Friday, August 30, 2019

EL HOMBRE INVISIBLE

Llama a interés que en el comienzo de la novela El hombre invisible de H. G. Wells se repita dos veces la misma denominación: “El desconocido llegó un día huracanado de primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de una densa nevada, la última del año. El desconocido llegó a pie desde la estación del ferrocarril de Bramblehurst”. Escribir dos veces “el desconocido” es un énfasis que preludia lo que viene en un alto grado de condensación. Griffin, el brillante científico ambicioso y sin escrúpulos, resentido por la pobreza, ladrón de su propio padre ---a quien orilla al suicidio---, está preso de su extraordinario descubrimiento: la invisibilidad. Buscando un hallazgo de importancia científica que le trajera el éxito y la fama, Griffin encuentra una fórmula que altera el índice refractivo y logra que los cuerpos dejen de absorber y reflejar la luz. Al experimentarla con el gato de la vecina éste desaparece y ello provoca las quejas de la dueña ante el casero. El inventor se asusta y para ocultarse se aplica a sí mismo el procedimiento de invisibilidad, el cual se convertirá en irreversible. Ser es ser percibido, dice la sentencia filosófica, y Griffin, el no percibido, debe vestirse ante las inclemencias del tiempo, peor en aquella última nevada del año. Llega a la posada The Coach and Horses, y puesto ante el fuego se niega a quitarse los guantes, el sombrero y el abrigo aunque chorrean agua y nieve. Lleva unas grandes gafas azules y unas largas patillas postizas con el cuello alzado que le tapan el rostro. El desconocido será más conspicuo y atemorizante que los mismos conocidos. Demasiado distinto, porque es invisible debe ir cubierto. No tiene nada que mostrar, excepto ese ropaje que espanta a la normalidad. El psicoanálisis ha leído esta novela de ciencia ficción como una alegoría de la identidad personal en evaporación, o bien como una fábula que simboliza la personalidad de la gente: un disfraz que oculta lo que no hay. Algunas escuelas orientalistas la leen como una lección de vacuidad. Otros, como una crítica a la armadura de carácter que con los años en todos se hará. La paradoja de la inquietante historia de Wells es cómo Griffin enloquece por su invisibilidad. Los esquizofrénicos suelen sentirse de cristal, es decir, visibles mentalmente para los otros. Pero el científico invisible se aterroriza pues no tiene nada que exponer ante los demás. Aún sin poder mostrarse, en Griffin queda un algo esencial, al modo del alma. Pero ello no es suficiente para evitar su dramático y justiciero final ante el reinado de terror con el que quiere someter al país. Una segunda variante de la invisibilidad es aquella que obtiene el investigador Zerlendi, contado por Mircea Eliade en El secreto del doctor Honigberger. Ese estudioso desaparecido descifra las memorias de aquel sabio y decide poner en práctica la literatura yóguica en la que se ha vuelto experto. Después de un camino arduo, aunque más fácil de lo que al principio creyera, consigue la invisibilidad no por efectos físicos sino por asombrosos logros de psicofisiología espiritual. Estando en su misma casa ya no lo ven los suyos. “19 de agosto. Me despierto. Soy de nuevo invisible. Mi terror es tanto mayor en la medida en que no he hecho nada para alcanzar ese estado. Me paseo por el patio durante horas”. Zerlendi alcanzará, como el mismo doctor Honigberger, el camino que lleva a Shambala, o Agartha, un país entre simbólico y verdadero al cual no se puede acceder superando accidentes geográficos sino mediante un entrenamiento espiritual complejo y enérgico. Es un lugar que permanece oculto a los ojos profanos debido al propio espacio del cual participa. Está en él, pero resulta invisible para casi todos. Su descripción es idílica: una verde maravilla, alojada entre montañas y nieve, con extrañas casas de hombres liberados de la edad que conversan poco entre sí pero conocen bien las cavilaciones mutuas, y donde rezando y concentrándose evitan que las cosas se hundan ante las fuerzas demoniacas desencadenadas en el mundo moderno desde el Renacimiento. Esta es la razón de Shambala. Así que esa trascendencia sugiere otra desaparición. La tercera técnica de lo invisible consiste en una doble variante: el infierno de lo idéntico, vía negativa, que a todos hace iguales aunque se piensan distintos, o la invisibilidad obtenida por el pasar desapercibido, no visto, por el tacto, la cautela y la discreción, un yoga de lo cotidiano, el más difícil de lograr, según alguna santa del panteón. Vía positiva. Quizá este texto debió empezar por el final: “Había una vez un hombre que quería pasar desapercibido entre los otros, era una forma de volverse invisible, pero nunca lo pudo lograr”. Uno siempre es otro para los otros, o sea, uno es invisible para ellos porque nos interpretan, nos nombran según su voluntad. Nosotros también lo hacemos, y este es el cuento de nunca acabar. Aquí en el pueblo dicen: “ponerse criminoso”. Y eso es malinterpretar. Otra vez habrá que hablar de los santos ocultos. Cuarta forma de la invisibilidad. Están entre todos. Por ello su inaccesibilidad. Fernando Solana Olivares

