Saturday, February 27, 2010

NOSOTROS, LOS SUPERFICIALES

Tantos siglos de oscurantismo racionalista han hecho de nosotros, habitantes últimos de la modernidad, seres mutilados que viven en el mundo de la superficie, aquello que Ken Wilber ---el gran sintetizador integral de nuestros días desfavorecidos--- llama “el Imperio de los Descendentes”. El mundo plano y desvaído de las formas sensoriales ininterrumpidas, el mundo anodino de las superficies monótonas y carentes de valor, donde el dios del capitalismo, del marxismo, del industrialismo, del dinero y el consumo, el dios del éxito (la ideología más falsa en circulación, según Alice Miller), solamente puede verse con los ojos, registrarse con los sentimientos, venerarse con las sensaciones y agotarse en los objetos. “El mundo monocromo de la localización simple” que se toca con los dedos, el mundo empírico y material más allá del cual se cree que no hay nada, ni dimensiones superiores o más profundas ni estadios ascendentes de evolución de la conciencia humana.
Las razones de este deplorable estado de decadencia son muchas y muy antiguas. Escribiría Jean Brun que “el hombre ya no es el que camina mirando hacia lo alto, como sugería una etimología fabulosa del Cratilo; se ha convertido en un ser que se arrastra y se hunde en las tinieblas”. La pérdida del centro ocurrió a partir de que los hombres dejaron de contemplar lo que estaba arriba de ellos y aun a los lados para abismarse en la contemplación de sí mismos. La muerte de Dios derivó en la deificación de lo humano, ese esfuerzo supremo, como lo designa Brun, de “autoidolatría”, cuando el mundo y el cosmos se convierten en prisión y en caos y no queda otra cosa más que “el soplo helado del vivir-solo” nietzscheano.
Sin embargo, para Ken Wilber el asunto va más allá tanto del rechazo tajante como de la celebración acrítica acerca de la visión racionalista-industrial que caracteriza a la modernidad. Y si bien acepta que nos hemos aproximado al límite civilizacional de dicha visión, no deja de apreciar los inmensos logros humanos que la modernidad (“la visión general del mundo sostenida por la Ilustración”) ha traido consigo, logros que deben ser incorporados en una nueva perspectiva humana más equilibrada, más global y más integradora: “la instauración de la democracia, la abolición de la esclavitud, el surgimiento del feminismo liberal, la diferenciación entre el arte, la ciencia y la moral, la emergencia de la ecología y las ciencias sistémicas, la ampliación de la esperanza de vida, la irrupción de la relatividad y el perspectivismo en diversos dominios del pensamiento y de la creación, el paso de una moral etnocéntrica a una moral mundicéntrica y, en general, la superación, en muchas y muy significativas formas, de las jerarquías sociales de dominio”.
Wilber desestima a quienes se dedican a criticar a la modernidad mientras hipócritamente disfrutan de sus beneficios, lo mismo a aquellos, “frívolos paladines del progreso continuo”, ignorantes de los graves problemas que la modernidad no ha podido ni podrá resolver, es decir, “las limitaciones inherentes a la visión racionalista-industrial del mundo”. Trascender e incluir a la modernidad en un nuevo modelo de mundo significa trascender el racionalismo y la industrialización mediante dos grandes y definitivas acciones: abrir la conciencia humana a modalidades de la misma que vayan más allá de la razón, y construir estructuras tecnológicas y económicas que vayan más allá de la industrialización: “una transformación de la conciencia que tenga lugar en el seno de una transformación de las instituciones”.
Dicha apertura de la conciencia exige superar la cultura predominante compuesta por el liberalismo ateo y por el conservadurismo fundamentalista que desdeñan toda espiritualidad verdadera. Ahora bien, ¿qué entiende Wilber por Espíritu y qué no entiende por él? El Espíritu no es: a) un estado particular o diferenciado de la conciencia, aunque desde luego hay estados superiores de la misma que acercan al sujeto a manifestaciones espirituales más directas; b) una ideología concreta o una creencia religiosa que contenga más espiritualidad que otras; c) un dios o una diosa preferidos por un dogma determinado que establezca una revelación “verdadera” a diferencia de las que arbitrariamente se considera que no lo son.
Para Wilber, siguiendo tanto a pensadores occidentales como orientales, el Espíritu es “la totalidad del proceso de desarrollo, un proceso infinito que, aunque se halla completamente presente en cada uno de los estadios finitos, deviene cada vez más accesible en cada nueva apertura evolutiva”. Y está presente en todos los planos de la existencia humana ---físico, emocional, mental, social, cultural, espiritual---, así nosotros, los superficiales habitantes del mundo plano creamos o que no existe, o bien que sólo se muestra a los especialistas (sus supuestos intermediarios) y en los lugares especializados (los templos de los devotos).
La palabra griega hairesis, herejía, significa elección. Bienvenida sea entonces esta nueva e inteligente elección, esta extraordinaria herejía contemporánea acerca del Espíritu, que a la vez es tan antigua como todo lo humano: el mundo se está deshaciendo porque otro mundo es posible, aun aquí y ahora cuando el Imperio de lo Descendente resulta insoportable y perturbador. Pero también inevitable, como en la siguiente entrega de esta columna se verá. Para superar algo es necesario integrarlo en un sistema superior. Toda semilla germina en la oscuridad, toda originalidad consiste en regresar al origen.

