Saturday, March 15, 2014

AJEDREZ A LAS SIETE.

Nunca jugué ajedrez con Luis Ignacio Helguera, a pesar de que varias veces nos prometimos hacerlo. Sin duda me habría vencido inmisericordemente. Lo sé al leer su espléndido libro breve de divulgación El ajedrez (CNCA, 2001) donde cuenta la fascinante y legendaria historia de este juego ciencia regalo de los dioses. Luis Ignacio, como otros ajedrecistas, aprendió a jugarlo desde niño con su padre. Luego, informa al final del breviario, lo estudió formalmente con un maestro “modesto y riguroso”, Enrique Palos Báez. Él mismo lo enseñó después, participó en cuanto torneo pudo y fue, según su definición, un mal amante y a la vez un fiel enamorado del ajedrez, al que definía como “la manera más civilizada de hacerle la vida imposible al prójimo”, una forma superior de la amistad. El origen del ajedrez es nebuloso. Helguera menciona la leyenda fundacional del sabio Sisa, inventor del ajedrez para enseñarle al joven y soberbio rey la necesidad que tiene de sus súbditos. El encanto que el juego produce en el monarca lo lleva a otro acto de soberbia: concede a Sisa la recompensa que éste quiera. El sabio brahmán pide trigo en proporción numérica: un grano por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, y así sucesivamente hasta llegar a la casilla sesenta y cuatro. Al hacer cálculos de la petición concedida los tesoreros le informan al rey que no hay suficiente trigo en el reino para cumplirla. La lección del sabio Sisa al rey es doble, según consigna Helguera: a través del valor y la acción de las piezas, ámbito de lo humano, y en la dimensión del tablero, símbolo del mundo. Existe entonces la sospecha que tal origen épico e impreciso apunta a la naturaleza profundamente compleja del ajedrez, un juego donde el azar no interviene. Su condición de objeto de conocimiento lleno de símbolos contiene una carga psíquica y emotiva grande. El vínculo entre el aprendizaje del ajedrez y la infancia temprana ---aprenderlo entonces es la única manera orgánica de comprenderlo y jugarlo--- resulta una constante entre aquellos que sufren el influjo irreversible de la posesión ajedrecística. Existen variantes: el norteamericano genio excéntrico de Bobby Fischer, campeón mundial frente al soviético Spassky en 1972 durante una transmisión televisiva de interés mundial y parte de la guerra fría, recibió a los seis años las primeras lecciones de ajedrez provenientes de su hermana de doce. Su cultura consistía en la lectura de libros de ajedrez y la revista Mad. Otros, como el ruso de origen aristocrático Alexander Alekhine, encontrado muerto en un modesto cuarto de hotel portugués con el abrigo puesto y delante de un tablero lleno de piezas (tablero y piezas eternos, los llama Helguera). Alekhine fue descrito como “el sádico del ajedrez” debido a un estilo de juego altamente agresivo: el autor de este canto divulgativo al misterioso arte de la batalla entre dos así lo explica: activación veloz de todas las piezas, movimiento estratégico y táctico, conceptualización posicional, tenacidad psicológica. Y el despiadado desenlace: la victoria sobre el contrario. En 1935 Alekhine declaró a la aduana polaca: “Soy Alekhine, campeón mundial de ajedrez. Tengo un gato que se llama Ajedrez. No necesito pasaporte”. Helguera menciona las tendencias nazis del gran ajedrecista, el alcoholismo y la megalomanía que lo llevaron a perder su corona ante un rival muy inferior. Su voluntad de voluntad para sobreponerse, dejar el alcohol y derrotar un año después a Max Euwe, voluntad la cual, heroísmo amargo, le otorgó morir con la corona puesta aun en condición miserable. Siempre se cumple el viejo dicho cervantino: todas las piezas, sin importar lo que hayan sido en el juego, van a parar a la bolsa. “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”, escribe Borges en el poema Ajedrez. Tal es otra lección del sabio Sisa al inventar la pasión que acompañó a Luis Ignacio Helguera hasta su último día, cuyo estilo de juego es para quien esto escribe un enigma, como lo fueron la causa de su muerte y sus extrañas circunstancias. Como jugar partidas de ajedrez solamente a las siete, o decir, como Juan José Arreola, que en el momento de la apertura, peón cuatro rey, todo el espacio del universo se contrae hasta medir ocho casillas por ocho. O pensar como Faulkner que es insensato creer que el ajedrez es simplemente un juego. Fernando Solana Olivares.

