Friday, March 30, 2012

GENIO DE VUELTA.

Y súbitamente la vida no es la misma. Uno espera, rutinario, la continuación de la monotonía uniforme y en su lugar surge la brillante disonancia de lo inesperado, la manifestación paralela de fenómenos racionalmente inexplicables que van más allá del azar. Tres formas para nombrar tales epifanías: la sincronicidad, según Carl Gustav Jung, una recurrencia coherente de circunstancias iguales o parecidas sin conexión causal entre ellas; la serialidad, según Paul Kammerer, una agrupación de sucesos en configuraciones o conjuntos semejantes determinados solamente por la afinidad; la doctrina de la aparición simultánea, según el pensamiento budista, una perspectiva del veneno y el antídoto como hechos análogos que brotan a la par.

Acaso un orden simbólico poético de resonancias sutiles o un estado discretamente tangible de interdependencia superior. Como sea, hace apenas unos días fue dado a conocer un texto inédito de Albert Camus, escrito en noviembre de 1939 para el periódico argelino Le Soir Républicaine del cual era codirector y prohibido por la censura que el régimen francés colaboracionista aplicaba sobre todo a los diarios de ultramar. En él, conforme al reportaje de Miguel Mora publicado por El País, Camus reflexionaba sobre los dilemas del periodista para cumplir con la obligación de informar en tiempos de conflicto y no perder su independencia y libertad “ante la guerra y sus servidumbres”.

Secuencias, parecidos, continuidades: los tiempos siguen siendo los mismos y los dilemas que presentan también. Así, las cuatro exigencias o condiciones que Camus proponía hace 72 años resultan tan vigentes hoy como lo fueron entonces, no nada más para las tareas periodísticas sino, señaladamente, para el difícil arte contemporáneo de existir y eventualmente comprender, dotar de sentido aquello que se vive: la lucidez, el rechazo, la ironía y la obstinación. Formulaciones que, como observa Miguel Mora, constituyen “los puntos cardinales” de la obra novelística y filosófica del autor de La peste y El hombre rebelde.

La lucidez “supone la resistencia a los mecanismos del odio, de la ira y el culto a la fatalidad”. Proponiendo de nuevo un como si —tan antiguo precepto surgido en el Bhagavad Gita donde Shiva, la deidad, instruye a Arjuna: combate como si el combate tuviera sentido, vive como si la vida tuviera sentido—, Camus afirma que un periodista no debe desesperarse para luchar por lo que sabe verdadero “como si su acción pudiera influir en el curso de los acontecimientos”, ni publicar “nada que pueda excitar el odio o provocar desesperanza”.

El rechazo significa que “frente a la creciente marea de la estupidez es necesario oponer alguna desobediencia”. Y el autor francés, muerto prematuramente en 1960, creyente heroico en que ninguna presión obligará a un espíritu limpio a subordinarse ante la deshonestidad o servir a la mentira, escribe que un periodista libre, “si no puede decir todo lo que piensa, puede no decir lo que no piensa o lo que cree que es falso”. Esa “libertad negativa” es para él “la más importante de todas”.

La ironía contiene “un arma sin precedentes contra los demasiado poderosos: completa a la rebeldía en el sentido de que permite no sólo rechazar lo que es falso, sino decir a menudo lo que es cierto”. No vemos a los poderosos —“Hitler, por poner un ejemplo entre otros posibles”, señala Camus— utilizar la ironía socrática. Es decir, la facultad clásica del conocimiento que disminuye la importancia personal; o la ironía romántica que considera toda situación como una sombra, un juego subjetivo del yo; o aun la ironía como inteligencia crítica, esa libertad interpretativa de la conciencia ante cualquier hecho o realidad.