Fernando Solana Olivares

Friday, February 19, 2010

MATIZANDO MATICES

El texto publicado la semana pasada en esta columna, “Un país que se acabó”, provocó diversas reacciones entre algunos lectores: hubo quienes lo contradijeron, también quienes lo celebraron y aun quienes lo rechazaron por amargo y negativo. Uno de ellos amablemente le aclaró a este columnista que en su opinión los países no se terminan sino que se degradan. Me doy pues a la tarea de intentar la precisión de varias de las afirmaciones del texto mismo junto con ciertas respuestas a los comentarios de los lectores, todos los cuales, sobra decirse, son ampliamente agradecidos.

¿Cuándo se acaba lo que se acaba? Una sentencia inobjetable, porque no es verdad relativa, establece que todo lo compuesto debe perecer. De tal manera terminan universos, galaxias, planetas, continentes, territorios, épocas históricas, modelos ideológicos, proyectos políticos, especies animales y seres humanos: cosas o entidades compuestas que por su naturaleza misma son impermanentes, perecederas, diferentes entre sí solamente por la duración en el tiempo que les ha sido dada o que les es propia. Todo tiene un momento de inicio y otro de final. Esta obviedad debe matizarse cuando se aplica a nuestro país. En efecto, hay cierto tremendismo no literal, o sea metafórico, al escribir que México se ha terminado. El país formal todavía sigue existiendo, pero lo que parece irremediablemente roto es su presente actual lo mismo que su inmediato futuro. Son legión los fenómenos que así lo comprueban en cualquier rubro de los espacios públicos y privados que constituyen a la república. Puntualizando, entonces: aquel México que fue el de una generación como lo mía no existe más. Yo fui un niño feliz que jugó en sus calles, mis hijos ya no pudieron hacerlo y, si ellos llegan a tener descendencia, ésta mucho menos lo hará. ¿No queda cancelada la viabilidad de un país que encierra a sus ciudadanos entre las cuatro paredes de su hogareña incertidumbre, porque vive una guerra civil difusa, un mal gobierno sistémico y una corrupción gangrenante, individual y colectiva, que no se declaran nunca como tales?