Friday, August 23, 2019

IDUS DE MARZO Y JULIO CÉSAR

Cuenta el escritor romano Suetonio en su hermoso libro Los doce Césares que Cayo Julio César era dulce por naturaleza hasta en las venganzas. Cuando capturó a los piratas que lo habían capturado a él, y a quienes entonces juró crucificar, lo hizo mandando que antes fueran ahorcados. A Filemón, esclavo y secretario suyo que había prometido a los enemigos de César envenenarlo, ordenó que se le matara sin tortura alguna. Una dulce crueldad. Entre los milagros de la cultura están la duración y la vigencia de los textos clásicos. El último manual empresarial envejecido es el de ayer, la última teoría crítica obsoleta es la más reciente. Pero los textos de la antigüedad siguen mostrando sentido a los contemporáneos, quienes los leemos deslumbrados por su transparencia y claridad. Por su atemporalidad, esa medicina necesaria para sobrevivir en estos tiempos de tanta evanescencia. Suetonio escribe con una prosa rápida y atrevida, similar a lo que fueron aquellas “demasiadas familiaridades” que se permitió con la emperatriz, las cuales le costaron la dirección de los archivos del emperador Adriano. Fue después de ese benemérito despido cuando compuso la mayoría de las muchas y leídas obras que lo convertirían en un autor muy popular. Empleando anécdotas escabrosas ---criticadas por otros escritores debido a su demeritadora crudeza con gobernantes rapaces, pero indispensables para la verosímil y cercana composición de los personajes y el retrato de las costumbres---, Suetonio retrata los claroscuros de la naturaleza humana latina, hija de Grecia y madre de Occidente. Roma, a la cual todos los caminos llevarían, será un epicentro que determinará al mundo por los dos milenios siguientes. Julio César encarna al fundador de la estirpe occidental del dominio y su autoritaria voluntad de hierro: la condición del poder soberano sobre los otros, ambicionado por encima de todo y disputado ante todos. Cicerón, citado por Suetonio, dice que César, quien anhelaba el mando desde su juventud, siempre tenía en los labios unos versos de Eurípides: “Si hay derecho para violar, violadlo todo por reinar, pero respetad lo demás”. Siendo cuestor en España, provincia romana, encontró cerca de un templo de Hércules en Cádiz la estatua de Alejandro Magno y se sintió muy compungido, tal vez derramó algunas lágrimas discretas por no haber realizado todavía nada digno a la misma edad, 33 años, en la que el príncipe macedonio había conquistado el mundo. César dimitió en seguida de su cargo para regresar a Roma y aguardar en ella la oportunidad de grandes acontecimientos. Una noche tuvo un sueño que se interpretó como de buen augurio, a pesar de la profunda perturbación que causó en su espíritu. Los intérpretes le dijeron que la violación a su madre que había soñado significaba el imperio del mundo que lo aguardaba, pues aquella madre sometida a él no era otra que la Tierra, la madre común. No dejaba de notarse, sin embargo, que la naturaleza simbólica y concreta del poder contiene siempre la violencia que trasgrede tabúes humanos y desacata prohibiciones básicas. Mandar como acto de envilecer y subordinar. El detonador de la conjura que lo llevaría a la muerte en los idus de marzo fue el desdén con el cual ultrajó al Senado, al no recibir de pie sino sentado a una comisión que iba a presentarle decretos muy favorables para él. Antes ya había cometido acciones y dicho palabras de abuso de poder que justificarían su muerte según los asesinos. No se contentó, cuenta el biógrafo, con aceptar los honores más altos: el consulado vitalicio, la dictadura perpetua, la censura de las costumbres, el título de emperador, el dictado de padre de la patria, una estatua entre las de los reyes o una especie de trono en la orquesta. Admitió también otros como una silla de oro en el Senado; que en las pompas del circo un carro llevara religiosamente su retrato; templos, altares y estatuas junto a los dioses; como ellos un lecho sagrado; el nombre de un mes en homenaje. Prodigios evidentes anunciaron a César su próximo final. En un antiguo sepulcro removido por veteranos a los que había dado tierras se descubrió una placa que profetizaba su muerte casi literalmente. Los caballos consagrados a los dioses que había dejado libres lloraban negándose a comer. El arúspice Spurinna le advirtió al examinar las entrañas de un ave que se cuidara de los idus de marzo. Unos cuantos días antes del magnicidio un reyezuelo con una rama de laurel en el pico entró al recinto del Senado y sobre él se precipitaron violentos pájaros que llegados de pronto lo destrozaron. La víspera del asesinato soñó que subía al cielo y tocaba la mano de Júpiter. Su esposa Calpurnia, que el techo de su casa se desplomaba y su marido moría entre sus brazos. En su camino fatal al Senado, donde lo esperaban los conjurados para matarlo de veintitrés puñaladas, se burló de la predicción de Spurinna. Éste observó que los idus de marzo aún no terminaban. Antes, César había recibido de manos de un desconocido un papel denunciando la conjura que no alcanzó a leer. Solía decir que la mejor manera de morir era veloz y repentina. La tuvo ahí. Fernando Solana Olivares

