Friday, February 23, 2018

LA ACCIÓN DE ESCLARECER.

Dice ser consciente de estar clamando en el desierto cuando habla de la necesidad de revisar la historia intelectual de América Latina y de México. Opina que América Latina se encuentra en estado durmiente y que Europa es una arrogante ausencia. Concibe la historia de las políticas coloniales como una continuidad en la cual van cambiando los amos y se modernizan las maneras, pero donde continúa la opresión bajo otras nomenclaturas jurídicas o mediáticas. Afirma que la negación de la propia memoria y su suplantación por iconos sin referentes es indispensable para legitimar tales políticas de dominación: “Ayer se liquidó a Coatlicue y se suplantó por Guadalupe”, sostiene. Entonces el dualismo cristiano proscribió la concepción indígena no dual de la vida y la muerte. Eduardo Subirats presentará este sábado en Minería el libro Muralismo mexicano: mito y esclarecimiento (FCE), un revelador ensayo radicalmente alejado de esa plaga lingüística universal que él mismo llama paquetes semánticos y teóricos de uniformización compulsiva, aquel “nuevo colonialismo” cultural extendido y creciente desde la Guerra Fría con el cual Occidente ha dominado al planeta. El mecanismo que este texto revela es el del arte abstracto y la descalificación organizada de la obra de tres grandes muralistas mexicanos: Rivera, Orozco y Siqueiros. Su importancia estética, mitológica, simbólica, y su papel socialmente didáctico al educar la sensibilidad de los espectadores, al conmoverlos y mostrarles una verdad cognitiva superior de ámbito espiritual, todo eso quedó proscrito por lo que el ensayista llama una “escolástica” dictada desde el Museo de Arte Moderno de Nueva York: la muerte del arte a través del no arte, la imposición del principio de abstracción como neutro valor estético, sin vínculo con nada y meramente decorativo. Esta negación nihilista y arbitraria fue implantada aquí entre otros por Octavio Paz y Rufino Tamayo, uno hábilmente acomodado a las corrientes intelectuales en boga y otro muy bien vendido en el mercado del arte pero muy ignorante. O por corrientes estéticas como la también arbitraria generación de la “ruptura”. Subirats los llama “voceros de la Guerra Fría localmente elevados a autoridades absolutas”, quienes censuraron y no entendieron contenidos que intelectualmente incomprendían y políticamente despreciaban. Mito y esclarecimiento observa que las obras literarias y artísticas latinoamericanas han sido sometidas a “categorías uniformes de ficción y entretenimiento” y que así han sido privadas “de cualquier dimensión lírica y reflexiva sobre una realidad nacional, social e individual cruzada por revoluciones, crisis, guerras y desastres sin par”. La trágica historia de Latinoamérica y el evitamiento por sus élites y colonizadores de una perspectiva crítica propia. La acción de esclarecer consiste en pensar y escribir sobre ello: volverlo claro. Subirats sostiene que los tres muralistas logran plasmar una recirculación del mito, otro modo de representar distinto al academicismo frígido o al arte abstracto de la nada, el no arte impuesto por los centros de poder. Ve a Rivera como cronista de la historia nacional, narrador de la Revolución y del industrialismo norteamericano, de los fascismos, militarismos y genocidios industriales del siglo. Orozco es un visionario que plasma la profecía negativa de la civilización industrial mediante tres mitos: Quetzalcóatl, Prometeo y Cristo. Hace de la pintura una visión profética del tiempo histórico. Siqueiros, el futurista o adelantado, también re introductor del mito, romperá las formas bidimensionales de la representación pictórica, influirá en artistas posteriores y mostrará la fuerza en forma y fondo. Es encantador el final de este gran libro: su mirada de inteligente esperanza encuentra la sobrevivencia del muralismo esclarecedor y político en los graffiti contemporáneos, definidos por su creación bajo la vigilancia o la persecución de fuerzas policiales. De ahí su rapidez, su cromática, su violencia iconográfica. Irónicamente, Subirats asegura que la vida es un sueño, el mundo una pesadilla y los murales y los graffiti son los ensueños de esos espejismos y quimeras. La ironía es una inteligencia triste y exacta. La mera voluntad de representar distinto, con alegorías, memorias y lingüísticas negadas por el pensamiento único, contiene una alentadora forma de resistencia, un vehemente recordatorio de los otros mundos que están aquí. Fernando Solana Olivares

Friday, February 16, 2018

VISITANDO LOS MÁRGENES.

