Friday, October 30, 2009

PRESO EN MILÁN

Peripecias y reconocimientos componen el argumento de toda tragedia que sea completa, como la que sigue. Un hombre, adulto joven, investigador y docente en una universidad del interior, viaja a Italia para visitar a su mujer de esa nacionalidad y a sus dos pequeños hijos. Cuando baja del avión, cargado de regalos, es detenido, cumpliéndose así una denuncia penal que su mujer ha interpuesto contra él sin informárselo. Peripecias: el paso repentino de una situación a su contraria.
La esposa ya llevaba meses en su tierra, a la que había regresado huyendo de los maltratos del marido. Sería ocioso preguntarse cuán graves fueron éstos, porque sean los que hayan sido, eran. Y en el contexto de la disputa matrimonial hubo alcohol, la pócima necesaria para que el monstruo masculino despierte. Un dicho romano asegura que beber vino y no golpear a la mujer es como acudir a un circo donde no hay leones. Extraña simetría: el alcohol, la droga del ego, y la violencia contra lo femenino.
La tragedia trata de acciones, no de caracteres. De tal manera que la acción de este hombre habla por sí misma y lo condena. La dura ley. Además, preso en el extranjero. Ciertas versiones afirmaron entonces que la esposa estaba arrepentida de su denuncia y las consecuencias con ella desencadenadas. Pero la justicia no toma en cuenta que los estados mentales que determinan la conducta son transitorios: un solo acto determina la suerte de un sujeto.
Y éste fue encerrado en una cárcel que después de tres años de cautiverio llamaría “un verdadero infierno”, mediante una carta enviada a sus íntimos hace apenas unos días: “a los crueles suplicios de toda clase, como el estar atrapado entre los barrotes 22 horas al día, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, todo tipo de maldiciones, peleas, actos perversos, juramentos injustos, muertes ‘naturales’, innaturales, suicidios, angustia, soledad inconmensurable”.
Reconocimiento: cuando el personaje pasa de un estado de ignorancia al de conocimiento, y gracias a ese tránsito logra hacerse cargo de, o cuando menos comprender, su situación. Tal fue la causa por la que este hombre se declarara culpable ante el juez de los delitos que le imputaban. Esa actitud desconcertó a un alto funcionario universitario que viajó hasta allá para dar testimonio jurídico del buen desempeño laboral y público del investigador.
La carta mencionada confirma dicho giro, un tercer elemento de la trama, además de las peripecias y el reconocimiento: lo patético, la acción dolorosa que se representa. Rimbaud dijo: yo es otro. Este hombre dijo: yo soy culpable. Dicho comportamiento corresponde a lo que toda tragedia completa busca, la catarsis, la purificación de las pasiones del protagonista.
Aquella acción, purificarse, este hombre la asumió como una conversión al cristianismo. “El motivo de esta carta es muy simple: hacer eco a la voz de la esperanza. Estoy convencido que todos nosotros somos constructores inaplazables de un mundo nuevo”, escribe al comienzo de sus páginas manuscritas. Después cita un dicho árabe: “Si quieres trazar el surco justo sobre la tierra, apunta tu arado a una estrella”, para añadirle, devoto y antilírico: “Yo agregaría: esa estrella se llama Jesucristo”.
Amor, compasión, caridad, Ratzinger el teólogo, Tomás de Aquino, citas bíblicas y latinas, un místico de la tradición ortodoxa, dos beatos, uno de ellos vietnamita, entre otros términos salvíficos y hasta etéreos, componen la mayor parte de su mensaje, cuya tendencia metafísica y cuyo lenguaje directo le quitan tensión al tema, a pesar de la reiteración que hace: “ningún hombre está perdido”. Acaso es muy extramundano el dios que este hombre postula. Si lo viera como intramundano quizá describiría con detalles (peripecias) la experiencia de permanecer en una prisión extranjera por más de mil días y encontrar la presencia divina precisamente ahí. Pero a fin de cuentas afirmar esto resulta injusto, a un texto nada ajeno al mismo se le puede pedir.
Los maestros narradores promulgan que sobre el protagonista de un relato no debe decirse que está triste sino en vez de ello mostrar su aflicción. Que sin embargo el lenguaje tiene lógica propia y ésta resulta empecinada. Súbitamente así, sin anunciarlo, luego de exponer todas sus hipótesis de esperanza, la carta deriva hacia confesiones personales que no se extienden porque, según afirma su remitente, “parecería que escribo para llorar y desahogarme”.
Menciona brevemente a “amigos musulmanes”, desde luego a un sacerdote que lo conforta y a sus hijos, a quienes hace años no ve. Reitera su amor por amigos y familiares y se sube a su vehículo individual de fe cristiana ---por ahí la define exactamente: la fe es un hábito--- para cumplir el orden riguroso que tiene la tragedia. Cuando salga, porque saldrá, este hombre habrá ganado todo, habiéndolo perdido todo.
La gracia va hasta el final de las historias griegas, la sucesión de acciones, no de caracteres. Puede haber tragedia sin caracteres, pero nunca sin acciones. Este hombre está en su celda y desde ahí escribe una carta anunciadora, como si fuera el mensajero de una buena nueva. ¿Aceptaría pensarse que al enviarla él mismo, metafóricamente hablando, liberó su alma? ¿Que llegó hasta la cárcel para escribir esa carta? Toda tragedia deja cabos sueltos, vectores potenciales de historias que son otras historias.

