Saturday, August 16, 2014

SALDOS Y CUENTAS.

Es una historia conocida, común para cualquiera. Vino tiempo, llegó tiempo, como dice la endecha castellana, y al cabo un hombre logró concluir con su pasado. Esto es: saber que la familia donde naciera significaba cumplir una tarea. No lo formuló así desde el principio y el desmoronamiento familiar vivido tendría consecuencias. A varios de los suyos esa historia del esplendor perdido los destruyó sin piedad, pero este hombre fue un sobreviviente de la debacle. Quizá su temprana condición de indagante sobre la saga familiar anunciaba ya que su destino sería contarla de nuevo para conocerla, entenderla y luego conducirla a su debido final. Éste mismo que días atrás el hombre pusiera en curso: destruir papeles e imágenes de décadas atrás donde se consignaban dramas, tragedias, momentos felices, deudas, equivocaciones, retardos y tantos conflictos de sus mayores. Al hacerlo se sintió liberado, y dicha libertad era la misma que él concedió a su abuelo al desheredar a su padre, a su padre al desconocer a su abuelo, a su abuela al sufrir con las tribulaciones de los hijos, a los hijos al enfrentarse entre sí, a los tíos al mentir sobre asuntos monetarios, a la tía al morir con la casa destechada, al río de bienes pignorados y perdidos, de vidas derivadas en la nada, salvo en la memoria del último de la estirpe, el concluyente. Así se sintió. Su mujer preguntó si eso no le dejaba un vacío. Él le dijo que más bien le permitía sentirse en un espacio abierto, despejado. Buscó un símil, el de una alta planicie mental y emotiva en la cual suceden cosas decisivas. La de la autoridad, una de ellas. Primero había sido hijo de su padre, después padre de su padre. Ahora vivía el intenso sentimiento de ser padre de sí mismo. Borrando las huellas y los dilemas, liberando a todos sus mayores de una terca y humana biografía que debe olvidarse para ser extinguida: un desvanecimiento otorgado por él. Mientras más viejo se va sintiendo más libre y más radical. Profundiza en la tarea de calcinación biográfica y el hombre percibe otras sincronías: haber pasado de la destrucción del concepto de familia a su superación mediante una narrativa. Ahora se pone a pensar por qué la narrativa cura. Flota en su mente aquella historia del último de los descendientes que exclama no saber ni el tiempo ni el lugar ni el modo de los ritos propiciatorios anteriores, pero confía en que las oraciones, lo único que recuerda, tendrán el mismo efecto de los antiguos rituales. La primera regla nietzscheana de la salud mental: cúrate del resentimiento, representa una narrativa. El individuo debe contarse de nuevo todo aquello que lo perturba para verlo y dejarlo pasar. De ahí que el perdón sea un acto de poder que saca de la cárcel del recuerdo torturante a quien lo concede. Antes que ser una acción moral es un acto de madurez cognitiva, un alto beneficio personal evidente: toda virtud es energía. Descubre una consecuencia aledaña: ahora sus mayores, semivíctimas y semicómplices en su propio drama, le simpatizan profundamente. Despiertan en él la ternura de los destinos cumplidos, inevitables, sucedidos, y el agradecimiento de quien los contempla por última vez. Toda la secuencia está concluida y la tarea también. La operación de este hombre requiere, igual que Perseo ante Medusa, un espejo, una proyección, un verse en los otros. Ahora observa en sí mismo las razones del temperamento heredado, de la neurosis de destino en fase concluyente y se complace ante un tiempo nuevo. No es la superación total del sujeto psicológico, pero sí de su determinación biográfica. Como quitarse de encima un caparazón o aceptarse, al modo del personaje de Musil, como un hombre sin atributos. Ecos de Ulises Matrero resuenan en este cuento: mi nombre es Nadie, diría el hombre llegando a la conclusión que permite establecer toda narrativa: el terso descanso de decir había una vez, la serena distancia de decir hubo una vez. Más viejo y más memorioso, más libre y más atrevido, más radical y más contento. Quien se enferma con el lenguaje, desde él se cura. Así ocurrió aquí. Papeles que se queman, amables olvidos que se conceden y sinapsis neuronales que se purifican. Una desagregación o una levedad para consigo mismo. El hombre se siente más ligero, a punto de comenzar. Fernando Solana Olivares.

LA BÚSQUEDA DE KOESTLER.

