Friday, November 30, 2007

LAS BUENAS MAESTRAS

No cabe duda que. Me parece insano comenzar así un texto. Pero me dejo guiar por un consejo escritural siempre peligroso: la primera idea es la mejor idea. ¿Cómo distinguir entre una ocurrencia y una idea? He ahí el dilema. Sólo siguiéndolas hasta el punto en que demuestren su condición: la ocurrencia se desvanecerá de pronto y la idea quizá se volverá prosa.
No cabe duda, entonces, que las putas tristes son las putas que piensan, como afirma Nell Kimball (o Goldie, según su nombre de batalla, tanto éste como el anterior falsos) en Memorias de una madame americana (Sexto Piso/Conaculta Fonca, México, 2006), un penetrante volumen biográfico acerca del sexo en el burdel de lujo, el poder, el dinero, el deseo y la moral, un libro extraordinario acerca de la condición humana manifiesta en su plena honradez pues ahí es donde está, literalmente, desnuda.
La tía Letty le explicó a Nell, cuando tenía ocho años, que “Toda chica está sentada sobre su fortuna, si tan sólo lo supiera.” Vivían en una granja infértil de Illinois donde ella había nacido en 1854, y de la que se fugó con su primer novio cuando cumplió quince, dejando atrás una infancia rural llena de hambre, pobreza, brutalidad y supervivencia, donde el sexo era visto y practicado con silvestre naturalidad.
“Al mirar hacia atrás en mi vida ---escribe al comenzar sus memorias---, y es la única manera en que puedo mirarla ahora, nada en ella salió de la manera en que la mayoría de la gente hubiera querido vivirla. Y aunque empecé a los quince años en Saint Louis en una buena casa, sin planes, deseando únicamente como toda puta joven ponerme en cuclillas para ganarme algo de comer y de vestir, terminé como una mujer de negocios, y me convertí en una madame de casa de citas, que reclutó y disciplinó putas, que atendió lugares de lujo. Siempre me he preguntado, también, por qué sucedió todo de esa forma. Ahora puedo decirlo: si alguna vez llegué a tener remordimientos, nunca tuve arrepentimientos.”
En 1917 el gobierno clausuró Storyville, zona roja de Nueva Orleans, y Nell debió retirarse. A partir de entonces escribió este libro de memorias que ya anciana, y de nuevo empobrecida pues había perdido el dinero ganado durante años de profesión, ofreció al escritor Sthepen Longstreet para publicarse. Ninguno de los editores a los que fue mostrado en 1932 quiso correr el riesgo de imprimir un manuscrito que por su cruda franqueza expresiva podía afectar hipócritas susceptibilidades morales, y no fue sino hasta más de treinta años después, en 1967, cuando por fin apareció.
“En esos días en Flegel’s (la primera casa de citas a la que llegó) aprendí que el sexo ocupa como el ochenta por ciento de la imaginación de un hombre, (...) imágenes en su mente que dejarían exhausto a un joven sultán. (...) Pura fantasía de chaqueta, imposible de efectuar, y ridícula en sus juegos y exigencias extrañas”. El sexo no es romántico, supo Nell Kimball desde que la biología animal le dio sus primeras lecciones rurales al respecto, y asimismo creyó, persuadida por su experiencia, que una puta era una esposa superior. “Al menos en esa parte de la vida que es la más íntima. Es superior a una esposa en el sentido de que tiene un entorno dramático, no es un hábito aburrido de casa.”
Autodefinida como una puta maravillosa ---“no veo ninguna razón para no admitirlo ahora que estoy a tantos años de mis días y noches de joven”---, la ciudad de Saint Louie y desde luego el burdel como su centro oculto le significaron a Goldie un agudo observatorio para además estudiar el sistema americano de corrupción política, que resulta ser fatalmente igual en todas partes: “La gente respetable votaba por tipos que metían las manos en la caja de la ciudad y la policía y los tribunales formaban parte del fraude. Y siempre había personas buenas con anteojeras y que no llegaban al fondo de las cosas, pero que a cada rato estaban implementando un programa de reforma. (...) Se elegían nuevos alcaldes y nuevos funcionarios y nuevos jefes de la policía. Los viejos fraudes continuaban. Quizá porque la gente bien y los santurrones eran los dueños de los congales y los prostíbulos.” Y parte de las mordidas se gastaban en Flegel’s.
Al mundo lo arruinan los dipsómanos de la moral. Así, el cura que se cogía a los monaguillos pero sermoneaba desde el púlpito para expulsar del pueblo al elegante y hasta respetable putero donde Goldie se ganaba dignamente el sustento, acabó siendo corrido antes por su incontinente pederastia. El “entorno dramático” de esta soberbia y admirable mujer consiste en usar las palabras para denominar a las cosas sin pauta alguna de sentimentalidad. Y dado que el sentimiento es la superestructura de la brutalidad, la aspereza descriptiva de Nell Kimball, su diestra economía expresiva, su profunda claridad cínica, son manifestación misma de la más alta dulzura humana que se pueda lograr, la de una atenta y amistosa mirada sobre la realidad personal: “nunca tuve arrepentimientos”.
Los caminos de la existencia son misteriosos. Toda rueda posee radios que van a dar a su centro. No importa por cuál de ellos se llegue con tal de que así sea. Las putas son buenas maestras y algunas, como Goldie, pueden volverse mujeres muy sabias y santificadamente humanas, qué caray.
Dos cosas más: gracias al amigo que me habló de este gran libro, gracias a la inusual y atípica editorial Sexto Piso que dice estar tejiendo sus diversos, notables títulos, a la manera de fragmentos de una novela. Acaso falten capítulos.