La obstinación consiste en desarrollar una voluntad indispensable “para superar los obstáculos que más desaniman: la constancia en la tontería, la abulia organizada, la estupidez agresiva”, escribe Camus. Y para el final de la guerra, el autor de Los justos propone “un método del todo nuevo que sería la justicia y la generosidad”. Una misión “modesta y ambiciosa que tocará al hombre independiente”. Y aunque la historia tenga o no en cuenta estos esfuerzos, “habrá que hacerlos”, concluye un texto escrito hace siete décadas y no publicado en aquel momento porque su destino y sus destinatarios apenas surgirían hoy, en un mundo que se desploma pero ante el cual debe actuarse como si recién se reconstruyera. Un genio está de vuelta: nunca se fue.

Fernando Solana Olivares.

Friday, March 23, 2012

DEL MUNDO DESINTEGRADO .

“Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración era posible ofrecer de él una imagen verosímil”. De esta manera explicó Elías Canetti la naturaleza de uno de los libros más inquietantes en lengua alemana escritos durante el siglo veinte: su novela Auto de fe.

Parte de un proyecto irrealizado ---la “Comédie Humaine de la locura”, como lo bautizó su autor---, Auto de fe sería una de las ocho novelas dedicadas a personajes extremos, “individuos-límite dentro de su disparidad” y al borde de la enfermedad mental, entre los cuales había un fanático religioso, un obseso de la técnica que elaboraba planes cósmicos, un coleccionista enajenado, un poseído por la verdad, un despilfarrador nihilista, un enemigo irracional de la muerte y, también, un “hombre-libro”.

Este último, el profesor Peter Kien (en el primer esbozo llamado Kant), erudito especializado en sinología, libresco tanto en sus sueños como en su vigilia, es el protagonista de esa atmósfera disgregada que la novela (escrita entre 1930 y 1931 en la Viena de Sigmund Freud y Karl Kraus que vivía el ascenso del nacional-socialismo) construye con estímulos en apariencia tan aleatoriamente desintegrados como ella misma: el convulso Berlín de Grosz, de Brecht y de Babel, “personalidades extremas y obsesionadas”, según Canetti; el compromiso total con la literatura de La metamorfosis de Kafka, que le parecía “un grado de perfección sumo”; la transparencia prosística de Stendhal, a cuyo Rojo y Negro acudía diariamente en búsqueda de un antídoto contra la escritura de la desintegración; el elegante rigor de la química, materia que por entonces estudiaba; los elementos que desde la ventana de su habitación se le ofrecían: un bosque, los edificios del manicomio de Steinhof y un campo de futbol del cual sólo escuchaba la vociferación dominical de la muchedumbre, fenómeno al que Canetti se dedicaría durante de más de treinta años hasta concluir su obra mayor, Masa y poder.

Muchas de las metáforas esenciales (mostrar lo otro de lo mismo) de Auto de fe pueden ser asignadas a la Viena de principios del siglo pasado, aquella ciudad llamada Kakania por Robert Musil donde se anunciaron los signos postreros del laboratorio cultural de la tardomodernidad occidental. Pero también deben ser leídas como una descripción tan puntual como vigente del mundo de nuestros días. La desintegración, para Canetti, es sobre todo la desintegración del lenguaje, de sus significados y usos, de su sentido ontológico y esencial; es decir, el lenguaje de la alienación, por el cual cada quien vive el mundo en un compartimento estanco y lo verbaliza sin ser entendido ni entender a los otros, sin esforzarse para lograrlo, sin lamentarlo también.

Un mundo donde no hay evidencias que merezcan compartirse colectivamente, la sociedad de Auto de fe y los personajes que la integran han perdido la noción de los acuerdos básicos entre ellos. Todos viven en el límite de lo personal, de lo subjetivo, así fabrican realidades endógenas e intransmisibles, sólo circunscritas a las desoladas fantasías de cada cual. Y la ausencia de lo concreto, ese gozne que sostiene los vínculos de las personas, resulta agobiante y abrumador por todos los irremediables equívocos existenciales a los que da lugar.