El primer día. Aquella vez que estuvo aquí fue una ocasión luminosa. Comenzaba a vivir el abismo entre pensar y decir, y las palabras ya se le escapaban. Podría asumirse cual un castigo al escritor, al hombre del lenguaje, pero él se comportaba como un ser satisfecho. Bajó los cinco escalones de mi estudio alegre y curioso. Miró los libros, abrió dos o tres de ellos, se sentó en el sillón y contempló el campo por la ventana. Ahí fue cuando me dijo que había trascendido el ego. Contesté que después de recibir el Cervantes cualquiera podría hacerlo. Nos reímos los dos. Tuvimos una sabrosa comida y la abadía se vistió de gala para Sergio Pitol. Aquella ocasión había apadrinado la excéntrica (o anacrónica, fuera del centro, a contracorriente) fundación de la carrera de Humanidades en Lagos de Moreno, los Altos norte de Jalisco, lugar ublicable como casi Rulfiana. Quedamos en que yo leería un texto suyo, y ante las eventuales preguntas que de los asistentes surgieran me dijo: tú contestas. Reímos otra vez. La continuación. Posteriormente Sergio Pitol comenzó su personal arte de la fuga y fue perdiendo contacto con el mundo exterior. También perdió, para su desgracia, al pequeño y dedicado grupo de personas que lo auxiliaban en la vida diaria y lo comunicaban con los demás. Quedó cautivo de su familia no tan cercana, según todo hace ver. Todavía alcanzó a enterarse de la fundación de la cátedra que lleva su nombre, y durante un par de años otorgó una generosa beca estudiantil. Ahora no se enterará porque no puede y porque no lo dejan, pero acaso alguien le dará al fin noticias de lo que ha pasado últimamente. O tal vez su mente pueda llegar hasta aquí. El ciclo catedrático fue abierto con brillantez por Pura López Colomé, quien habló poliédricamente de la obra literaria del mago en Viena, Sergio Pitol. Desde entonces, la vara del evento quedaría muy alta. Siguió Alberto Vital, quirúrgico y preciso, abordando la obra fotográfica de Juan Rulfo. Continuó José Manuel Recillas, impartiendo una creativa y loca conferencia sobre los enteógenos (sustancias que llevan a encontrarse con la divinidad) en la obra poética de Gottfried Ben. El cuarto participante, Javier Sicilia, habló del para qué de la literatura en tiempo de penurias y llevó al auditorio a conmoverse moralmente con catártica profundidad. La quinta ha sido Marta Lamas, la inteligente y sensible mujer de ideas quien con articulada claridad situó lo real femenino ante un público magnetizado. En algún momento de marzo vendrá Diego Enrique Osorno, profundo cronista de la amarga hora posmoderna, testigo directo de sus zonas críticas. En mayo lo hará Eduardo Subirats, un pensador crítico determinante para comprender y transitar este fin de época. Volverá Pura López Colomé unos meses más tarde para hablar de la escritura, el lenguaje, la memoria poética y su revelación. Quizá pueda cerrarse el año convocando a un pintor a pintar en público un cuadro en gran formato mientras va explicando técnica, conceptual, emocionalmente lo que hace. Alguien con dominio del decir. Y todo esto bajo el venerable nombre de Sergio Pitol. El desenlace. No hay últimas palabras en la literatura. El texto queda abierto a la inagotable interpretación. No hay palabra de Dios en el texto (aunque sí haya del espíritu, lo cual es un asunto diferente). Hace poco escribí la historia de un personaje anciano cuya casa es tomada y él se las arregla con la ataraxia, la ausencia de complicación que se logra al llevar la conciencia a otro plano, bien sea por circunstancias fisiológicas o debido a un gran esfuerzo, a un logro mental. No reparé entonces que quizá estaba contando al mismo Sergio Pitol. Luego Elena Poniatowska me escribió, cuando no pudo acudir a la cátedra de su querido amigo, otro Cervantes como ella, que ojalá y Sergio, si hubiera abierto la vía de otro estado de conciencia, no advirtiera ya esta patria tóxica que avanza todos los días sin cesar. Años atrás, un amigo que le rentaba al escritor una casa en Xalapa colindante a la suya lo encontró asomándose a la puerta algunas veces. Yo le había pedido que le diera mis afectuosos saludos. Lo escuchó con una beatífica sonrisa en el rostro cuando lo hizo, y no tuvo otra reacción. Mi amigo no estuvo seguro de que Sergio lo hubiera comprendido. Ojalá quienes estuvieron a su lado velen por él, así sea en la obligada distancia. Como escribiría el poeta Cervantes: “Dale, Señor, piedad para sí mismo, y que su obra te responda”. Fernando Solana Olivares

Friday, February 09, 2018

ARTE MORAL, ARTE INMORAL / y II.