Fernando Solana Olivares

ESTAMPAS PROFANAS

La nuestra es una época interesante de una manera que para muchos va siendo insoportable, para otros asombrosa y para muy pocos liberadora

Una percepción fundamentada en evidencias cada vez más dramáticas parece ir multiplicándose entre mucha gente: algo está pasando, algo está por pasar. Época sin síntesis, le llaman a la actual. Un autor la ejemplifica al modo de un fáustico barco tecnológico que surca un mar de ahogados y sobre el cual se suceden angustiosas conferencias acerca del estado que guarda la realidad.

Cumplida con creces la maldición china: “Que vivas en épocas interesantes”, la nuestra lo es de una manera que para muchos va siendo insoportable, para otros asombrosa y para muy pocos liberadora. Todos éstos, sin embargo, convienen en la condición terminal de nuestros días. ¿Qué es lo que se está terminando: el mundo? No, responde la hipótesis positiva, lo que finaliza es una forma de mundo, un sistema, una civilización. Pero la afirmación es durísima porque supone, ahora sí, que todo lo sólido (el modo de vida conocido) se evapore en el aire catastrófico del sobresaltado imaginario común.

No haré la pregunta lógica: ¿cuál es el sentido existencial de este tiempo que nos fue dado para vivir? Mejor refiero la historia que hace días me contó mi joven amigo Simone, un italiano crístico (se parece al Nazareno), interesado en la energía eólica, en los jardines de piedra, en las hortalizas y en los viveros. Es poseedor de un sentido del tiempo histórico que lo lleva a calcular su vida durante los próximos cinco años según la reventazón global por suceder del horror económico especulativo. Y cita a diversos, sólidos autores cuando asegura que las leyes de la energía refutan la obsesión capitalista del crecimiento económico sin término ni fin. Es un hombre dulce y sereno, nada desencantado, que a pesar de todo lo que ve venir confía en la naturaleza extraordinaria de la vida.

Simone es cineasta y prepara locaciones para otros colegas. Con tal misión fue a la ciudad de Oaxaca el pasado Día de Muertos. Entró al templo del Panteón Civil, donde descubrió una estela de piedra que ostentaba una calavera prehispánica y signos masónicos grabados a su alrededor. Los fieles ofrendaban a la muerte y ponían un cigarro prendido en sus labios. Simone hizo lo mismo, también su socio. Pero quien no pudo hacerlo fue el tercer miembro de su pequeño equipo logístico: Crinolina, una austriaca tipo valquiria que sufrió una crisis incontrolable de risas histéricas cuando llegó su turno para colocar la ofrenda en la boca de la calaca. Tuvieron que salir rápidamente del santuario con ella a jalones y en medio del disgusto y el enojo de los feligreses.

