Friday, September 25, 2009

ESE LOCO

La Tapona es una comunidad rural que escasamente tiene 300 habitantes. Colinda con la ex hacienda de Santa Teresa y está localizada en el municipio de Unión de San Antonio, un pueblo norteño de Los Altos de Jalisco. Es el centro del país y forma parte también de otra geografía, no por literaria menos real: Rulfiana, los sitios donde podrían suceder Pedro Páramo y tantos cuentos de El llano en llamas.
Es una región que da gente recia y campesina, mucha de la cual se mira desesperada porque a su alrededor ahora todo se volatiliza: las costumbres, la agricultura, la ganadería, el clima. Hace no más de quince años que aquí se vivía en la tranquilidad del aislamiento. La gente de entonces era tan feliz como los dramas humanos corrientes permiten serlo, pobre y digna, estoica, a su manera alegre y muy devota: tierra cristera. Pero las cosas cambiaron en poco tiempo y escalaron sus consecuencias, y ahora todo aquello es simplemente otro México más que vino la vorágine y lo alevantó.
Hoy andan tristes y cabizbajos en La Tapona. No entienden cómo Luis Felipe Hernández, vecino de la misma, apenas el viernes pasado se convirtió en el asesino del Metro. Nunca había sido muy sociable, pero nunca había sido ofensivo. Era generalmente abstemio aunque de vez en cuando bebía una cerveza fría, y muy trabajador. En la comunidad todos conocían su inclinación ecologista y veían sus acciones al respecto.
Algunos de los cercanos hablan de la existencia de cartas escritas por Luis Felipe, donde pronosticaba una crisis alimentaria inmediata y denunciaba el crimen masivo que por hambre y sed provocaría el calentamiento global. Eso lo llevó a acumular en la bodega de su ranchito ciertas cantidades de avena, frijol, maíz y flores de calabaza de Castilla, tarea que sin embargo no llamó la atención de los lugareños, habituados al tacaño ahorro rural indispensable para sobrevivir.
Hay quien menciona la existencia de un diario, pero lo más probable es que aquellas cartas fueran los mismos escritos que Luis Felipe se puso a repartir en teléfonos públicos, bases de transporte, ventanillas de banco y andenes del Metro en la ciudad de México. Esto también provoca sorpresa en los vecinos, pues ninguno sabía que estaba allí ni que antes hubiera estado. Iba con cierta frecuencia a Guadalajara, donde interrumpió sus estudios de veterinaria por volver a la comunidad ante la separación de sus padres, un asunto que mucho le dolió, pero hasta la capital nunca ocupaba moverse.
Luis Felipe anduvo en el Norte, como tantos otros de por aquí. A diferencia de muchos, a su regreso era el mismo, y tuvo mujer y dos hijos, una niña y un niño, varios hermanos, a su padre viejo, y estuvo ayudando en la modesta tienda de la familia cuando ello se ofrecía. Cultivaba unas cuantas hectáreas, criaba algunos animales, producía un poco de leche y descansaba en la Divina Providencia, según la precariedad aconseja hacer por estos rumbos.
Entonces vino la sequía, las milpas no crecieron y el fantasma del hambre apareció. Como es adentro es afuera, en tal forma Luis Felipe se inflamó: agua para chocolate, fuego para yesca, dedo para gatillo. Se marchó a la ciudad sin decirlo y llegó el viernes 18, cuando equivocado e iracundo, denunciante perdido en un mar de indiferencias, en el océano de gente tan ajeno al horizonte abierto e imparcial de su castigada comunidad de tierras yermas, él arribó puntual a la terrible cita.
---Estaba muy encabronado, se le veía en el rostro cuando se asomó a las puertas del vagón, pero matar gente no era su causa.
No puede contradecirse a este apenado y lacónico hermano de Luis Felipe, gente que cuando se dobla no se quiebra, simple y directa, que ve al interlocutor a los ojos, quien reclama la incomunicación a que ha sido sometido su consanguíneo desde la aprehensión, su carencia de abogado y la flagrante violación de sus garantías constitucionales. ---Se puso como demonio mi carnal, Dios sabe por qué.
La pesadumbre camina por las dos calles del pueblito. Ayer Ambelio Reyes, primo de Luis Felipe, se puso a tomar de pura pena por lo ocurrido. Se le salió a la familia de la casa y lo vinieron a encontrar hasta la madrugada, cortado en trozos sobre la vía del tren. Extraño cuadrante: un asesino impensable, tres muertos y diez heridos repentinos y el calentamiento global. No puede decirse, pero en el villorrio de golpe entristecido sucedió lo que se llama doble vista o precognición. Difusos levantamientos personales que en este teatro del absurdo mexicano provocan que una víctima resulte ser el verdugo de otras: un atroz disloque entre el acto y la intención.
Si las cosas son signo de otras cosas, lo que sigue puede ser peor. Lo cierto es que desde aquel viernes la comunidad de La Tapona anda triste y trágicamente aristotélica: dio un paso más profundo a la infelicidad. Y aunque por estos días ha llovido, las milpas de temporal no se dieron y los forrajes van a escasear. El hambre hace la ronda, titiritero del terror.
Esta gente verá su destino cara a cara, costumbre que llevan siglos de repetir, pero también puede actuar desesperada, forzando el estado del tiempo de una irreflexiva vez. Como ese loco, Luis Felipe Hernández, quien antes jamás lo fue. Cincuenta años le darán para que purgue su criminal rapto de demencia. Nunca volverá. De todos modos, su tragedia sigue en Rulfiana. Atmósfera que se respira por aquí.