¿Dónde se inicia lo que se inicia? Me han dicho que la pavorosa degradación actual no comenzó con el fraude electoral del 6 de julio de 1988, con la tibieza de la oposición de izquierda y derecha ante tal hecho determinante y la instauración fatal del salinismo “modernizador”, sino seis años atrás, a partir de la llegada al poder del delamadridismo tecnocrático y neoliberal. Puede ser cierto, no veo ningún problema en aceptarlo. Aunque en todo caso ello solamente representaría la cuenta corta de la historia nacional. Quizá la cuenta larga se origina desde el inicio mismo de la desigualdad característica en un país que ya Humboldt describió en el siglo dieciocho como el más injusto que conociera. La brutal conquista, el venal virreinato, la asfixiante contrarreforma católica, la lucha secular y aún vigente entre conservadores y liberales, la maldición geográfica de ser una frontera subordinada del imperio estadounidense, el presidencialismo paternalista, el partido único, etcétera. Circunstancias sobran para explicar la postración de un país cuya “educación moral”, como querría Kant, ha resultado hasta hoy dramáticamente iremediable. Y siguiendo el axioma que afirma que quien tiene mayor autoridad, mayor poder o mayor conocimiento se obliga a su vez a una mayor responsabilidad, la historia mexicana es en gran medida el resultado de la doble moral de sus élites políticas, económicas, culturales, educativas, religiosas y mediáticas: aquella cúspide en aguja de una pirámide social que cada vez va achatándose más en su base. Simplificando, entonces: el ejemplo es una orden silenciosa. ¿Cuál es el que ofrecen los gobernantes, las instituciones, los plutócratas, el magisterio, los líderes políticos, los magistrados, los jerarcas religiosos, los intelectuales orgánicos, los grandes opinadores, la histérica radio y la orwelliana televisión?

¿Qué hacer cuando parece que nada se puede hacer? Scott Fitzgerald decía que el signo paradójico de la inteligencia consistía en reconocer que las cosas no tienen remedio y sin embargo estar empeñado en cambiarlas. Gramsci proponía el pesimismo de la inteligencia junto con el optimismo de la voluntad. La tradición budista tibetana afirma que cuando las cosas se complican uno debe proceder a simplificar todo lo que pueda. Y una perspectiva más radical y escandalosa para la mentalidad narcisista del capitalismo contemporáneo postula cuatro actitudes propias de una sabiduría distinta: sufrir las injusticias, adaptarse a las circunstancias, no esperar nada y seguir el camino existencial. La crisis (¿terminal?) de este país obedece, acaso, a dos causas orgánicas profundas: una corresponde a la idiosincracia y a la historia nacionales, la otra tiene que ver con un proceso civilizacional global. En cuanto a la primera, no encuentro mácula cognitiva alguna en aquello que mediante el Tarot postuló Jodorowsky: México es el país que se crucifica a sí mismo para que el mundo avance. Me parece el análisis sociológico más exacto al respecto que haya conocido en años. Comprendo el desdén ignorante que varios siglos de oscurantismo racionalista han dejado entre nosotros, los habitantes del mundo chato y superficial, quienes creen que la única realidad existente es el mundo sensorial, empírico y material, donde no hay dimensiones superiores ni más profundas y tampoco estados superiores de evolución de la conciencia, según establece Ken Wilber. Lo comprendo pero no lo comparto: sostengo otras razones que ya expondré.