Fernando Solana Olivares

Friday, October 23, 2009

ACCIÓN PLÁSTICA

Flaubert dijo que Ivêtot, pequeño pueblito normando, valía Constantinopla. El drama humano priva en todas partes. Como aquí, donde en el pequeño museo Agustín Rivera del INAH en Lagos de Moreno preséntase una exposición triple: “Los Helguera: una genealogía”, compuesta por esculturas del padre, Carlos Helguera; caricaturas del hijo, Antonio Helguera; óleos y dibujos del nieto, Julián Helguera.
Y la inauguración es un tumulto. El estrecho recinto del museo compuesto de dos salas rectangulares que terminan en un muro ciego hierve de gente. Mientras tanto, tres músicos al fondo de esa encrucijada, una viola y dos violines, están tocando un terceto de Antonin Dvorák, música elegida por Carlos Helguera, él mismo un consumado intérprete de ella, en una ocasión que cumple como homenaje a este hombre ya mayor que ha sido filántropo de la cultura en la ciudad por muchos años, trayendo de su peculio autores e intérpretes musicales muy ameritados.
Significa todo un ejercicio de silencio y quietud para quienes están de pie unos junto a otros, estudiantes universitarios sobre todo, todavía desmadrosos y no acostumbrados a estos asuntos: las inauguraciones. Junto al trío de músicos, compuesto por una mujer y dos hombres, está sentado el escultor, quien se observa, con cierto abandono que sólo es levedad, envuelto y transportado por los hermosos, expresivos sonidos. Detrás del homenajeado y los músicos sobresale el busto de don Agustín Rivera, el personaje que habitó la casa. Y le digo a mi mujer, quien permanece a mi lado:
---Mira, don Agustín está llorando.
Unos hilos líquidos corren de sus ojos, mojan las cuencas broncíneas del rostro y bajan por las mejillas. Mi mujer confirma que así es. Alrededor de nosotros: ella y yo, el homenajeado, los músicos y el busto de don Agustín, que llora lentamente, queda un escaso círculo de espacio libre. Todo lo demás, el reducido patio lateral y la escasa entrada, incluyendo la parte de afuera del edificio, vibra congestionado.
Asistir al acontecimiento requiere hacer un sacrificio. Las señoras copetonas de la aristocracia local se muestran un tanto desconcertadas, pues siendo fecha tan señalada no entienden cómo el lugar se atestó de pueblo estudiantil. Las costumbres de la tribu no se cambian y al fin, luego de veinte minutos y cuatro movimientos, termina la pieza de Dvorák para beneplácito de todos y se procede a la inauguración formal. Antonio Helguera se ha escondido en medio del tumulto, Julián Helguera está sentado en el piso como un jovencito más.