Sin embargo, Auto de fe, contra lo que pudiera pensarse, no es una novela de atmósferas tristes y en ella el sufrimiento y sus secuelas no desempeñan un papel principal. En la introspección

de los personajes, que por desmesura alcanzan un tono de parodia, la imaginación los lleva a trascender la tragedia de su auténtica condición: la obra concluye con el profesor Kien prendiéndose fuego en medio de su gran biblioteca y riendo a carcajadas como jamás había reído. La risa de los locos, sí. No el inexpresivo abatimiento de los normales. Y quizá por ello sea más inquietante aún. El principio de realidad exigiría que lo patético se celebre como tal, que no se entrecrucen gestos de otras circunstancias. Pero en el mundo desintegrado todas las cosas se trastocan y los sacrificios son saludados a carcajadas.

La desintegración del mundo significa un desorden y un desorden es un orden que (todavía) no se puede ver. Por eso anotaría Canetti, hablando de sí mismo: “Domador por desasosiego”. O igual: “Direcciones para después”.

Fernando Solana Olivares.

Sunday, March 18, 2012

ANOTACIONES ZOMBIES.

1. Se reducen los espacios del texto, se adelgazan los artefactos del mundo tecnológico, la imagen plana domina toda realidad, las páginas impresas ahora deben parecer portales cibernéticos, los antes bibliófilos claman porque ya no se compren libros para las bibliotecas públicas sino que se proceda a su digitalización. El yo difuso que provoca el ver como única acción cognitiva del homo videns reemplaza al yo vertical que surge en el acto complejo del comprender característico del homo sapiens. Pero los cuerpos humanos cobran venganza de la bidimensionalidad vicaria y artificiosa, de la meliflua simplificación del contexto y el volumen, de la reducción virtual de los objetos, y entre los sedentarios habitantes de las sociedades modernas se ceba la pandemia del ensanchamiento que llamamos obesidad.

2. Viajando en un tranvía praguense, Franz Kafka sintió de pronto una total inseguridad sobre su lugar en el mundo, en la ciudad, en su propia familia. ¿Qué sentirá al respecto aquel que va aplastado por la muchedumbre en un vagón de metro de cualquier megaciudad? Acaso ni siquiera sienta: es la única estrategia posible ante una situación insoportable donde las preguntas por el sentido existencial y el lugar de cada uno en el mundo tardomoderno ya no se pueden ni se deben formular.

3. Como sólo conocemos una pequeña parte de la historia humana (del siglo VI a. C. hacia atrás todo es mito, leyenda o fantasía especulativa), creemos que siempre ha estado determinada por la extrema crueldad y que el mundo, como escribió Schopenhauer, “no es solamente un infierno, sino que sobrepasa al de Dante en tanto que cada ser humano debe ser un demonio para con el otro”. Pero el filósofo alemán hablaba de este mundo moderno, no del mundo en general. Hubo épocas humanas distintas al horror actual en el pasado remoto, y las habrá sin duda en algún futuro histórico.

4. El desmembramiento y el degüello de los cuerpos asesinados en la guerra criminal corresponden, tanto semántica como escénicamente, al desmembramiento moral y a la degradación psíquica tan frecuente y generalizada en estos días aciagos. Dado que todo se ha cosificado, las sentencias del pesimismo (un mero optimismo bien informado) deben considerarse una y otra vez, así superficialmente parezcan atroces, desalentadoras o paralizantes. Ellas llevan a comprender, a abrazar y ceñir, a rodear por todas partes algo, a penetrar en ello, a provocar en nosotros lo que Sorel llamó “disponibilidad”: estar listos para, prepararse ante, prevenir lo que vendrá.