Al día siguiente escucharon por el radio una noticia local: vecinos de algún pueblito cercano habían estado a punto de linchar a un grupo de adeptos de la Santa Muerte que fueron sorprendidos en un templo clandestino. Invocando sus usos y costumbres gandallas, las propiedades de los sectarios expulsados serían confiscadas por el pueblo. Simone y su socio creyeron pertinente ubicar el lugar y visitarlo pues podría ser una locación. Para averiguar al respecto decidieron que el socio de Simone entrara a una tienda que ofrecía en venta coloridas efigies de la parca con su guadaña.

Lo resolvieron así pues el socio, siendo mexicano, no despertaría sospecha alguna. Simone parece un esenio y la racionalista rubia Crinolina estaba fuera de lugar. Desde ayer sólo preguntaba: “¿Me pueden decir qué está pasando, eh?” Lo que estaba pasando es que el dependiente no creyó una palabra de lo que el socio dijo, pero aparentó que sí. Le entregó un sobre blanco cerrado donde supuestamente iba una invitación para una próxima reunión de fieles, y guardó en una bolsa de plástico las tres imágenes de la Virgen de Guadalupe compradas por el socio para despistar.

Quien vio todo a la distancia fue Simone. Crinolina se crispaba por ahí mientras él observó cuando el dependiente, una mezcla de punketo, darqueto y cholo de menos de veinte años, tatuado en los brazos y con pétrea mirada de ojete, roció la bolsa por dentro con un spray. Olieron el punzante perfume de inmediato pues el socio entregó una imagen a cada uno. De pronto se notaron perdidos en el laberíntico mercado donde andaban y comenzaron a sentirse muy mal, como si el aire les faltara. La austriaca se quedó atrás pero ni Simone ni el socio se percataron hasta media hora después, cuando la encontrarían alteradísima y con el pantalón marcado de pintura negra por una clónica versión infantil, que con saña la persiguiera, del feroz dependiente de la tienda devocional.

Concluyeron lo que para Simone y su socio era obvio: habían topado con el mal. Pero como los dos son guadalupanos fervorosos, a la manera neo-gnóstica de estos días donde se estila hablar directamente con los dioses, encaminaron sus pasos a un centro de poder para desprenderse de las malas energías sentidas. Plegaria viene de precaria, así que Simone prometió a la Guadalupana, luego de un recorrido de templos cerrados que no hay tiempo para contar aquí, jamás volver a acercarse a ningún culto sectario que simbolizara la muerte y no consagrara la vida. Y acaso, no hacerse acompañar de personas como Crinolina.

Mientras habla del viento, de las torres y las aspas, Simone cuenta sin reparos que él no es católico pero sí fervientemente guadalupano. Es harto sensible a la cuenta corta de estos tiempos y cree que la cuenta larga está a punto de terminar. Apocalíptico e integrado, pues no se azota sentimentalmente por eso. Afirma que la única seguridad que existe es la inteligencia, si se tiene. Él procura tener la suya.


Fernando Solana Olivares

UNA VERDAD CONVENIENTE

El presupuesto mexicano para evitar o aminorar las inundaciones en Tabasco fue gastado al engrosar la fortuna de quienes lo manejaron y reforzar sus intereses politicos.



Hace casi tres años se publicaron en este espacio, con el nombre que entonces llevaba, las líneas siguientes:

“Tiene razón del todo Eduardo Subirats cuando escribe, en un texto esclarecedor para entender los duros tiempos actuales, que ‘no existen catástrofes naturales que no sean al mismo tiempo los daños colaterales de un sistema económico intrínsecamente irracional’ (La Jornada, 2/X/05), refiriéndose a la tragedia de Nueva Orleans causada por el huracán Katrina. Subirats afirma que ‘las catástrofes naturales no existen. Ni existe una naturaleza independiente de la naturaleza humana. Ni desde el punto de vista de las cosmogonías antiguas, ni desde el punto de vista de las geopolíticas militares modernas’.”