Los aires de vindicación ante el acoso sexual que con toda justicia estremecen hoy a la comunidad fílmica estadounidense, confunden categorías estéticas con categorías morales cuando censuran una obra fílmica por la participación en ella de algún delincuente sexual, presunto o confeso. Ese desplazamiento que juzga de la misma manera fenómenos que corresponden a órdenes distintos es un autoritarismo intelectual, o un macartismo sexual, como dice la sabia poeta Carmen Castellote (“espero que las feministas no me fusilen”, escribe). ¿Deben suprimirse entonces todas las películas de Woody Allen, todas las producciones de Harvey Weinstein, todas las participaciones en pantalla de Kevin Spacey o de tantos otros? ¿Deben quemarse las obras de todos, además de ser quemados ellos mismos como ha ocurrido ya? ¿O debe hacerse una criba purificadora y decidir cuáles sí son arte degenerado y cuáles no? En un manifiesto reciente cien mujeres francesas de la cultura han levantado una tribuna contra el “puritanismo” del movimiento #MeToo, el cual temen abra paso a una restauración de la moral victoriana en clave posmoderna. En esa tribuna la escritora Catherine Millet defiende lo que llama “la libertad de importunar”, una herencia cultural de la revolución sexual. No justifica las violaciones ni el ejercicio del poder para someter sexualmente a las víctimas, mucho menos la pederastia o cualquier otra desviación. Tampoco contrapone esa libertad al derecho a no ser importunado. Las dos cosas van juntas. Importunar no es comparable a acosar y debe terminar de inmediato si alguno de los dos lo pide. Millet habla del margen que se puede otorgar en el comportamiento de los demás sin considerarlo delito. Carmen Castellote expresa lo mismo en una fina historia que no ha perdido el sentido del humor: “En un coctel matutino, el primer ministro inglés se le acercó a una dama y le dijo: ---La invito a que se acueste conmigo. La dama lo miró muy desconcertada. ---No me diga que no ha recibido propuestas como ésta ---siguió él. ---Sí, pero nunca a la hora del coctel ---remató ella. No pensó denunciarlo por acoso”. El feminismo radical repudió el desplegado de las cien mujeres, considerándolo un pronunciamiento en favor del patriarcado, un trabajo sucio encargado por él y hecho en su favor. La sistemática y milenaria opresión misógina podrá haber favorecido actitudes totalizantes e irreflexivas y muy malas lecturas en algunas zonas del discurso feminista, pero la perspectiva de Millet propone no un empoderamiento sino más bien un emparejamiento, entendiendo que un nuevo equilibrio no se hace de la castración del enemigo. Ni vaginas dentadas ni falos bestiales, sino seres equivalentes y pensantes. Arte moral, arte inmoral, arte de vivir. Cuando las épocas han censurado al arte por razones que le son ajenas, y que no lo afectan ni lo determinan ---es decir: un enfermo moral puede producir una obra creativa--- surgen intolerancias extremas, pues debe exagerarse, para justificarla, la condena sobre las obras reprobadas. La histeria de la prohibición. Madame Bovary fue a juicio como inmoral en la Francia puritana del pequeño Napoleón, y soplaban entonces vientos de encierro en lo particular, de moralizaciones que dictaban tribunales públicos similares a los de hoy, de lapidaciones fulminantes y desapariciones estalinistas de la imagen. Puede hablarse de la inmoralidad del arte desde sus propias reglas. Por ejemplo, un arte de complacencias, un arte de efectos inmoral. El ornamento es delito, dijo el arquitecto Alfred Loos, y volvió a sintetizar aquella vieja doctrina. La belleza resulta un subproducto, un resultado, una consecuencia que se logra mediante el dominio de la preceptiva, del hacerlo una y otra vez. No un bello trabajo sino un buen trabajo, propondría la estética literaria vienesa. Lo demás es kitsch. Hay entonces dos inmoralidades en el arte: realizar algo estéticamente malo haciéndolo pasar por bueno, una tarea que cumple el mercado ayudado por el discurso curatorial y académico, y reprobar moralmente, por razones extra artísticas, la obra de arte. Los santos no hacen arte. No lo requieren. Es la gente muchedumbre, contradictoria, de claroscuros densos y biografías crispadas, los semivíctimas y semicómplices, como todo el mundo, quienes hacen arte para no morir de realidad. Esos embutidos de ángel y bestia, según grabaría en su epitafio Nicanor Parra. Fernando Solana Olivares