Procedo a reconocer los méritos de los tres expositores, hablo del heroísmo cultural de don Carlos, de su mecenazgo inusual, de su delicada galería de retratos escultóricos ahora a la vista del público, de la belleza del montaje, gracias a las soberbias piezas, en la sala que a continuación se abrirá. Digo que Antonio Helguera es un caricaturista ácido e implacable en la mejor tradición de la caricatura nacional, ese instrumento primordial de la conciencia crítica desde el siglo antepasado hasta nuestros días. Que hoy es un relator agudísimo de esta época sangrienta, desigual, autoritaria y estrambótica. Termino aludiendo la precoz maestría técnica de Julián, quien por primera vez expone, y cuyas obras hacen pensar en aquello de Molière: el artista nace sabiendo. Mil gracias a todos y Carlos Helguera corta el listón.
La tensa serpiente de gente se mueve con dificultad. Los estudiantes asaltan la mesa de bocadillos, de los cuales ya no habrá cuando al expositor se le antoje uno, y muy pronto se terminan las treinta botellas de vino previstas para el ágape ante el nada discreto asalto de los jóvenes y de otros festejantes. Quienes alcanzan copa brindan y comentan y chismean entre sí. El mismo número de gente representa un dictamen: qué éxito. A la gente le gusta la gente.
Aun aquí, tierra de godos, como afirma la conseja popular, parientes y enemigos todos. Este público que va formándose no parece estar enemistado, al contrario. En la sala de arriba resuenan carcajadas: las caricaturas de Helguera estremecen lúdicamente a los chavos, absortan a los grandes y epatan a los laguenses conservadores, nietos de cristeros. Los óleos de Julián llevan por tema un signo de la época: cuatro pasos de una pera en putrefacción. Y la sala de abajo, pululante de visitantes igual que la otra, montada como un escenario impactante y conmovedor de treinta y dos piezas de calidad memorable que confluyen en la acción plástica de los montajes: elaborar cajas mágicas, las cuales suspenden el tiempo del espectador porque intervienen el espacio que va a rodearlo.
Más tarde debió decírsele a la gente remolona y demorada que la ocasión había acabado. Desde entonces los lugareños no dejan de ir al museo a ver la muestra, cuya inauguración ---pueblo chico, comentario grande--- sigue mencionándose. Efemérides púdicas y discretas de una modesta escala. O cajas de resonancia: en Lagos se monta un espacio escénico y hasta ceremonial ---sin precisarla, pues es una ocurrencia que sería ocioso elaborar: algo tiene la sala de templo masónico---, y entonces el espíritu de la cultura, lo intangible, lo artificial necesario del arte se manifiesta, flota por aquí. Que Ivêtot valga tanto como Constantinopla. Tal barbaridad.
Misterio tremendo es el mundo, afirmaba el pensamiento medieval que tanto se nos parece: tanto para vivir asombrados, sólo mirando las cosas que ocurren unas tras otras como si cada día tuviera su propio afán, su propio significado. Como si cada día.