5. “El mundo es un escenario, y los hombres y las mujeres son meros actores en él”, dijo famosamente Shakespeare en Como gustéis. Cuatro siglos después Martin Buber, citado por Borges, escribiría “que vivir es penetrar en una extraña habitación del espíritu, cuyo piso es el tablero en el que jugamos un juego inevitable y desconocido contra un adversario cambiante y a veces espantoso”. Tal vez lo esencial de estas reflexiones ---la primera un anticipo amable de la crudeza de la segunda--- sólo consista en la doble circunstancia del juego y la representación, es decir, de su impermanente insustancialidad. Actuamos, jugamos, terminamos. ¿Qué viene después?

6. Mientras agonizaba, el emperador Augusto preguntó a quienes estaban alrededor de su lecho cómo había desempeñado su papel. Pidió entonces, cesárea ironía, ser aplaudido por ellos y cerró los ojos después. Séneca aconsejaba ---consolación de la filosofía--- consumir la vida antes de morir. Cumplir a conciencia el papel asignado y no quejarse al destino por el reparto, sabiendo que toda obra escénica habrá de terminar. La muerte es el único día democrático para todos, pero hoy se precipita por mano ajena y no hay garantía alguna de que llegue a tiempo, que avise de su presencia, que sea justa y merecida o cuando menos lógica, aceptable, habitual.

7. Los zombies, cuerpos inanimados que las artes brujeriles reviven, ahora salen a las calles en legión. Provienen de las películas de moda como parte de una simbolización donde lo humano conocido se transforma porque el pasado ya no ilumina el futuro y el espíritu camina en la oscuridad. Zombies tecnológicos, zombies emocionales, zombies somáticos. Tal es la variante anunciada de una pesadilla necrófila que se quiere globalizar. Quedan en pie las formas de la resistencia cultural y entre ellas la indagación paranoica: ¿estamos vivos o estamos muertos? Preguntarnos sigue siendo la manifestación plena de nuestra vitalidad inteligente, de nuestra humanidad.

8. Tribulación, palabra derivada de tribula, un rastrillo que se usaba para separar la paja del trigo. Entendido de tal manera, el dolor lacerante de la época no es lo que superficialmente parece ser sino lo que en el fondo significa: toda tragedia atribulante es una criba, una purificación. Jacinto Benavente decía que en el placer nos gastamos y que en el dolor nos hacemos. Pagamos en nuestra época el durísimo peaje histórico de un mundo que se derrumba y de otro que aún no aparece, pero ésta es la circunstancia que nos ha sido dada para vivir. La única función de la conciencia es encontrarle sentido, así, paradójicamente, la realidad aparente no tenerlo.
9. La mirada de la inteligencia, afirmaría el filósofo, lleva la impronta de servir a la voluntad. Amarga es entonces la sustancia del reconocimiento aunque indispensable para seguir en movimiento, vivir con los ojos abiertos y con la mente dispuesta a comprender. Existe un consuelo incuestionable: decirnos siempre a nosotros mismos, en toda circunstancia: también esto pasará. O como proponen los alquimistas: disuélvelo y coagúlalo. O como clamaría el místico cristiano: despéñate, torrente de la inutilidad.

Fernando Solana Olivares.

Sunday, March 11, 2012

EL ASESINATO DE MAGALY.