Fernando Solana Olivares

Saturday, February 13, 2010

UN PAÍS QUE SE ACABÓ

Me hubiera gustado convertir en pregunta la afirmación que da título a este texto. Pero los signos interrogantes en él (¿Un país que se acabó?) serían solamente una concesión hipócrita al optimismo propio de cualquier reflexión políticamente correcta sobre el pavoroso estado que hoy presenta la realidad nacional. Es cierto que no puede aún vislumbrarse con precisión meridiana hacia dónde va nuestro país, pero sí es posible aventurar cómo y cuándo se jodió. Si se quieren fechas para conocer el cuándo, debe anotarse el 6 de julio de 1988 y los días subsiguientes a esa elección presidencial. Si se precisan libros testimoniales para saber el cómo, debe leerse, por ejemplo, 1988: el año que calló el sistema de Martha Anaya (Random House Mondadori, México, 2009), una puntual aunque acerba crónica de hechos fraudulentos y una esclarecedora reunión de entrevistas realizadas 20 años después con varios de los protagonistas visibles de ese momento axial.
Simplificando: fue entonces cuando este país quedó en manos de una tecnocracia neoliberal apátrida y proconsular, el salinismo, que con el pretexto de “modernizarlo” comenzó a aplicar insensatamente y sin contemplaciones los dogmas de la doctrina friedmaniana del shock político, económico y social para las regiones en desarrollo: las privatizaciones, las desregulaciones y la disminución del gasto público que han llevado a la miseria y al desamparo a millones de seres humanos en todo el planeta y no sólo aquí, en este lugar fallido cuya sentencia karmática lo define como “el país que va a sacrificarse a sí mismo”, según la consulta del Tarot hecha en diciembre de 1985 por Alejandro Jodorowsky para indagar, a través de medios heterodoxos y rechazables para el racionalismo, lo que vendría a suceder en el aciago e inmediato futuro nacional.
Crecieron así las plutocracias locales ---esos maharajás mexicanos insaciables y ahítos---, las instituciones de protección pública comenzaron a ser desmanteladas, la autosuficiencia alimentaria se evaporó al postrarse el campo mexicano y sus pequeños productores, la demencial hiperurbanización del país inició su ruta fatal, los procesos de formación educativa y capilaridad social dieron marcha atrás aunque se anunciara su puesta a punto en aras de otra falacia cosmética: la “competitividad”, los teóricos bienpensantes de la realidad democrática proclamaron el ingreso al paraíso de la modernidad ilustrada, y la hegemonía mental del monopolio televisivo estableció su mediocre imperio omnipresente de la idiotización colectiva, del entretenimiento basura y la distracción chatarra. Y peor aún: fue entonces cuando se fundó lo que investigadores periodísticos como Jean-Francois Boyer (La guerra perdida contra las drogas, Grijalbo, México, 2001) llaman “la génesis del narco Estado mexicano”, esa colusión directa entre los más encumbrados políticos y los barones de la droga, una supracriminalización de la cosa pública cuyas consecuencias cotidianas han derivado en la regularización del horror.