Fernando Solana Olivares

Friday, October 16, 2009

LA ESCENA ELÉCTRICA

Si la selección mexicana hubiera perdido su pase al mundial de Sudáfrica, el gobierno de Felipe Calderón no habría anunciado la liquidación de la empresa Luz y Fuerza del Centro. ¿Tiene que ver una cosa con otra? Parece que sí.
Más allá de su necesidad táctica, indispensable ahora en la realidad orwelliana, los espectáculos siempre han cumplido un papel político. Las masas no piensan y los hinchas exultantes tampoco. Sin embargo, la tajante intervención presidencial a la empresa, al presentarse en el distraido contexto de una victoria futbolística patria, de alguna manera (o durante algunas horas, siempre inestimables para dilatar el primer impacto de un acontecimiento) escabulló el bulto y mostró su condición de cálculo, de doble intención.
No es nuevo que así sea, siempre es así. Pero hay matices. Esta vez el decreto presidencial y sus consecuencias se aventuran en una zona que puede resultar más compleja y azarosa que el narcotráfico ---ausente desde hace semanas en el monótono discurso del ejecutivo---, si el golpe al Sindicato Mexicano de Electricistas da lugar al surgimiento de un poderoso polo opositor unificado contra el régimen panista, el cual se antojaría orgánicamente inepto por débil para enfrentar un reto así.
Y sin embargo, ese mismo régimen ha optado por una medida de fuerza a partir de argumentos legítimos: la bizarra condición de una empresa estratégica altamente ineficaz y corrompida, indefendible desde cualquier perspectiva económica o política, pero la cual se liquida con métodos tan cuestionables que ponen en duda (o evidencian) las verdaderas razones del exabrupto presidencial. El ejército ya está en las calles y las soluciones policiacas son recurrentes como forma de gobierno. Las leyes han avanzado hacia la consolidación de un Estado más autoritario y represivo, el mismo que asesta el golpe contra un sindicato emblemático de la izquierda mexicana.
Parecería que ese autoritarismo teórico y práctico, esa “mano dura” del gobierno, simplemente responden, una vez más desde la modernización priísta, al seguimiento ortodoxo de la doctrina del shock económico: disminución del gasto social, desregulación jurídica y privatización de bienes públicos, protegida toda esta “política” económica por el estado policial-militar encargado de reprimir y escarmentar las protestas sociales que la violencia de la misma genere. Paradoja nacional o miseria de sus dirigentes o mal karma histórico: mientras los centros económicos de todo el planeta atemperan el salvaje liberalismo friedmanita, vigorizan la economía de la gente, disminuyen los impuestos y eficientan el gasto público, en México ocurre lo contrario, las autoridades dan otra vuelta de tuerca al exprimidor: ahora sigue lucrar con la energía eléctrica.
Hay momentos en los que debe tomarse partido y para muchos éste puede ser uno de ellos, cuando un sindicato combativo y “democrático”, según la viciada usanza gremial de la izquierda mexicana, corrupto y clientelar, sobrepagado mediante un contrato colectivo impensable en estos días de horror económico, quizá será capaz de galvanizar un amplio y en parte difuso horizonte de descontento, de hartazgos colectivos, de encabronamiento mayoritario, de desconfianza irreversible en la esfera gubernamental y en la clase política nacionales, dándole así a tantos ciudadanos una expresión articulada, simbólica y a la vez activa, que concentre los agravios sociales del sistema capitalista y el malgobierno endémico, del desempleo y la pobreza, de la desintegración y la miseria crecientes en el país.
Y dada la grave crisis de representación política vigente de derecha a izquierda en todo el país, un sindicato como el SME contaría con la legitimidad moral de la defensa de sus derechos, así varios hayan sido excesivos, y con la capacidad operativa de una estructura centralizada, que el tiempo ha vuelto resistente y flexible.
La parte contraria ya está haciendo lo mismo: aquel horizonte más delineado que el otro donde coinciden analistas, medios de comunicación, grupos empresariales, gobernadores, partidos, legisladores, todas las derechas locales, gente de buena fe y etcétera, unificado en la entusiasta aprobación de la medida y en la exigencia de avanzar en la supresión de los indebidos privilegios de otros gremios, y en lo que, eufemísticamente tratándose de nuestro país, se denomina “competitividad”. Los 1,000 kms de fibra óptica de la compañía de Luz y Fuerza del Centro, y el multimillonario negocio potencial del triple play que significan, son una parte esencial del decreto presidencial emitido un domingo: en la degradación de los significados que también nos aqueja ese botín suculento encarna dicha “competitividad”.
Son muchos los frentes de disputa y confrontación que se van abriendo en el régimen panista. Y no se ve claramente, hasta ahora, dónde desembocarán. Como suele ocurrir en la doctrina de la aparición simultánea, cada causa anuncia ya su efecto. Pero el tema, a menudo torturante, es que éste sólo se muestra y cobra sentido cuando finalmente ocurre. Igual funcionan los oráculos: se comprenden hasta que sucede lo que advirtieron, antes no.
Dios quiera que la selección mexicana no vaya a ganar el mundial de Sudáfrica. El decreto presidencial emitido en tal fecha fantástica podría ser bastante más lamentable. Lo advirtió el Tarot de Jodorowsky: México es el país que se crucifica a sí mismo. Acaso después de que ello concluya sobrevendrá el equivalente mundano de la ascensión. Aunque sea a la mexicana.