El texto refería las inquietudes de este penetrante crítico del mundo global sobre aquello que llamaba lo nuevo y radicalmente amenazador de la tragedia de Luisiana: “la representación política y mediática como accidente natural de lo que en realidad es un desastre producido por factores industriales y económicos globales (calentamiento atmosférico) y locales (el deterioro ecológico de las costas del Golfo de México por su explotación irracional).” Frases atrás, Subirats había explicado que lo inédito de Katrina también era el vínculo —“el intercambio de signos”— que presentaba entre la guerra global y la catástrofe ecológica e industrial, pues el presupuesto para los diques protectores se gastó en atacar a Irak.

En cambio, el presupuesto mexicano para evitar o aminorar las inundaciones en Tabasco fue gastado seguramente al engrosar la fortuna personal de quienes lo manejaron y reforzar sus ambiciones electorales e intereses políticos. La corrupción nacional es tan profunda y visible que no haría falta acreditarla pues brota en todas partes, sea denunciada o no. Y porque la época es tan opaca hoy se establecen institutos públicos dedicados a vigilar la transparencia burocrática: un intercambio de signos entre la catástrofe producida por la codicia y la impunidad como una forma orgánica de gobierno.

Los mexicanos vivimos y morimos sabiendo que nuestro país es irremediablemente corrupto, pues desde su fundación fue percibido como un botín por quienes lo conquistaron. Los cargos virreinales eran vendidos al mejor postor y a partir de entonces la cosa pública resultó envilecida. Ni los esfuerzos épicos de la Independencia, la Reforma o la Revolución lograron mutar esa caracterología profunda. De tal manera que no es nuevo el caso donde la desgracia colectiva se ve agravada por la podredumbre y la irresponsabilidad gubernamentales.

Lo que ahora parece haber cambiado es el ritmo, la ansiedad de aquella compulsión hacia el soborno y el malgobierno. Por una parte obedece a un proceso de venalidad cada vez más insoportable, a tantos años de robo, expoliación y latrocinio sufridos por el país, a un dilatado periodo de inmoralidad cívica que se ha convertido en un arraigado ejemplo, esa orden silenciosa para hacer lo mismo y aun empeorarlo, como dramáticamente lo demuestra la pueril (el mal siempre es banal), ineficaz y corrupta presidencia foxista. Pero también guarda el carácter de una cada vez más apresurada fuga hacia delante, en la cual los depredadores económicos de toda laya, públicos y privados, parecieran olfatear que después de sus fantásticas e indebidas ganancias en tortillas, bancos, carreteras, monopolios mediáticos, comunicaciones, petróleo, desarrollos habitacionales, etcétera, quizá sobrevenga nuestro histórico apocalipsis nacional. Los maharajás nativos ocuparán sus refugios en el extranjero y nos dejarán de importar: allá ellos con su karma y su conciencia, con su ahíta acumulación.

Luego entonces no cuadra la insistencia de los involucrados en la responsabilidad del desastre tabasqueño, desde el presidente Calderón hasta el director de la CFE, el Colegio de Ingenieros y tantos otros, para afirmar que los sucesos hidrológicos obedecieron al calentamiento global: en cuyos labios la verdad inconveniente (y en su caso, parcial) de Al Gore sobre el trastorno climático se vuelve una verdad conveniente, una coartada a modo y además una reiteración: no habrá justicia y racionalidad algunas, pues la impunidad y el sin sentido provienen del mismo sistema que debería cumplir la ley y servir al pueblo.