Lo que hoy se vive son meras consecuencias de todo lo anterior, y bastante más incluso, junto con esa “gangrena de la corrupción que ha penetrado todos los estratos del poder en México, al punto de convertirse en el principal ‘narco Estado’ del planeta”, en palabras del citado Boyer. Y acaso habría que preguntarse si dicha gangrena no está convertida ya en toda una idiosincracia nacional donde, como querría Gramsci, se desmonta y sustituye una cultura al mismo tiempo que se utiliza. Las técnicas para lograr esto han sido prioritariamente lingüísticas, mediante una gramática que infiltra el lenguaje coloquial y altera el sentido de las palabras y sus connotaciones profundas para cambiar valores y pensamientos, para construir otra percepción común de la realidad.
No se explicaría de otra manera el que Televisa, gran indoctrinador de estas horas obscurecidas, dedique mucho más tiempo de pantalla y cobertura, mucha más indignación dirigida, al atentado contra el futbolista Salvador Cabañas, ocurrido en un antro que cumplía como una sucursal disipatoria y disipada de sus “estrellas”, que a la sangrienta masacre de 15 adolescentes juarenses perpetrada en la colonia Salvarcar hace un par de semanas. O que el presidente Calderón haya restado importancia a un suceso tan ejemplificador del fracaso general y rotundo de su gobierno, calificándolo apresuradamente como “un ajuste de cuentas entre pandillas”. O que ninguna fuerza política sea capaz de proponer otra perspectiva posible ---o cuando menos, una perspectiva--- para atender este brutal desgajamiento de la vida republicana, esta descomposición sangrienta y corrompida, esta ostensible y escandalosa manera de perder entre las manos un país.
Los enemigos viven en casa y son principalmente quienes gobiernan pues ellos resultan parte activa de la misma patología pública que ofrecen curar. Suena maniqueo y reductivo, peligrosamente simplificante, pero por desgracia hasta hoy así parece ser. El único atenuante que acaso persiste es la certeza objetiva de que cualquier enfermedad profunda siempre llega a un punto determinante: el enfermo muere o se logra restablecer. Este era un país que se llamó México, tuvo su historia, su identidad y sus esperanzas. Se enfermó gravemente y encaró una disyuntiva. No se sabe todavía cómo concluyó tal dilema, pues toda crisis semánticamente entraña una oportunidad y permite un diagnóstico. Y en ocasiones hasta representa una metáfora de aparición simultánea donde la cura está contenida en la propia enfermedad.