Friday, August 16, 2019

LA ÚLTIMA LLAMADA

O la naturaleza a punto de desatar sobre nosotros la catástrofe merecida, esa amarga partera de las transformaciones humanas drásticas, entre las cuales está la extinción. En 2001, hace tantos y a la vez tan pocos años, un destacado grupo de científicos integrantes de varios programas internacionales de investigación global declaró que la Tierra funciona como un sistema único y autorregulado, un organismo vivo formado por componentes físicos, químicos, biológicos y humanos, cuyas interacciones y flujos de información son complejos y variables en sus múltiples planos espaciotemporales. Ya en 1785 el geólogo James Hutton había descrito a la Tierra y su biósfera, esa delgada capa esférica de tierra y agua envuelta por la atmósfera, como un sistema que se autorregulaba. En 1877 T. H. Huxley, abuelo del escritor de corta vista pero profundo vidente Aldous Huxley, externó una hipótesis similar. Pocos años después el ruso Vladimir Vernadsky afirmó que la biosfera funcionaba como una fuerza creadora de un desequilibrio dinámico que impulsa la diversidad de la vida y mantiene el tejido interactivo de los organismos vivos, como aquella profusa trama de intercambios, dependencias y vínculos que un filósofo griego había llamado “la poética del conflicto”. En la década de los setenta, entre la indiferencia de gran parte de la comunidad científica convencional y el rechazo de los intereses nihilistas del capitalismo salvaje, el científico James Lovelock popularizó el nombre de Gaia, numen de la diosa madre Tierra en la mitología griega, sugerido por el escritor William Golding, para designar un ser vivo de magnitudes y complejidades colosales que posee una conciencia, una mente, como dirían los sabios antiguos, capaz de mantenerse en homeostasis (un equilibrio dinámico que se regula a sí mismo, facultad de los organismos vivos). Capaz de tomar decisiones. El crecimiento numérico de los seres humanos y la revolución industrial han afectado al planeta como una enfermedad, escribió James Lovelock para explicar el estado de las cosas: “Igual que en las enfermedades humanas, hay cuatro posibles resultados: destrucción de los organismos invasores que causan la enfermedad; infección crónica; destrucción del huésped, o simbiosis, el establecimiento de una relación perdurable mutuamente beneficiosa entre el huésped y el invasor.” Ésta última cada vez parece más irreversible y fatalmente lejana, pues requiere terminarse, cambiándola radicalmente, la actual etapa terráquea del Antropoceno (o Capitaloceno, como pide un pensador que con justicia se denomine, dado que el capitalismo es su causa eficiente). Al modo de una carrera desesperada que va perdiéndose metro a metro, nuestros sistemas mentales impiden que veamos más allá de las estructuras humanistas, antropocéntricas y cristianas que constituyen las civilizaciones occidentales, todas fundadas en la violencia y la ruptura con la naturaleza. El predominio del pensamiento reduccionista ---aquel que hace la disección analítica de algo hasta sus componentes más pequeños sin comprenderlos del todo y después procede, como un doctor Frankenstein, al reensamblaje de las partes---, ha permitido grandes avances en física y biología, pero representa solamente una parte de la ciencia y no su totalidad. Lovelock en cambio adopta una perspectiva holística que entiende el todo como algo mayor a la suma de sus partes, y las estudia desde fuera y en funcionamiento como integrantes de un conjunto. Del pensamiento reduccionista se deriva la cada vez más destructiva y violenta visión cerrada de la Tierra, propia de esa segunda naturaleza humana que constituye la cultura. Adán y Eva fueron expulsados de su pertenencia a la naturaleza, de un amor y empatía, como los llama Lovelock, evaporados al perdernos en la vida urbana. Ya Sócrates opinaba que fuera de los muros de la ciudad no pasaba nada. Por eso autores como Subirats enseñan que nuestra civilización es violenta en cuanto separa al sujeto del objeto, violenta por la uniformización teológica del cristianismo, por su origen mitológico y el orden patriarcal que justifica, violenta por su misógino menosprecio antropocéntrico a Gaia, la matriz original. Violenta por su equivocada consideración de la naturaleza como algo mecánico e inerte. No fue Dios quien murió entre nosotros sino la Diosa, asesinada por aquel. De sobrevenir la catástrofe ecológica planetaria la amenaza no será para la Tierra misma sino para la especie humana. Esa delgada capa esférica de tierra y agua poderosa y frágil que ha sido hogar de los seres humanos hasta ahora, cuando la hemos destruido para acercarse a un final catastrófico que podría darse en 2050, según advierte la ONU en su último informe climático, si esto sigue como hasta ahora irreparablemente va. En tres décadas más, cuando mis dos nietos tengan casi cuarenta años y la generación de sus abuelos y padres ya no esté por aquí. La estupidez líquida de los tiempos terminales convocó el final. ¿Cuál será su evitamiento, su salida? ¿Los hay? ¿Los desastres parciales, las conciencias repentinas, los milagros súbitos? De la Tierra no se encarga esta divinidad. Fernando Solana Olivares