Los elementos diagnósticos de Arthur Koestler sobre el problema del ser humano son: a) el crecimiento explosivo de la neocorteza cerebral humana y su control insuficiente del cerebro antiguo; b) la prolongada dependencia del recién nacido y su entrenamiento para la sumisión acrítica ante la autoridad; c) el lenguaje y lo que llama su doble maldición de acicate y barrera; d) el conocimiento de la muerte y el miedo ante ella que intensifica la división mental. El inusual crecimiento de la neocorteza cerebral humana, una mutación en el orden evolutivo biológico incapaz de ser explicada por el reduccionismo científico, concentra la dualidad que caracteriza lo humano: el cerebro arcaico dominado por el instinto en lucha feroz con otro más reciente capaz de construir pensamiento lógico y simbólico, capaz de reflexionar sobre el pensamiento mismo y el pensador que lo piensa, capaz de hablar. La suma entre el ángel y el animal es el ser humano. Caín y Abel. Esta dualidad es inestable y todo indicaría que históricamente ha predominado el cerebro arcaico, reptílico, la salvaje biología instintiva. Todos los mejores productos humanos: instituciones, arte, religiones, pensamiento, culturas, acaso no sean más que formas para trascender, idealmente, y cuando menos dominar la zona instintiva, la que hoy es promovida y sobresocializada en la sociedad del rendimiento y la auto explotación como la más importante de las personas. Sin embargo, el sonido se hace de la fricción. O sea que la lucha entre lo inferior y lo superior, el ajuste entre voluntad, razón, sentimiento y deseo es otra manera de contar los orígenes del hombre. Una leyenda gnóstica imaginada por Cioran establece que antes de que existiera el tiempo hubo una batalla en el cielo entre el Arcángel y el Dragón. Los ángeles que no tomaron partido por algún bando fueron castigados a colapsarse en la tierra, donde la tarea de la existencia es elegir, optar. El trastorno mental que para Koestler parece endémico en nuestra especie es la omnipresencia de los sacrificios humanos antes y hoy, de las guerras que ahora involucran a todo el planeta. También señala la división paranoide entre el pensamiento racional y las creencias afectivas e irracionales, el contraste entre el genio humano para dominar a la naturaleza y la ineptitud para resolver sus propios asuntos como causas eficientes que nos han colocado en esta encrucijada histórica. En su testamento intelectual, un texto que concentra toda una vida de búsqueda, escritura y forcejeo intelectual con los signos de los tiempos (En busca de lo absoluto, Kairós, Barcelona, 1982), Koestler emplea un epígrafe intrigante: “Una vida de análisis por una hora de síntesis”, pues no se sabe si esa hora le fue dada alguna vez. En repetidas ocasiones se refirió a sí mismo hasta 1940 como un caso típico de un miembro de las clases medias educadas de Europa Central. Vivió la Primera Guerra Mundial y sus turbulentas secuelas, y la primera mitad de su vida estuvo ideológica e intelectualmente dominada por una trinidad secular: Marx, Freud y Einstein. Cada una de esas tres deidades, dice Koestler, se redujo a un dios fracasado: “entre todos dejaron a su paso un Götterdämmerung y luego un abismal vacío”. La utopía marxista, la sexualización freudiana y la totalización científica se pudrieron en el tiempo desencantado de la posmodernidad. Exploró después algunas vías orientales como la del budismo zen, que comprendió escasamente. En su epílogo recordó su juventud, cuando consideraba que el universo era un libro abierto, y la comparó con la vejez, cuando le parecía un texto escrito con tinta invisible y en el que sólo la gracia permitía descifrar algunos fragmentos. Aunque puso en duda algunas versiones contemporáneas del misticismo oriental, que no remediaban la trágica situación de la gente, creyó ver indicios de un nuevo misticismo o conciencia cósmica que culturalmente emergería de los mundos subatómicos recién conocidos por la física cuántica. “Es una tarea frustrante, pero también divertida; es parte de la tragicomedia humana. Llevar ladrillos a Babel no es un deber ni un privilegio; parece una necesidad inscrita en los cromosomas de nuestra especie”. Tales son las líneas finales de Koestler: un refrendo de la necesidad humana por actuar, elegir en Babel, buscando un sentido que encontró al morir en Londres con su esposa Cynthia. Un símbolo final: morir en pareja. Fernando Solana Olivares.

PRÍNCIPE LAMPEDUSA.