Más que triste es coherente, más que lastimoso es lógico. La clase política y las élites mexicanas, el Segundo Estado fáctico que ha medrado con la realidad nacional y la ha llevado a su situación conocida: los peajes carreteros más caros del mundo y proporcionalmente las peores carreteras del mundo, el gasto hidráulico más caro del mundo y las inundaciones diluviales, y así en casi todo lo demás, suele comportarse tan desatinada y avariciosamente como lo hicieron otras oligarquías históricas fracasadas: los aztecas mismos, según la historiadora que documenta esa marcha de la estupidez en un libro titulado igual.

¿Así que conforme a la versión oficial es interesadamente falso el señalamiento de López Obrador acerca de las presas públicas del sureste mantenidas a su máxima capacidad de aforo para disminuir la producción y abrirle mercado a los vendedores de energía privados? Afirmarlo y creerlo está en la misma lógica demostrativa de las balsas mandarina inservibles y las plataformas petroleras siniestradas, el más reciente fraude del neoliberalismo estatal concesionado.

La pregunta sigue siendo adivinatoria: ¿hasta cuándo?, pues los signos intercambiables parecen mostrar que ya está corriendo un apresurado plazo.

Fernando Solana Olivares

Friday, November 09, 2007

PADRE BORGES

El título de este artículo le habría parecido, por reverencial, incorrecto. Pero está dado a partir del poderoso asombro escritural que el mismo Borges, cuando uno llega a conocerlo a fondo, despierta sin reservas. Encontramos aquello que buscamos, así que la historia es ésta. Debido a los azares de mi memoria episódica viajé a León. Perdido en alguna sucursal de la cadena de tiendas del paisano más rico del planeta descubrí un ejemplar del bíblico Borges escrito por Adolfo Bioy Casares (edición de Daniel Martino, Destino, Argentina, 2006).

Y tanta brillantez me trajo una gran melancolía por dos razones. La primera tiene que ver con aquello que hace poco escuché decir a un cura: “Santa envidia”, llamó a su sentimiento admirativo por otro prelado. No hay envidia santa pues como pecado capital es un irritante moral y psíquico, así que sentir envidia ante una totalidad literaria genial resultaba envilecedor y hasta tonto. Fue el propio hombre de letras quien ayudó a curarme de dichos pensamientos con el recuerdo de su sentencia: no enorgullecernos de los libros que escribimos sino de los que leemos.

La otra causa de la melancolía fue debida al tiempo. Desde que era niño no había vuelto a leer un libro con la misma atención maravillada de entonces, con la misma concentración absorta que podía comenzar en la mañana y terminar por la noche, ignorando todo lo demás. Apenas voy en el año de 1957, y el texto abarca los diarios de Bioy donde aparece citado Borges, desde una entrada a modo de presentación que menciona 1931 cuando los dos se conocieron y llega a 1946, para comenzar formalmente en 1947 y finalizar en 1989. Avanzo lápiz en mano (todo subrayado es una apropiación), estupefacto y entusiasmado y muerto de risa por sus luminosas 1663 páginas que no quiero, como me ocurría de niño, llegar a terminar. ¿Acaso cuando eso suceda haré lo mismo que solía hacer en tales años tempranos: leerlo otra vez?

Pues esto no es un bosque de palabras o un continente de obras: es el planeta Borges. Memoriosamente pormenorizado por el otro que es indispensable, todo evangelio cuenta con su evangelista: Adolfito Bioy Casares, un genio más joven que el íntimo amigo mayor, aquel inteligentísimo Señor de la Literatura, capaz de burlarse fundadamente de todos los autores porque a todos los conoce, lector inagotable, erudito mordaz —“¿Viste? El mejor poema de Quevedo lo escribe Góngora”—, y siempre mentalmente alegre y siempre agradecido por ese milagro epifánico de la literatura como él la vivía, como el único mundo por tener.

Borges y Bioy pudieron transfundirse en otro autor y hacer obra en común porque su genio literario les hizo saber que la literatura, puesta en abstracto, es una sustancia transpersonal que no concede con facilidad lo único posible: ser su amanuense. O una sustancia espiritual, como escribiría el Borges budólogo, que lo fue. Pero puesta en concreto, la literatura es un campo de maniobras tácticas donde la memoria semántica y la episódica se mezclan, conviven las dos.