Fernando Solana Olivares

Monday, February 08, 2010

CAMUS O NUESTRA INTEMPERIE

“¡Si la época fuera solamente trágica! Pero es también inmunda. Por eso hay que denunciarla. Y perdonarla.” Esta frase sin contemplaciones, escrita por Albert Camus en sus Carnets hace ya sesenta años, resume el aliento estético y la actitud existencial de uno de los escritores más intensamente cercanos al crepúsculo histórico que solemos llamar posmodernidad.
La vigencia, la sostenida perdurabilidad de su obra narrativa, ensayística y dramatúrgica no proviene solamente de la excelencia artística como lenguaje repleto de significado a su máxima posibilidad ---que no otra cosa es la literatura--- alcanzada por su prosa directa, sin adornos ni afeites, sin lírica sentimental; obedece sobre todo a su circunstancia de testimonio verdadero acerca del hombre absurdo, esa categoría ontológica, “el pecado sin Dios”, como le llamó Camus, que describe el estado de la conciencia contemporánea desgarrada por el dualismo entre el espíritu y la materia. Un misterio que vincula a la vez que aleja al sujeto del mundo y se convierte, al ser reconocido, en la más desdichada de las pasiones actuales, cuyas tribulaciones también fueron las suyas lo mismo que su antídoto: la obstinada glorificación del acto de vivir.
En diciembre de 1957, al recibir el Nobel de Literatura, Albert Camus estableció que la escritura no representaba para él un placer artístico o un oficio mundano sino sobre todo una facultad moral: “Cada generación, sin duda, se cree consagrada a rehacer el mundo. La mía sabe que no lo conseguirá. Pero su misión tal vez sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga.”
Sin embargo, esta moral no se fundaría en ninguna iglesia devocional o ideológica, ni siquiera en la resignación de cualquier certidumbre metafísica ante la fatalidad del absurdo de existir. Su piedra de toque sería algo mucho más simple y por ello trascendente: el humilde camino cotidiano entre los seres humanos, su convivencia y su destino, una ética práctica del amor concreto que abrigaría en su seno “el impresionante testimonio de la única dignidad del hombre: la rebeldía tenaz contra su condición.”
Los Justos, una obra teatral de ese autor determinado por la amarga dialéctica entre la felicidad y la desdicha, la vida y la muerte, el tiempo y la historia, la rebeldía y la salvación, puso en escena un diálogo de las ideas y las acciones revolucionarias donde la sencilla e inexpugnable nobleza que caracterizó su humanismo ---una moral laica ridiculizada por los creyentes marxistas de su tiempo (Sartre a la cabeza) como la vana afirmación de un ideal protocristiano---, contrapuso la justicia y la caridad, dos valores axiales en su interpretación del mundo, interpretación mucho más práctica que filosófica y mucho más somática que conceptual, al mismo tiempo que realizó la crítica política de una desviación escatológica: la aplicación de lo absoluto a la historia, la cual terminaría por ser un oprobio aún mayor que aquello que decía combatir.
“Todo revolucionario ---escribiría en su libro El hombre rebelde, una variante ensayística de aquella obra teatral aún profética, no por casualidad el último y extraordinario montaje escénico de Ludwik Margules entre nosotros--- acaba en opresor o en herético. En el universo puramente histórico que han elegido la rebeldía y la revolución conducen al mismo dilema: o la policía o la locura.” Es decir, a un mayor dolor.
Camus elaboró un pensamiento del mediodía para salvar al hombre contemporáneo del absurdo: “Lo que cuenta es la verdad ---propuso como método cognitivo, como gesto existencial---. Y yo llamo verdad a todo cuanto persiste.” Por eso persiste su obra, tan actual hoy como hace medio siglo, o acaso más, pues representa la verdad. ¿Cuál verdad? Quizá la misma que leyó en el poeta Hölderlin y consignó el 4 de marzo de 1950 en sus Carnets: “Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y dolorosa, y a menudo, en la noche sagrada, le prometí amarla fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesado fardo de fatalidad, y no despreciar ninguno de sus enigmas. Así me uní a ella con un lazo mortal”.
En estos días literalmente espantosos, cuando la tierra que antes fue grave y dolorosa ahora se muestra iracunda, impredecible, vuelve a considerarse el mismo aunque agravado dilema: nuestra generación no podrá rehacer el mundo porque éste ya está deshecho, y la época trágica e inmunda que vivimos no debe ser perdonada.
La leyenda para la publicación de Los justos imaginada por Camus debía decir sólo dos palabras: “Terror y Justicia”. Pero cuando sólo queda vigente el Terror y se carece de Justicia, como ahora, los justos se convierten en los injustos a menos que comprendan lo que este escritor nacido en ultramar ---“Sí, tengo una patria: la lengua francesa”---, el encumbrado hijo de una mujer humilde muerto a destiempo que supo que la pasión del siglo veinte fue la servidumbre, una y otra vez ejemplificó: “El que no lo da todo no lo obtiene todo”. Acaso entonces nuestra hostil intemperie signifique esa cesión total que después de ocurrida nos conducirá al encuentro con lo que nos aguarda. La comprensión, cuando menos, pues la felicidad, o el sentido, o la tranquilidad, hace mucho que de este país se marcharon quién sabe a dónde.
“No se entra a la verdad sin pasar previamente por la aniquilación”. A Camus le gustaba recodar esta cita de Simone Weil.