Fernando Solana Olivares

Sunday, October 11, 2009

NOTICIAS POST

Leído apenas el ocaso de García Márquez (Gerald Martin, Proceso 1718), una imagen que escribe su biógrafo queda en la memoria. El casi postrero gran escritor confiesa que está deprimido. ¿Por qué, con una vida como la tuya?, pregunta Martin. Por lo de afuera, porque todo esto se está acabando, contesta el hombre viejo dueño de las palabras, a solas con su entrevistador en el salón vacío, y hace un gesto señalando el mundo de afuera, “el siglo XXI (que) pasaba ante nuestros ojos a velocidad vertiginosa”.
La escena va más allá de alguien que se entristece ante su propio final; consiste, más bien, en la emoción nostálgica de mirar el final de las cosas. O de ciertas cosas, para atemperar la tajante afirmación. La melancolía de García Márquez puede obedecer, además, a la tarea del escritor-narrador: ser el custodio de las metamorfosis que ocurren ante sus ojos o las sugiere su intuición. Es el sentimiento de pérdida que viene aquejando a la Galaxia Gutemberg cada vez más aceleradamente. Continuarán las palabras, desde luego, son las marcas del espíritu, pero su vehículo, el libro, será pieza de museo o posesión de monjecopistas.
Y ya que no quedan nuevos comienzos en la cultura, según bien dice George Steiner, los verdaderos comienzos resultan contraculturales, pequeños formatos. Por eso mi joven amigo, quien no conoce a García Márquez ni a Steiner, me lo dice con fruición. Está sembrando bambú en una hectárea de tierra y registra a su alrededor una considerable cantidad de amenazas de la época, pero éstas no lo perturban, ni siquiera lo preocupan, pues él suele colocarse en un futuro posterior a este momento. Aunque vive en el presente, como cualquiera que lo conozca podría jurar.
Mi joven amigo es post-apocalíptico. Su mujer, aún más joven que él, está embarazada, y los dos lucen plenos de alegre confianza, de bienestar. Practican y se preparan, sin necesitar conceptualizarlo, para dominar el arte más viejo que se conoce (Sloterdijk): el arte de hacer seres humanos. Y entre todo ello, él cultiva bambú, una planta de crecimiento superior a todas, hermosa y rentable, mutifuncional y útil, comestible. Mi amigo celebra este final emprendiendo otros asuntos. Es un jardinero fiel y tiene ya 250 macetas y tres pequeños jardines en la zona rural donde vive, uno de ellos japonés, los cuales riega llevando la escrupulosa cuenta del tiempo y del agua.
El Cándido de Voltaire termina en un jardín, que es donde comienza también la edad adánica, el bien y el mal, la expulsión y la caída. Dice Kafka que perdimos el paraíso por impacientes y que por impacientes no podemos regresar a él. Pero como todo buen jardinero, mi amigo es paciente. Estar en el presente requiere comportarse así. Me confía cuestiones que va sabiendo por sus navegaciones en la red, donde frecuenta sitios propios de sus convicciones terminales.