Friday, February 02, 2018

ARTE MORAL, ARTE INMORAL / I

En abril de 1945 Victoria Ocampo, directora de la legendaria revista Sur, dirigió cuatro preguntas a varios escritores: ¿tiene razón Oscar Wilde al sostener que no hay libros morales o inmorales sino únicamente libros bien o mal escritos?; ¿es correcto que Anton Chéjov afirme que su arte consiste en describir exactamente a los ladrones de caballos sin agregar que está mal robar caballos?; ¿es cierto como promulga Gide que con buenos sentimientos se escribe mala literatura? La cuarta indagación era contraria a las anteriores: proponía la posibilidad de imaginar que la belleza de un libro puede surgir también de su moralidad explícita e implícita, que el arte permite aceptar que en él se diga que está mal robar caballos y que con buenos sentimientos logra hacerse buena literatura. Borges respondió que no existen libros sino lectores inmorales, aun cuando sí existan publicaciones inmorales por intención y ejecución. Recordó la frase de Chesterton sobre su condición de novelista y su relación con sus personajes, ninguno malo y ninguno bueno: I understand everything and everyone, and I am nobody and nothing. Citó a Stevenson, quien observa que un personaje de novela es apenas una sucesión de palabras, aunque logre una extraña independencia, pues para la imaginación de los lectores el juicio del autor no importa. Si los ladrones de caballo son reales, ironiza Borges, la opinión del autor en nada los modifica. Su conclusión es cristalina: “la puritánica doctrina del arte” nos privaría de una larguísima y esencial lista de obras y autores, desde los griegos a las Escrituras pasando por el último libro de estos días, que no moraliza sino describe, registra, retrata. Nos privaría “casi del universo”, compuesto no de la moral sino de la manifestación. Y en el nuevo índex tendrían que prohibirse un buen número de piezas: La casa de las bellas durmientes de Kawabata, Lolita de Nabokov, Maitreyi de Eliade, El viejo y la joven de Svevo, el Cantar de los Cantares de Salomón, Justine de Sade o los cuadros de Balthus y las fotografías de Lewis Carroll. Aún Casa Medusa, de este redactor. Un escritor dueño de un talento literario de primer orden con una evidente bestialidad moral, como lo define Steiner, fue Louis-Ferdinand Céline. En 1937 publicó Sinfonía para una masacre, donde clamaba, dicen quienes la han leído, por la aniquilación de todos los judíos europeos para que la civilización recobrara su energía y mantuviera la paz. A excepción de unos pocos panfletos anteriores, esa obra fue la primera declaración pública de la “solución final” de Hitler. Todavía en 1943, con las deportaciones y los campos de concentración en activo, Céline volvió a publicar Sinfonía. La paradoja es que ese libro y otros del autor (“casi imposible citarlos sin sentir asco”, escribe Steiner) presentan méritos formales ahora estudiados por la academia, y han influenciado decisivamente a muchos autores contemporáneos. Su sociología infernal, como la llama el crítico, está profundamente arraigada en la lengua francesa. Y la intensidad idiomática de Céline proviene de grandes autores canónicos. Así que su concepción del mundo como una mezcla de manicomio y matadero no puede ser condenable desde una perspectiva literaria, si se asume que sólo hay literatura bien o mal escrita. La inmoralidad entonces no es de la forma, del modo cómo se cuenta, sino del horror extremo de lo que invoca: el holocausto humano. Escribirlo es hacer que ocurra dos veces. Pero extremos como éste no son comunes y podría decirse que aun con su brillantez, acaban cancelándose a sí mismos. Sin embargo, ahora corren épocas y aires de censura, por razones políticamente buenas o malas que son usadas para cuestionar obras que apenas ayer se admiraban, o por la extrapolación exagerada de sus contenidos o por la condena de su autor. Es el caso de Woody Allen, repudiado como cineasta por las acusaciones de abuso contra su hija adoptiva hechas por su ex mujer Mia Farrow, y reprobado en Manhattan, película considerada una obra maestra (“mezcla perfecta de forma y fondo, humor y humanismo”), porque cuenta la historia de un cuarentón con una novia de diecisiete años. Y aunque la relación de los dos es un mutuo, gozoso y lúcido acuerdo entre personas, han surgido artículos extremos, neo puritanos y hasta ridículos que consideran la película como una exaltación del poder masculino y la pederastia sutil. Del abuso de los hombres sobre las mujeres. Fernando Solana Olivares