Fernando Solana Olivares

CAMUS O NUESTRA INTEMPERIE

“¡Si la época fuera solamente trágica! Pero es también inmunda. Por eso hay que denunciarla. Y perdonarla.” Esta frase sin contemplaciones, escrita por Albert Camus en sus Carnets hace ya sesenta años, resume el aliento estético y la actitud existencial de uno de los escritores más intensamente cercanos al crepúsculo histórico que solemos llamar posmodernidad.
La vigencia, la sostenida perdurabilidad de su obra narrativa, ensayística y dramatúrgica no proviene solamente de la excelencia artística como lenguaje repleto de significado a su máxima posibilidad ---que no otra cosa es la literatura--- alcanzada por su prosa directa, sin adornos ni afeites, sin lírica sentimental; obedece sobre todo a su circunstancia de testimonio verdadero acerca del hombre absurdo, esa categoría ontológica, “el pecado sin Dios”, como le llamó Camus, que describe el estado de la conciencia contemporánea desgarrada por el dualismo entre el espíritu y la materia. Un misterio que vincula a la vez que aleja al sujeto del mundo y se convierte, al ser reconocido, en la más desdichada de las pasiones actuales, cuyas tribulaciones también fueron las suyas lo mismo que su antídoto: la obstinada glorificación del acto de vivir.
En diciembre de 1957, al recibir el Nobel de Literatura, Albert Camus estableció que la escritura no representaba para él un placer artístico o un oficio mundano sino sobre todo una facultad moral: “Cada generación, sin duda, se cree consagrada a rehacer el mundo. La mía sabe que no lo conseguirá. Pero su misión tal vez sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga.”
Sin embargo, esta moral no se fundaría en ninguna iglesia devocional o ideológica, ni siquiera en la resignación de cualquier certidumbre metafísica ante la fatalidad del absurdo de existir. Su piedra de toque sería algo mucho más simple y por ello trascendente: el humilde camino cotidiano entre los seres humanos, su convivencia y su destino, una ética práctica del amor concreto que abrigaría en su seno “el impresionante testimonio de la única dignidad del hombre: la rebeldía tenaz contra su condición.”
Los Justos, una obra teatral de ese autor determinado por la amarga dialéctica entre la felicidad y la desdicha, la vida y la muerte, el tiempo y la historia, la rebeldía y la salvación, puso en escena un diálogo de las ideas y las acciones revolucionarias donde la sencilla e inexpugnable nobleza que caracterizó su humanismo ---una moral laica ridiculizada por los creyentes marxistas de su tiempo (Sartre a la cabeza) como la vana afirmación de un ideal protocristiano---, contrapuso la justicia y la caridad, dos valores axiales en su interpretación del mundo, interpretación mucho más práctica que filosófica y mucho más somática que conceptual, al mismo tiempo que realizó la crítica política de una desviación escatológica: la aplicación de lo absoluto a la historia, la cual terminaría por ser un oprobio aún mayor que aquello que decía combatir.
“Todo revolucionario ---escribiría en su libro El hombre rebelde, una variante ensayística de aquella obra teatral aún profética, no por casualidad el último y extraordinario montaje escénico de Ludwik Margules entre nosotros--- acaba en opresor o en herético. En el universo puramente histórico que han elegido la rebeldía y la revolución conducen al mismo dilema: o la policía o la locura.” Es decir, a un mayor dolor.
Camus elaboró un pensamiento del mediodía para salvar al hombre contemporáneo del absurdo: “Lo que cuenta es la verdad ---propuso como método cognitivo, como gesto existencial---. Y yo llamo verdad a todo cuanto persiste.” Por eso persiste su obra, tan actual hoy como hace medio siglo, o acaso más, pues representa la verdad. ¿Cuál verdad? Quizá la misma que leyó en el poeta Hölderlin y consignó el 4 de marzo de 1950 en sus Carnets: “Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y dolorosa, y a menudo, en la noche sagrada, le prometí amarla fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesado fardo de fatalidad, y no despreciar ninguno de sus enigmas. Así me uní a ella con un lazo mortal”.
En estos días literalmente espantosos, cuando la tierra que antes fue grave y dolorosa ahora se muestra iracunda, impredecible, vuelve a considerarse el mismo aunque agravado dilema: nuestra generación no podrá rehacer el mundo porque éste ya está deshecho, y la época trágica e inmunda que vivimos no debe ser perdonada.
La leyenda para la publicación de Los justos imaginada por Camus debía decir sólo dos palabras: “Terror y Justicia”. Pero cuando sólo queda vigente el Terror y se carece de Justicia, como ahora, los justos se convierten en los injustos a menos que comprendan lo que este escritor nacido en ultramar ---“Sí, tengo una patria: la lengua francesa”---, el encumbrado hijo de una mujer humilde muerto a destiempo que supo que la pasión del siglo veinte fue la servidumbre, una y otra vez ejemplificó: “El que no lo da todo no lo obtiene todo”. Acaso entonces nuestra hostil intemperie signifique esa cesión total que después de ocurrida nos conducirá al encuentro con lo que nos aguarda. La comprensión, cuando menos, pues la felicidad, o el sentido, o la tranquilidad, hace mucho que de este país se marcharon quién sabe a dónde.
“No se entra a la verdad sin pasar previamente por la aniquilación”. A Camus le gustaba recodar esta cita de Simone Weil.

Fernando Solana Olivares