contacto del hombre con la meditación y las doctrinas que la utilizaban era la concurrencia de algo antes conocido. Dentro del orden de posibilidades donde toda casualidad es un apalabramiento dicha razón resultaba verdadera, pero no determinaba el modo en que ese contacto se había producido. Resonancias o accidentes, sus hábitos de lector ---iniciados temprano y llenos de vínculos con su madre, quien le enseñara a leer forzada por la curiosidad exigente e insaciable: ¿qué dice ahí?--- lo condujeron en breve plazo a textos todavía abtrusos para él: una antología Zen de Susuki, una bitácora del viaje al Tíbet de Alexandra David-Neél, referencias sesgadas de Yourcenar sobre Julius Evola y el Oriente, libros exaltados de budiatras y budólogos de la contracultura, porque un libro siempre lleva a otro y un autor conduce a otro autor.
Como un cuerpo hecho de fragmentos, el hombre fue elaborando su autodidactismo espiritual. “El viaje que había realizado estaba sólo dentro de mí mismo, y era hacia mi propio interior hacia donde había sido guiado”. Sin frecuentar a Ibn Arabi, poeta sufí del siglo doce, podía acaso intuir constancias como ésa, pero hasta que no lo leyó, años después de meditar, comprendió la parte siguiente de la experiencia: “por ello sabía que era un sirviente en un estado de pureza, sin el menor rastro de soberanía”. Inspirando y expirando, sentado inmóvil sobre un cojín, atento al pensamiento y concentrado en el cuerpo, el ego del hombre declinaba sus más evidentes resistencias, cedía su soberanía imaginaria, calcinaba sus impurezas y servía en silencio durante el acto mismo de su disolvencia y coagulación, cuando se limpiaba el oscuro espejo de la mente como si en ese lapso poseyera los atributos de un dios.
Y una fortaleza acrecentada por la perspectiva femenina del empeño ---su necesaria reconciliación materna podría estar condensada así--- se acumuló gradualmente para ofrecerle atisbar el único milagro que verdaderamente existía: el cambio de actitud.
Aquel día medúsico de su amor filial quebrado había sido Miércoles de Ceniza. Antier, cuando la fecha cíclica volvió a tiznar su frente inclinada, el hombre supo que esa memoria dolida ya era polvo disuelto y coagulado y que en polvo liberador del nombre, donde está la culpa imaginaria, por fin se convertirá.