Friday, August 09, 2019

LA MUERTE Y SUS VERSIONES

El viejo poeta falleció al fin entre la desdicha del olvido: su memoria, sus recuerdos, su identidad lo habían abandonado. Pero a su alrededor estaban los suyos, quienes en cambio tanto lo recordaban. Así que el funeral de Ludwig Zeller se convirtió en un ágape, aquel convite de caridad que tenían los primitivos cristianos: un momento de comunión, de comunidad. En un bello y triste espectáculo, un banquete de participación. También en un singular ritual oaxaqueño tratándose de muertos inolvidables. La fosa de la sepultura era demasiado honda, casi tocaba esos estratos subterráneos de Oaxaca que se llaman Xashaca, y muchos de los presentes se dedicaron a palear vigorosamente tierra a su interior para llenarla un poco. Un trascabo vino en auxilio y celebró un ballet mecánico que concluyó con la gran piedra que sacó de las entrañas y puso como lápida a la cabeza de la tumba. Un escritor local pronunció un emotivo y alrevesado discurso que a todos pareció muy bello. Una artista plástica cantó espontáneamente el espiritual local La Martiniana con voz cristalina. Un grupo de mujeres pintoras, quienes ayudaron a cuidar del poeta en su largo deterioro, llenaron de flores compasivas la celebración. Símbolo sobre símbolo. Al mismo tiempo, lejos de ahí, un indigente moría debajo de un puente ferroviario cercano a la estación de trenes. Sus compañeros fueron tres perros canijos y resecos que solían seguirlo en sus vagabundeos. La mano piadosa de algún acomedido prendió dos veladoras a sus costados y cubrió el cadáver con unos girones de sábana que alguna vez habría sido blanca. Después de horas de estar tirado ahí no llorado por nadie fue a la morgue en calidad de desconocido como dicta la ley. Su nombre no se consignó porque se ignoraba. A lo mejor los perros lo sabían, pero daba lo mismo preguntar. Todos los destinos tan distintos de la gente concluyen igual. La muerte, gran unificadora, como la llamaban los clásicos. Eso mismo sostiene una médico alópata heterodoxa que sigue leyéndose con fascinación, Elisabeth Kübler-Ross, quien después de acumular centenares de testimonios de muy distintas personas recogidos en muchos sitios, cuyo denominador común es el abandono del cuerpo con toda conciencia, afirma que la muerte no existe en realidad y la ciencia y la razón se equivocan al respecto. La muerte, según esta investigadora del campo del final y sus umbrales durante varias décadas en las que se ocupó de enfermos moribundos, no existe porque sólo es un cambio de estado, un abandono del cuerpo, milagroso vehículo y templo de la