En el pasado me ha sugerido ciertos links nuevaera y banales, pero también otros muy interesantes. Tal ingenuidad, sin embargo, es parte de su encanto, de su mirar las cosas de otra forma. Me advierte sobre fechas cercanas, de aquí a unos días, donde la búsqueda de matrices semánticas en la red, de palabras repetidas, indica reiteradamente que vendrán acontecimientos graves (“¿Cuánto?”, pregunto; “diez veces más graves que el 11-S”, me responde con su suavidad característica: “guerra nuclear entre Irán e Israel, por ejemplo, o revueltas sociales profundas en Estados Unidos”).
Son los tópicos de esta hora. Sentados a la mesa conversamos de los signos de los tiempos, como si el momento fuera bíblico y requiriéramos, ahora impacientes, adelantar un poco las agujas del reloj de los acontecimientos. Una charla tal se llama pre-meditación, según el filósofo: vislumbrar imaginariamente lo que puede ocurrir, intentando reducir de esa forma la dura aspereza de lo inesperado. A la manera de una comprensión anticipada, pues todo lo que se nombra como posible se puede entender y aceptar: re(a)signar. Y con mi joven camarada pongo en curso aquella gramática de la pertenencia mutua, nos escuchamos estando juntos.
No le comento a mi amigo, su antípoda, que el anciano mago de la imaginación narrativa está triste viendo pasar días que, como el hielo en su novela canónica, se derriten. Cuando su última obra llevada al cine se topa con la farisea censura de una coalición contra el tráfico de mujeres, quienes aseguran que Memoria de mis putas tristes fomenta la pedofilia y la prostitución infantil. Media literatura universal tendría que ser quemada según ese criterio inmoral.
Hasta que llegue el día, que según mi interlocutor ya se aproxima. Mientras tanto me explica que hay varios tipos de bambú: estructural, semiestructural, comestible, y uno negro, más caro, de gran belleza y profunda extrañeza. No puedo pensar que su urgente sentido de lo inminente haya contaminado su esperanzado sentido del tiempo: se va a acabar, sin duda, pero luego comenzará.
Esta joven pareja viene de regreso y va de salida. Entre otras virtudes que parecen resultarles naturales y espontáneas, ya dejó de mirar atrás. Cuando salga hacia lo que ocurra: realineamiento, refundación, catástrofe, o lo que sea, no correrá el nostálgico riesgo de volverse estatua de sal. Diría mi amigo que todo final es un volver a comenzar.
Y sí: aquí andan ya las nuevas gentes, el nuevo pensamiento, la originalidad. Los que reanudan todo, aunque distinto, otra vez. Los resistentes, los ocupados, los malditos tranquilos. Los que invirtieron la pauta sentimental.