Además está la vida propia. Lo esencial es la literatura, aunque sin duda cuentan las peripecias que le tocan a cada quien: a Borges lo abaten la ceguera progresiva y las pérdidas emocionales. Pero su mente extraordinaria nunca cesa de establecer equivalencias, de proponer vínculos, de comparar autores, de celebrar agudamente el divertido, a menudo cómico misterio de existir a través de los sucesos del día y de las lecturas, hechos que se vuelven agudos, despiadados o fantásticos gracias a la mirada de quienes los narran: Borges que los dice y Bioy que los registra y comenta.

Usando un término que acaso sonaría gauchesco a sus oídos, Borges y Bioy practican, con una excelencia incomparable, el criminoso deporte de la crítica ilustrada. Y son lapidarios. Siguen citas tomadas al azar:

“Borges observa que en Buenos Aires hablamos sin terminar las frases; en España se habla con frases construidas. También refiere que al ver a Lugones, una señora le preguntó: ‘¿Cómo, usted, con esa cara, ha escrito todos esos versos?’ ‘Sí, señora —contestó Lugones—, pero no escribo los versos con la cara’.”

“Borges mira dormir a mi hija Marta (de cuatro meses y medio) y comenta: ‘Su actividad mental será superior a la de Oliverio Girondo, a la de Aristóteles’.”

“Comentamos títulos absurdos. Recuerdo Libertad bajo palabra de Octavio Paz. ‘A continuación del título vigoroso, poemas deshilachados. Pero no agradables, no vayas a creer: en cuanto asoma la posibilidad del agrado, el poeta reacciona, no se deja ganar por blanduras, y nos asesta una vigorosa, o por lo menos incómoda, fealdad. Así cree salvar su alma’.”

“Ella contestó: ‘Y yo lo tomo porque tengo que vivir’. Cada día ha de ser para ella como una montaña que debe cruzar. La frase es perfecta: es curioso cómo personas totalmente ajenas a la escritura ingresan, por un momento, en la literatura. Lo más triste de todo es que acaso nunca tengan conciencia de esos modestos milagros.”

Ya transcritas estas frases palidecen porque son una muestra microscópica de un libro inmenso, gozoso y sapiencial. Padre Borges, entonces, no por alguna angustia de las influencias literarias o mamemas teóricos parecidos. Simplemente porque un talismán así puede ser determinante para quien lo lea: significarle ese instante a partir del cual puede ser razonablemente feliz en lo sucesivo. O serlo cada vez que vuelva a abrirlo y se cultive, multiplicándose, en él.