En las primeras horas del 23 de julio de 1957 murió mientras dormía a solas Giuseppe Tomasi, duque de Palma y príncipe de Lampedusa, autor inmortal de El Gatopardo. El príncipe estaba triste al ir muriendo, como lo supo la baronesa Alessandra Wolff-Stomersee, su mujer, cuando leyó sus últimos diarios, los cuales provocaron que ella transcribiera en el suyo un poema sintetizador: “Ahora el dolor lastra mi sombra, y no está nada mal / […] mientras el musgo urde despacio el final de mi nombre olvidado”. Gioacchino, su hijo adoptivo, recibió una carta para abrirla después de la muerte del remitente. En ella Lampedusa le escribía sobre la preocupación por publicar la novela, pero no a sus expensas. Como anota el biógrafo David Gilmour, aun en vísperas del final el príncipe conservaba su orgullo innato, sabía que la novela debía conocerse pero no toleraría la humillación de pagar por ello. Cuando apareciera un año después editada por Giorgio Bassani, quien cotejara el original llegado a sus manos providenciales con el manuscrito del autor para fundar la versión definitiva, éste contaría de la primera y única vez que se viera con el príncipe de Lampedusa, antiguo feudatario de una isla desierta y casi vacía que cierta antepasada suya había vendido para salvar los restos de una aristocrática fortuna de siglos que se evaporaba. Quien brilló en ese verano de 1954 en San Pellegrino Terme, con motivo de la reunión literaria ahí celebrada, fue el poeta Lucio Piccolo, al cual Eugenio Montale llamó nuevo y auténtico, una revelación según Bassani, que el tiempo y la obra confirmarían. Piccolo había llegado desde Sicilia por tren, acompañado de un primo mayor que él y de un criado que nunca se alejaba de los dos señores a los que servía. Alto, corpulento y taciturno, pálido como los meridionales, con un gabán abotonado, el ala del sombrero caída sobre los ojos, un nudoso bastón en el que se apoyaba al caminar y un silencio que nunca fue roto: al retratarlo de primera impresión Bassani pensó que Lampedusa parecía un general de la reserva o un alto funcionario retirado. No lo volvió a ver y no supo a qué se dedicaba. La amiga que entregó a Bassani el original de El Gatopardo, enviado a dos o tres gentes más sin la firma del autor, fue inquirida por éste sobre el nombre del escritor y contestó que sin duda era obra de alguna anciana solterona siciliana. A partir de su publicación, apunta David Gilmour, ninguna novela de la literatura italiana ha provocado tantas discusiones, pasiones y polémicas. Conforme aumentaban su reconocimiento y popularidad surgieron críticos de Lampedusa divididos en cuatro categorías: católicos fervientes que reprobaban su pesimismo; literatos de izquierda que denunciaban su falta de compromiso social; marxistas que atacaban su visión de la historia y apologistas sicilianos que se declaraban hondamente ofendidos por la disolvente y ácida visión de Sicilia expresada por don Fabrizio, príncipe de Salina. Los teóricos literarios deploraron que El Gatopardo no contuviera audacias formales o tributos joyceanos. Ninguna experimentalidad que permitiera estructuralidades o deconstrucciones. Una historia perfecta, en cambio, absolutamente clásica en su forma que, como confiesa Bassani sorprendido, fue elaborada desde el principio al fin en unos pocos meses de 1955 hasta 57. Antes Lampedusa solamente había escrito una historia de la literatura inglesa para uso del pequeño grupo privado al que impartía clase. Ahora se dedica metódicamente a hacerlo, con el tiempo contado y luchando contra la enfermedad. Bassani recuperó textos inéditos en Palermo, hogar de Lampedusa, cuando visitó a la viuda del escritor: entre ellos cuatro cuentos que darían lugar al único otro libro existente, El profesor y la sirena, donde aparece uno de los más grandes relatos de la literatura universal, aquel sobre el senador Rosario La Ciura y la sirena Liguea. Producto de la misma mano veloz e inspirada que en sólo un par de años daría lugar a un escritor cuya perfección es, si cabe, mayor aún que la de Juan Rulfo: dos libros deslumbrantes e inesperados, pero póstumos los dos. “Una frase de los últimos meses, breve, casi susurrada y trágica: No lucho más”, consignó Lampedusa por entonces. Su reconciliación entre la vida y la muerte fue El Gatopardo, una obra que lo preparó para la vida vivida y la memoria que la trascendía. Así se gana el óbolo de la vida: escribiéndola para bien morir. Y la tristeza final se evapora. Fernando Solana Olivares.