El lunes 25 de febrero, a las 9:30 de la noche, Magaly Susana Jiménez Moreno, una joven de 21 años, fue secuestrada a las puertas de la fábrica donde trabajaba, Helados Nestlé, filial de la empresa transnacional suiza asentada en Lagos de Moreno, Jalisco, por un hombre que violentamente la obligó a subir a su automóvil llevándosela con rumbo desconocido.
Tanto los trabajadores del turno nocturno que en ese momento ingresaban a las instalaciones de la fábrica como los encargados de vigilancia de la misma presenciaron el secuestro pero ninguno intervino. El esposo de una de las compañeras de Magaly avisó a los padres de la joven, Juan José Jiménez Juárez y María Estela Moreno García, quienes pocos minutos después llegaron al lugar.
Los atribulados padres solicitaron la presencia de la policía municipal, la cual envió una patrulla más de dos horas después del brutal suceso, y desde ese momento constataron la ineptitud e indiferencia policiacas tanto como la insensibilidad de la poderosa empresa, cuya responsabilidad, según dijeron los propios encargados de vigilancia, solamente se iniciaba puertas adentro de la misma.
Comenzó entonces un triple horror que terminaría parcialmente el martes 6 de marzo, cuando el cadáver de la joven fue descubierto casualmente por un perro, medio envuelto en bolsas negras de basura como infame mortaja y semienterrado entre escombros al pie de un barranco de la carretera Lagos de Moreno-León, no muy lejos del sitio donde había sido secuestrada.
Aunque ahora estudiaba Enfermería, llevada a ello por la apremiante situación económica de su familia, dos años atrás Magaly estuvo inscrita en la carrera de Humanidades del campus de la Universidad de Guadalajara en Lagos de Moreno y fue mi alumna en un par de materias: Historia de la Cultura y Modelos Literarios. Recuerdo sus ojos expresivos, su desarmante franqueza y su encantadora sonrisa, prendas impecables con las cuales alguna vez me convenció para aplazar durante una semana el examen de Narrativa que debía presentar.
El miércoles pasado, mientras iniciaba la escritura de otro texto para esta columna ---“Tribulación, palabra derivada de tribula, un rastrillo que se usaba para separar la paja del trigo. Entonces el dolor lacerante de la época no es lo que parece ser sino lo que en el fondo significa: toda tragedia atribulante es una criba, una purificación”--- sonó el teléfono de la casa: un alumno me avisaba del fortuito hallazgo del cadáver de Magaly.
Si el primer horror había sido el cobarde secuestro de la joven en medio de la inacción atemorizada de sus compañeros de trabajo y el inhumano desentendimiento de sus empleadores, su digna y afligida madre, devastada por el injusto, incomprensible dolor de haber perdido a una hija buena y bien querida por todos, quien era a la vez su hermana menor y su íntima amiga, me contó con entereza y coherencia el segundo horror del maltrato policiaco, de la sevicia burocrática de agentes y comandantes patibularios y abúlicos que tácitamente le exigieron a ella realizar las investigaciones necesarias para dar con el paradero de la joven y proveerlos de pistas y datos que nunca estuvieron dispuestos a buscar por su cuenta.
Y el tercer horror de la tragedia lo vería yo mismo, aunque ella también lo anticipara: “yo sé quién era mi hija y no me importa lo que pueda decir la gente”. Desde la atrofiada señora laguense del café que ante la estúpida nota a ocho columnas del periódico local a. m. sobre el asunto sugiriera que quizá Magaly “se lo había buscado”, pasando por la inhumana maestra universitaria que declararía su desinterés por tratarse de una ex alumna, hasta el condiscípulo asustado que le recomendaría a otro: “no protestes porque te puede pasar lo mismo”.
La sociedad del miedo nos empieza a convertir en una sociedad de esclavos moralmente acobardados y éticamente indiferentes. Algunos, quienes seamos, marcharemos dentro de dos semanas por las calles de esta ciudad provinciana, hasta apenas ayer apacible y a la cual ya llegó la descomposición de los atroces días posmodernos, para alzar la voz y oponernos a ese mal absoluto, a ese mal radical que consiste ---efectos brutales de causas profundas--- en el inaceptable quebrantamiento de todos los valores humanos. El perverso feminicidio de Magaly, su espantoso sacrificio, servirá tal vez para vencer el miedo, derrotar el silencio e iniciar el largo camino colectivo hacia la curación de nuestra enferma sociedad.

Fernando Solana Olivares.

Monday, March 05, 2012

EL AFÁN DE CADA DÍA.