Fernando Solana Olivares

DEL SILENCIO INTERIOR

Para Tae, 30 veces antes y 30 después

Algunas técnicas meditacionales se componen de un acto de concentración focalizada que permite ir sedimentando el flujo de pensamientos, sensaciones, percepciones e imágenes mentales, para denotar su naturaleza efímera e irreal y desagregarlo de la mente. Registrar y soltar, registrar y soltar: esa es la monótona y muy simple operación del acto, que debe ser hecho tantas veces como sobrevenga la distracción. Domar al mono de la mente por la inmovilidad física, la atención y la concentración.
Mediar es hacer silencio interior. Observar el ruido subjetivo y acallarlo. Mirar mentalmente las sensaciones, las imágenes interiores, las percepciones, y dejarlas pasar. Esta es una primera ralentización que lleva al meditador a conocer cómo se comporta la mente: contacto, sensación, reacción. El pensamiento, la imagen o la percepción surgen de pronto, sin ser convocados. Provocan sensaciones agradables, desagradables o neutras. La mente yoica busca las primeras, huye de las segundas e ignora las terceras. Las primeras y las segundas tienden a convertirse en conducta, en reacción, en sufrimiento.
El meditador repite tantas veces la identificación del pensamiento ---cada ocasión es uno distinto aunque parezca el mismo--- que éste deja de surgir al cabo del tiempo. De esa forma van alejándose los irritantes síquicos de la mente, conforme el acto meditativo enseña que uno no es lo que piensa cuando el pensamiento sobreviene, sino que se convierte en lo que piensa instantes después. El meditador no ejerce ningún bloqueo sobre las imágenes mentales: sean lo que sean deben verse y connotarse.
Connotar consiste en identificar el objeto mental sin establecer sobre él o con él un diálogo interior. Tal maceración, idéntica a la fórmula alquímica del “disuelve y coagula”, permite que la estructura personal se modifique. Los irritantes psíquicos dejan de presentarse en el campo mental y los nudos de las ideas fijas y las obsesiones van remitiendo. La repetición del ejercicio meditativo y la repetición misma que el acto contiene son una gradualidad que garantiza, si no se obtiene nada más, obtener paciencia.
Gran parte de la dificultad meditativa está en su práctica diaria. La pereza activa de la época, su rapidez vacía hacen difícil cultivar, dedicada y consistentemente, la voluntad para ello. Sin embargo, hacerlo es la única manera de lograrlo. Esta tautología desesperante e inhóspita de la meditación es uno de los obstáculos a vencer. Se hace meditador quien logra derrotar cotidianamente ese impedimento, agravado por la desazón que el ejercicio provoca en el ego. Para superar el ego hay que meditar y meditar, así que la batalla que el practicante inicia en su interior, resuena en su cabeza y se escenifica en su cuerpo. Sólo la perseverancia gradual, el día a día, será la acción y el método que lo proveerán de poder suficiente para el camino.
No importa tanto la calidad misma de la meditación, que siempre debe ajustarse a una técnica secular, como el hecho de llevarla sistemáticamente a cabo. Los cambios fisiológicos gradualmente sobrevienen: se reduce el metabolismo cardiaco, sanguíneo y pulmonar, se modifica la frecuencia cerebral, deja de producirse el estado de alerta responsable del estrés, aparece una serenidad orgánica y mental memorable, que aunque haya sido relampagueante quiere lograrse de nuevo al día siguiente. La llave y el cerrajero. De esa manera el único milagro que se dice que el budismo acepta, el cambio de actitud, inicia su influencia creciente en el meditador.
Para lograrlo no requirió discurso alguno: la turbulencia de pensamientos que acuden al campo mental del practicante se ha desmontado cada vez. Esa desagregación es no verbal y supralógica. Aunque durante la meditación surjan momentos analíticos o instantes gestálticos, deben ser dejados ir. Así que la mutación acontece más alla del diálogo mental. Una metáfora referente a este hecho es la imagen de un cambio de vías en una estación mientras los trenes circulan por ellas. Tiene grados, etapas, riesgos.
El meditador puede llegar al desierto de una situación aflictiva: ya no es como solía ser, pero aún no es como será. La gente, las emociones, las cosas le parecerán ajenas y distantes, opacas y sin interés. La burbujeante energía histérica del ego se ha dispersado y todavía no actúa una fuerza proveniente del yo que alivie esa noche oscura del alma. El veneno se cura con el veneno: meditando. Tarde o temprano emergerá otro punto de vista y la sensación enajenante quedará atrás. Empero, ese intervalo puede durar meses o años.
La forja modela el metal golpe a golpe y poco a poco. Practicarla una y otra vez hace de la meditación un instrumento transformativo. Si fuera el caso de que esto no ocurriera, su mera promesa de realizarse bastaría para provocarlo. El cuerpo no se equivoca, el cambio sutil es perceptible en el letargo de la conciencia normal, que es la que debería designarse propiamente como un estado alterado de conciencia porque representa la caída que la mente racional sufre en el mundo, la caída en la reacción ante el pensamiento, después de no dejar pasar de largo el contacto y la sensación. Desagregar, disolver, coagular: meditar.
Afirma con razón Julius Evola que esa es la única tecnología interior al alcance de todos para cabalgar al tigre de la época, para no ser devorados por la historia, para salir indemnes de la compleja realidad tardomoderna, para lograr el milagro propio y acceder a la psicología de la mutabilidad.

Fernando Solana Olivares