Fernando Solana Olivares

Saturday, February 02, 2008

DÍAS (DEL) DESASOSIEGO

Diré autores, diré sentencias, diré lecturas. No poseo nada más que eso. Por mucho tiempo me torturó la idea de la originalidad. Ahora, cuando mis días se acercan sin remedio a sus últimos atardeceres, concluyo que la “célebre observación” de Alexander Pope ---leída en alguien que la leyó en otro que la tomó de Steiner--- no sólo resulta exacta sino además inevitable: es la forma verbal y no el contenido la que produce una impresión de novedad. Así que el texto bíblico también es cierto, no hay nada nuevo bajo el sol. Las palabras son las mismas, las circunstancias igual. Quizá a veces cambia el sentimiento, y entonces hay días que somos tan tristes como las hojas secas de cualquier matorral.
Soy de aquellos a quienes persistentemente les duele la cabeza. No tanto por sostener malos hábitos orgánicos, porque en la vida se aprende más o menos pronto que dicha dolencia es multifactorial: desde el jugo de naranja hasta el chocolate amargo, desde un vino corriente hasta una champaña fina la pueden desatar. Entonces uno va privándose de tales sustancias, ya que a fin de cuentas la inteligencia es el arte de la abstención y nada crispa tanto como el dolor craneal. Pero puede vivirse como asceta o comportarse como un santo y de todos modos la cabeza reverbera a la menor provocación.
Toda enfermedad es una metáfora y vivimos tiempos que colapsan la mente. Por ejemplo, la lectura del exitoso y banal columnista que ha hecho un pingüe negocio celebrando la puerilidad. Encuentros tóxicos, que no nutricios, para cualquier red neuronal mínimamente sensible desde estos plazos amargos que llamamos posmodernidad, cuando las cosas, para ponerlo en áspero mexicano, parecen irse chingando cada vez más. Así los eternos optimistas, políticamente correctos y sagazmente colocados, prediquen que el éxito nada más consiste en ese esfuerzo que tecnocráticamente llaman “competitividad”.
Pues bien, hay días que somos tan densos que las palabras del maestre de Santiago acuden raudas a ocupar nuestra razón, y clamamos, casi jubilosos: ¡despéñate, torrente de la inutilidad! ¿Qué el agro mexicano y sus campesinos sobrevivirán a la última barrera recién abierta para el maíz, el azúcar, la leche en polvo y el frijol? Cómo no: díganselo a los miles de campesinos premodernos que ordeñan unas cuantas vacas y no logran vender su leche a precios de mercado global, pues tanto la iniciativa privada como Liconsa regatean, usureros y despiadados, lo que pagarán por ella, siempre por debajo del costo de los forrajes, para citar uno de los insumos que en el agónico campo sube sin parar. Sería mejor, para efectos de claridad entre las partes, que nuestras oligarquías capitalistas y burocráticas declararan lo que en la práctica han determinado genocidamente hace más de tres sexenios atrás: que dicha población es totalmente prescindible para los proyectos de México, S.A.
¿Que hay que estimular el mercado interno, según plutócratas como Carlos Slim, “dueño” de las comunicaciones telefónicas? Cómo no: acaso reducirá los desmesurados precios nacionales de sus malos pero monopólicos servicios. ¿Que hay que detonar la construcción en todo el país para afrontar la crisis del crepuscular imperio estadounidense? Cómo no: sin duda el gobierno forzará a Cemex para que el bulto de cemento vendido aquí no sea el más caro del mundo. ¿Que la economía mexicana está blindada ante la debacle económica circulante? Cómo no: seguramente el Banco de México dejará ya de acumular reservas en miles de millones de dólares pues esa moneda va desplomándose como divisa mundial.
El etcétera de los mierdosos esperpentos nacionales a citarse puede ser tan largo como la terca migraña (del griego eemikranía: en medio del cráneo) sufrida por aquellos de los que formo parte y para los cuales la conciencia relativa conduce al dolor. Relativa, porque poniéndose uno serio, al cabo se concluye que todo esto pasará, que la vida es un cuento narrado por un idiota, una burbuja a desvanecerse en el espacio infinito, el sueño contingente de una tribulación parcial. Entonces la conciencia objetiva nos advierte que cualquier analgésico significa un mero pacto fáustico cuyo diferido cobro mefistofélico será idéntico a las promociones del dinero virtual: goce ahora y jódase después.
Ahora recuerdo que tuve un hermano loco mucho más juicioso que cualquier gente sensata a mi alrededor. “Al pie del cañón” fue su divisa, y hasta el final de sus días en ella se ocupó. Mis sentimentales parientes siempre sufrieron porque según ellos él mucho sufrió. Pero en la última amanecida que le fue deparada, cuando cerca de las tres de la tarde falleció, su cabello se irguió electrizado para dejar salir su alma por ahí precisamente, por el centro del cráneo, una forma de muerte que, como se sabe, siempre es superior.
Diré sentencias, entonces. Diré paciencias también. Si nuestro país se está yendo al carajo, todos nos iremos al carajo con él. Hay días, pues, que somos tan catastróficos que hasta la misma Casandra nos ve con rubor. Pero bastan cosas muy simples para volver a confiarnos, ni los óptimos chistoretes del banal columnista antes mentado ni los sermones de los bienpensantes ambiciosos, así cortejen al poder, sino por ejemplo un milagro real: o los pájaros al dormir que no se caen de las ramas, o aquel dolor de cabeza que sin exégesis alguna por fin se apiada y nos deja respirar. Lo dicho: a mí ya no me tortura la originalidad. Este retórico desasosiego de tal forma se va a sosegar.

Fernando Solana Olivares