La experiencia de Milosz tuvo alcances trágicos. Fue la pérdida no solamente de los dulces consuelos de lo cotidiano —esos gestos no razonados que están en el orden habitual, único accesible—, sino de aquello que para él, por su oficio expresivo, significaba un doble castigo: la desaparición de su lengua, el lituano, un instrumento singular e irremplazable con el que salía de sí para buscarse entre los otros. Horror tal vez, si cabe, mayor para un poeta que la misma pulverización geopolítica de su pequeño país a manos de la voracidad imperialista —ayer los normandos, después los rusos soviéticos—, cuyo saldo de todas maneras resultaba impagable porque ni el recuerdo ni la nostalgia restituyen del todo aquello que se les arrebata.

Veterano del horror moderno —desde el holocausto nazi hasta la ruptura en mil pedazos de las añejas tradiciones culturales y étnicas—, Milosz enfatizaba algo tan vigente entonces como lo está hoy en todo el planeta: la pesadilla de la historia contemporánea. “Compadezco —escribió— a los que de pronto descubren el tiempo histórico sin preparación, como un iletrado descubriría la química. Pero también compadezco a los que creen obedecer un llamado definitivo: la historicidad, que nos exige una constante renovación, (y que) no es para ellos más que bruma e ilusión”.

En Milosz no aparecen las cimas del escepticismo terminalista —la certeza del fin del mundo— o las adocenadas confianzas de la rutinaria inmovilidad —la convicción del mundo que sigue igual—. Surge en cambio un estoicismo inteligente y creativo, valientemente humano, que reconoce méritos en el desastre de un tiempo precipitado, distinto, el cual obliga a reconocer un interés superior a las divisiones entre lo individual y lo colectivo, a los estilos de las instituciones, a la estética de la política, a las añejas certidumbres del límite de las cosas y de nuestra propia importancia personal, nada más que alumnos para siempre de un curso preparatorio. “Sospecho que en esos países donde el individuo va de la infancia a la vejez, caminando sobre un fondo colectivo casi inmóvil, donde sus hábitos no son perturbados por trastornos sucesivos del orden social, se cae fácilmente en la melancolía de las cosas fijas y opacas”.

La esencia de lo trágico es la perentoria obligación de tener que sacrificar ciertos valores ante otros. Pero según Milosz, sólo al precio de una experiencia tan intensa es como aparecen bajo una nueva luz las antiguas verdades. Quizá tal reconocimiento nada más represente una racionalización de la dificultad y la carencia, de las pérdidas y su supuesto significado. Sin embargo, puede creerse que es un como si: la dramática intención humana que requiere dotar de coherencia el tiempo que nos ha sido dado para vivir.

¿Por qué tal tiempo? No lo sabremos sino hasta el final, cuando acaso la vida vivida revelará su sentido y la muerte se presentará como un tránsito o un portal. ¿Para qué tal tiempo? Milosz respondería que “durante las grandes catástrofes hay que esforzarse por vivir bien, única garantía de salvación. ¿En qué consiste esto? Consiste en no pecar contra la estructura del universo que es razonable”. Ese “pecar” significa forjarse quimeras sentimentales, confundir los valores efímeros con los valores absolutos —confundir el hecho con el valor— e impedir que nuestro pensamiento discierna entre los efectos circunstanciales y las causas originadoras.

La historia castiga a quienes la ignoran lo mismo que a quienes la convierten en todopoderosa deidad. Vivir bien es hacer de la adversidad una exigencia aceptada y así resistir. Desde los gnósticos cristianos hasta los Diggers del San Francisco hippie, desde Séneca hasta Iván Illich, se sabe que la auténtica libertad consiste en hacerse cargo de uno mismo. Una frase del Sermón de la Montaña (Mateo 6:34) condensa esta voluntad esencial: “Bástale a cada día su afán”. Así como el arte carece de fuerza expresiva cuando no se sumerge en las llamas del purgatorio creativo, el ser no se templa sino en la adversidad. De ahí que Milosz haya convertido la pérdida en ganancia, el dolor en canto lírico, el silenciamiento de su lengua en poesía universal.

Fernando Solana Olivares.