conciencia, un desgarramiento similar al del capullo de seda que se transformará en mariposa. Antes que Kübler-Ross y sus investigaciones médicas, frente a las cuales la ciencia médica ha mantenido un silencio entre ignorante y menospreciativo, el escéptico Schopenhauer ya había escrito, para escándalo de racionalistas y sentimentales, que morir significaba despertar. Entre las experiencias de los umbrales de la muerte vividas directamente por esta exploradora de fronteras que la ciencia no ha tocado (quien no experimenta no piensa, decían los alquimistas), están sus abandonos del cuerpo inducidos por medios químicos y bajo supervisión médica, donde encontró poderosos momentos místicos de integración con la totalidad de lo existente. Momentos que narra con el mismo lenguaje simple y no retórico, como tantos otros han transmitido vivencias parecidas que están por encima del lenguaje. Ahí surge un ámbito irritante, el plano espiritual, aquel que tanto repele a los contemporáneos iletrados porque suele confundirse con lo religioso y lo devocional. Para mayor agravio puede ser considerado como autoayuda, otra de las plagas de hoy que crispan ---con razón casi todas las veces--- a la pedantería intelectual. Son los riesgos de ingresar a una frontera sobre la cual el positivismo moderno (sólo existe lo que se percibe a través de los sentidos físicos) no tiene nada que decir. La tesis de Kübler-Ross afirma que la experiencia de la muerte es casi idéntica a la del nacimiento. Y que sea cual fuere la causa de ella, suicidio, homicidio, infarto o enfermedades crónicas, el resultado será igual: la liberación del alma, de la conciencia radicada en el cuerpo y ahora desprendida, yendo a un ámbito del cual nada se sabe y al que sólo se alude y compara con lo conocido. Las muertes del llorado poeta y del anónimo indigente conducen en principio al mismo lugar. Presentan la misma matriz: muerte del cuerpo, separación de la conciencia y ascenso o movimiento hacia una radiante luz. Rigpa, la luz primordial del budismo tibetano. Lo que sigue después se desconoce porque no hay ámbito testimonial que lo acredite. Toman entonces la palabra las iglesias y los credos metafísicos. Vaya dificultad. Ante la necropolítica de estos días de horror y crímenes de odio, entender como positiva la muerte puede ser un recurso para normalizar la violencia. La obra de esta admirable científica habla de otra variante, para ella una verdad objetiva. El dolor de la muerte repentina no es para los muertos sino para quienes a su lado quedan vivos, sus huérfanos, sus deudos, sus testigos. Fernando Solana Olivares