LA CAJA DE MIRAMÓN.

Cuenta Concha Lombardo en sus Memorias (Porrúa) que días después del fusilamiento de su esposo, el general conservador Miguel Miramón, el confesor de éste, el canónigo Ladrón de Guevara, la encontró sentada a una mesa sobre la que ardía una lámpara delante del frasco que guardaba el corazón de su esposo, el cual quería llevarse con ella a Europa para tenerlo siempre a su lado. El hombre de la iglesia la hizo entrar en cordura y el corazón del general visto como traidor fue sepultado en la hacienda familiar de Cerro Prieto. Lo que Concha sí llevó consigo fue una caja de papeles, cartas y recuerdos, donde luego depositó los doce cuadernos manuscritos de sus Memorias concluidas en Barcelona, España, en 1917, 50 años después de la muerte de Miramón. Emmanuel Carballo menciona que encima de los papeles estaba una sentencia latina escrita por Concha y referida a aquél: “Péguese mi lengua a mi boca si llegara a olvidarte”. Las Memorias de Concha y las cartas del general, escribe Carballo citando a Felipe Teixidor, fueron compradas en Palermo por un hombre culto y adinerado, Francisco Cortina Portilla, a una nieta de Miramón anciana y enferma que difícilmente se mantenía de dar clases de español. El mecenas alivió las penurias de la anciana y a la vez rescató el trágico testimonio de la amorosa viuda del militar fusilado, uno de los antihéroes del drama histórico nacional. El sino político de Miramón fue la desconfianza. Tanto los conservadores, su propio partido, como sus enemigos liberales, tanto Maximiliano, emperador a quien ayudó a traer a México, como las cortes europeas que visitó para intentar decidirlas por la causa conservadora, todos ellos desconfiaron de él. Los liberales al servicio de la causa imperial convencieron al emperador francés para alejarlo del país en una absurda misión de estudios de artillería a Prusia. La policía francesa lo vigilaba durante la ocupación y los conservadores lo habían aislado del juego del poder. Decidió reclamarse neutral ante la invasión francesa y con ello hizo desconfiar otra vez a conservadores y liberales. Se le veía como un incondicional partidario eclesiástico, justo cuando Maximiliano peleaba con el alto clero nacional. Se conocían su inteligencia, su valor y su ambición sin límites, pero al hablar de él también se mencionaba su regular cultura. En ese sino trágico no es casual su adhesión tardía a la causa imperial y el fatal desenlace sufrido en el Cerro de las Campanas, junto a un soberano extranjero impuesto que nunca lo había estimado debidamente. Concha Lombardo comenta en sus Memorias la reprobable acción de Miramón al apropiarse de bonos nacionales depositados en la Legación inglesa, argumentando la total inexperiencia del mismo: “Mi esposo no fue un hombre político, ni lo podía ser; subió a la primera magistratura de su país a la edad de 27 años y los dos que gobernó los pasó en el campo de batalla”. Con la devorante velocidad de personajes homéricos, jóvenes guerreros que ganan la presidencia ahí en el campo de batalla, pero sin temple ni tiempo para la administración pública, obstáculos que se resolvían como los otros, con un carácter resuelto y con una legitimidad ganada en esas redes de hombres que son las batallas. El romanticismo mexicano, constructor de la identidad nacional y del patriotismo cívico, ya está en curso desde los inicios del México independiente. Y entre las cláusulas de exclusión promulgadas por ese movimiento políticamente liberal y nacionalista está el panteón de los héroes, aquellos que pelearon del lado ganador, y sus contrarios, quienes equivocaron el bando, pero ello no cancela la condición trágica de unos y otros, sólo acentúa el olvido o magnifica la memoria. Al conocerla, Miramón se dirigió a ella ---cuenta Concha en sus Memorias--- “como a país conquistado, y como si entre nosotros existiera un completo acuerdo”. Así fue, hasta que el destino segó la vida de él y aún después en el fiel y perseverante recuerdo de ella. Las crónicas de la época consignaron la digna y conmovedora petición de clemencia hecha por Concha con sus dos hijos de la mano al presidente Juárez, quien se dijo sufrió por no poder otorgarla. Esta historia quedará concluida cuando la vida de Concha Lombardo comience a ser contada de atrás para adelante, mediante la escena de una anciana enferma que habita en la pobreza. Posee pocas cosas, entre ellas una caja con viejos papeles olvidados. Alguien toca a la puerta. Fernando Solana Olivares.