Fernando Solana Olivares

Friday, October 02, 2009

CONTACTO VISUAL

Ya poniéndose uno maniqueo, puede creer que hay mal y bien, blanco y negro, noche y día. Saltar por encima de los grados de la escala, ir hasta sus extremos, y sí: creer que los malos y los buenos. Nada de aquello sartreano de semivíctimas y semicómplices, como toda la gente. Un mundo bipolar: los ojetes y las buenas personas.
O simplemente los asustados, quienes no soportan el contacto visual con los otros, esos hombres y mujeres que sienten ser de cristal. Es más masculino reclamarlo, desde luego. Pero en el otro género también se hace:
---¿Qué me andas viendo?
Se lo dijo un hombre joven a otro mayor que llevaba lentes oscuros. Éste no lo veía especialmente, había hecho un rápido y efímero contacto visual con el sujeto pero ahora su atención estaba en otra cosa.
---¿Cómo puedes saber que te estoy viendo a ti? ---preguntó el otro, sorprendido, y se quitó los lentes para mirarlo a los ojos.
---Yo me fijo, yo me fijo ---respondió el paranoico, un poco descolocado y con la boca seca. Era un chofer de taxi que se fue a sentar en una banca cercana, con otros colegas tan dudosos como él.
El hombre, quien parecía estar esperando a alguien, siguió comportándose con normalidad y observando el soleado cielo donde comenzaba a llover, dando unos pasos por la acera, entrando y saliendo de la terminal cada vez que llegaba un camión.
Luego apareció un arco iris completo. Lo cruzaban grupos de garzas que iban de vuelta a pasar la noche en las lagunas. Podría ser que el hombre estuviera contando los grupos de aves a la espera de un cierto número de ellas, siete, por ejemplo, que le anunciarían la llegada de quien estaba esperando: su mujer, como luego se haría evidente.
La sentencia psicoanalítica asegura que el paranoico se pregunta a sí mismo si está vivo o está muerto. El hombre pensó en una variante: el paranoico cree que el otro vio algo oculto de él: su ser como una caja de cristal. A confesión de parte, relevo de prueba. ¿Qué había visto en verdad del sujeto para que él así lo creyera?
Se dio cuenta que había hecho contacto visual y verbal con el hampa paranoide y, cuando menos, con varios de sus energúmenos: el contactado mismo, un camarada suyo que lo triplicaba en peso y lo doblaba en altura, y otros con los cuales se había ido a la banca a sentar.
---Somos ángeles caídos, pero yo soy bueno y ellos son malos ---se dijo el hombre a sí mismo, recordando la cita evangélica: “¡Sé caliente o frío, puesto que si eres tibio, te vomitaré!” A continuación llegó su mujer. Dos grupos sucesivos de siete garzas acababan de pasar volando y el taxista reclamante ya se había marchado de la base de la estación para hacer un viaje.
“Lo que verdaderamente divide a los hombres no es la lucha por la vida o la lucha de clases, sino la guerra de los ángeles buenos contra los ángeles malos que habitan indistintamente la carne de los ricos y de los pobres, guerra que se remonta al origen de los tiempos y que continuará infatigablemente hasta la consumación de los tiempos”.
---Eso escribió en su exilio parisino el conde Emanuel Malynski, testigo presencial de la Revolución Rusa y de sus prolegómenos, luego de analizar en su libro La guerra oculta el complot financiero y político internacional para destruir el viejo régimen zarista e instaurar la dictadura bolchevique ---le contó por la noche el hombre a su mujer.
Buscaba equivalencias para acomodar lo ocurrido y la certeza tenida entonces sobre los buenos y los malos. Su mujer repuso:
---Es bastante maniqueo e incomprobable. La lucha por la vida puede argumentarse, la de clases también. Pero lo de los ángeles es metafísica. Y como no lo percibimos, de ello no se puede hablar.
Toda pareja se empeña en una tensión que oscila entre el diálogo, el monólogo y el silencio. Así que el hombre y la mujer se dedicaron a oscilar.
---Concedo que suena fantástico. Pero aunque sea lenguaje figurado, le creo a ese aristócrata muerto: “Una nueva época comenzaba en la historia del mundo. Con ella se iniciaba la era de las finalidades apocalípticas”.
---Te obsesionan los finales, ¿verdad?
---Son propios de esta época, cuando la única acción posible en un mundo en ruinas es mantener la coherencia, ¿qué no?
---Aun los ángeles tendrían que definir esa coherencia, dada la incoherencia de su situación: seres caídos en el mundo material.
Y por ahí siguió la plática, como si la realidad fuese un espejo de agua reflejante y feroz. Después todos durmieron, los buenos en su casa y los malos en la suya, pues el sueño unifica cualquier condición.
La moraleja resulta transparente y este hombre quizá la encontró. El momento actual no permite contactos visuales que lleguen a ser percibidos por aquella gente que está hecha de cristal. Y quitarse los lentes oscuros en tal caso habría sido una pura heroicidad: o el reclamante le partía la madre o sufría una descolocación.
Pero como los tiempos están moviéndose tan rápido, para estar a la altura de uno mismo y de ellos hay que estar a la altura del azar: desprevenidos. Igual que si otra comedia del arte surgiera entre nosotros, aquí precisamente en el nuevo medioevo de la tardomodernidad: la vida misma que requiere una improvisación constante y espontánea, aunque paradójica porque el hostil clima público a la vez ocupa tener mucha precaución. Y buena suerte. Si no...

Fernando Solana Olivares