Friday, August 02, 2019

LAS COSAS QUE ESTÁN

En algún poema de José Emilio Pacheco se habla de un libro que contiene la respuesta buscada, el cual, aunque nos queda a la mano en los libreros, nunca se abrirá. La línea es atroz por la perentoriedad de ese nunca, pero luminosa porque a la vez indica que la respuesta: a) existe y b) está ahí. De otro modo representaría un falso problema. De esto puede pensarse que la respuesta consiste en la misma pregunta, y uno puede tardarse muchos años o toda la vida en notar que la respuesta siempre ha estado al lado. “¿Por qué me pides a mí lo que tú mismo puedes hacer?”, cuestiona la divinidad al ser humano. Una parábola de Kafka, “Ante la ley”, cuenta el intento de un hombre para entrar a ver al poderoso. Lo impide un guardia armado custodio de la puerta. El hombre decide permanecer esperando afuera. Pasan los años y va a morir. Al notarlo, el guardia comienza a cerrar. El hombre hace una pregunta: “¿Por qué nadie más quiso pasar por esta puerta para verlo?” El guardia le responde: “Porque está puerta estaba abierta nada más para ti”. Franz Kafka leyó los cuentos de la tradición jasídica, entre ellos aquel que el filósofo Wittgenstein utilizaba en clase, “La paradoja de la proximidad”, una variante del viaje de Ulises, donde el héroe también tiene que ir allá para regresar acá. Es el cuento del modesto rabino, soñante constante de un sueño donde se le dice que debe ir al puente del castillo del rey y descubrir un tesoro. Aunque el mismo bien está en su propia casa, es lejos de ella donde lo tendrá que saber. Así Cavafis afirmará que lo esencial del viaje de Ulises a Itaca no es la llegada a su destino sino el tránsito mismo, las experiencias vivenciales, lo que se recolecte en él: aquello que se viva con atención. Todas cobrarán sentido de ese modo porque representan la respuesta al vivir. Que este largo preámbulo sirva para contar la sencilla historia del encuentro con el discreto tesoro de una palabra conocida, multiescuchada, pero hasta ahora nunca entendida en la misma definición. Me explico. El budismo establece una fórmula médico-filosófica para entender la causa, el origen, el diagnóstico y la prescripción sobre la infelicidad humana, y para ello emplea el término pali dukkha, que entre sus acepciones tiene la de sufrimiento o dolor. De ahí el ignorante lugar común occidental de considerar al budismo como una perspectiva pesimista, cuando sólo es realista y propone una práctica psicofisiológica que evita o atempera la desdicha humana: su prescripción compuesta de unas pocas reglas de vida a las cuales llama Noble Óctuple Sendero. En una lectura de pronto salta una palabra común mil veces vista y alcanza su verdadero sentido, la mejor traducción de dukkha, la cual no es puramente dolor o sufrimiento sino sobre todo “insatisfacción”. Los viejos marxistas hablaban del desarrollo económico capitalista como de algo desigual y combinado. Lo mismo la realidad, que no es sólo dolor o felicidad, diversión o tedio, serenidad o crispación, los tantos pares de opuestos de que parecen estar están compuestos los fenómenos, sino básicamente mezclas, incompletudes, imperfecciones/perfecciones con que está hecho la realidad. Aun en el mejor estado vivencial hay una base de dolor: el miedo de que vaya a terminar. Por eso el pensamiento occidental se ha ocupado en formular los principios inmutables de los fenómenos naturales y los destinos humanos. Al pensamiento oriental, en cambio, le interesó conocer los mecanismos de transformación permanente en todo lo que hay. Fausto clama para que el instante se detenga, reconociendo que es hermoso. Ese pacto fáustico de Goethe anuncia el principio del placer con el cual Freud anticiparía la gran infelicidad materialista, la engañosa, desigual democratización del deseo, el narcisismo consumista del individuo, los usuarios terminales de sí mismos que surgirán del siglo veinte entre biotopos y especies no retornables. La erradicación del reconocimiento del dolor y la imperfección en la cultura de masas, aquella “positividad” que Byung-Chul Han entiende como una reducción estúpida, una enajenación lógica que refuta simples verdades físicas: la semillas germinan en la oscuridad. Entre los términos idiotas de estos días están “compartir” (inexacto reemplazo de “comunicar”) y una expresión de bienestar personal que siempre presume andar al “cien”. Algún filólogo de mañana explorará esta positividad mecánica y el otro escamoteo de significado (compartir es repartir y comunicar es hacer común), entre todos los que en el lenguaje hoy se multiplican. Entonces, para cerrar este breviario de consideraciones, los contrarios de las cosas (Nicolás de Cusa dijo que esa era la definición de Dios: el que reúne los contrarios) coexisten en la palabra “insatisfacción”. A menos que uno se vea impelido a vivir en algún extremo y se enterque en que todo va muy bien o que todo está muy mal. Nuestra libertad ante los hechos sigue radicando en las interpretaciones. En el empleo de definiciones rigurosas y verdaderas: la vida es impermanente, insustancial e insatisfactoria. La vida es como una cebolla: algo bueno que nos hace llorar. Fernando Solana Olivares