Fernando Solana Olivares

Friday, September 18, 2009

LA VIDA SIMPLE

Durante muchos años, casi veinte, busqué ese libro y no lo encontré. Ciertos textos hay que cuando se buscan no se encuentran, para tiempo después aparecer inesperada y sorpresivamente. Así van ordenándose las piezas del rompecabezas.
Llama la atención el humilde mensajero que lo trajo. Por varios días un hombre me estuvo buscando con la intención de venderme cuatro discos de computadora grabados con centenas de libros. No me interesó la oferta pero el hombre fue tenaz y al fin acepté que me mostrara el índice.
Vi de reojo que había obras de Caridad Bravo Adams, de Og Mandino y de Rice Burroughs, corroborando así mi desconfianza escéptica desde el comienzo del trato. Estaba a punto de regresárselo cuando un nombre y varios de sus títulos saltaron ante mi mirada: Coomaraswamy. Luego busqué a Guénon y ahí estaba.
Con cierta ansiedad seguí el alfabeto para llegar a la letra. La vida simple de René Guénon, escrita por Paul Charconac, una de las dos o tres semblanzas biográficas existentes sobre ese autor, escrita por Paul Chacornac, venía consignada. Acepté comprarle los discos con la condición de que me trajera impreso ese texto que sólo conocía por citas.
Volvió muy pronto, me lo entregó junto con los discos y yo le pagué más de lo que me había pedido. Sentí una modesta voluptuosidad, pues tenía en las manos la historia ordenada de un hombre extraordinario, como lo llama el mismo biógrafo, al cual es imposible definir o clasificar.
“Aunque no fue un orientalista ---explica Chacornac---, nadie mejor que él conocía el Oriente. No fue un historiador de las religiones, aunque supo, más que nadie, hacer salir a la luz el fondo que todas tienen en común y las diferencias de sus perspectivas. Tampoco fue un sociólogo, aunque nadie analizó con más profundidad las causas y los males que padece la sociedad moderna. (...) No fue un poeta, aunque un adversario suyo reconoció que su obra era como un encantamiento capaz de satisfacer la imaginación más exigente. No fue un ocultista, aunque abordara temas que antes de él se englobaban bajo la denominación de ocultismo. Y sobre todo no era un filósofo, a pesar de haber enseñado filosofía y haber sabido demostrar la inanidad de los sistemas filosóficos cuando se los encontró en el camino”.
Y este hombre extraordinario fue durante toda su vida un hombre oscuro, no un héroe público sino un santo secreto, alrededor del cual se hizo una conspiración del silencio. Aunque desde que apareció su obra suscitó la admiración y la adhesión fervientes de un puñado de lectores repartidos en todo el mundo, éstos nunca alcanzaron el millar. Pero a su muerte, el 9 de enero de 1951, la persona y la obra de Guénon hicieron una brusca salida a la escena pública, situación que llevó a Charconac a escribir su pequeño y esclarecedor libro para contar la vida de quien, según el testimonio de su amigo González Truc, “era uno de esos seres infinitamente raros que jamás dicen ‘yo’.”
René Guénon nació en la ciudad francesa de Blois el 15 de noviembre de 1886. Muy rápidamente se distinguió como un aventajado alumno de filosofía y matemáticas, entre otras materias, y a los 18 años se instaló en París, en el austero tercer piso de un edificio donde viviría 25 años hasta su partida definitiva a Egipto, cuando cambiará de nombre, habiéndose convertido años atrás al Islam, para tomar el de Abdel Wahed Yahia, mismo con el que morirá en El Cairo sin haber vuelto a Europa.
La parte más enigmática de una vida simple y oscura consiste en la forma mediante la cual René Guénon obtuvo los profundos conocimientos, hasta entonces desconocidos en Occidente, que entre los 23 y 26 años, y luego hasta el fin de sus días y aun póstumamente, transmitió con rigor y precisión inusuales para ese pequeño grupo de devotos y asombrados lectores.
Es sabido que René Guénon no estudió las doctrinas y lenguas orientales de manera libresca, sino que fue iniciado y educado en ellas de forma directa por maestros hindúes, maestros taoístas y maestros islámicos, de los cuales se sabe lo suficiente para poder afirmarlo sin ninguna duda. Y queda la erudición de Guénon, su vasta sabiduría, sus inclasificables alcances, como una rotunda constancia de que dicho proceso, absolutamente único en Occidente desde hace siglos, así ocurrió.
No puede glosarse aquello que debe conocerse sólo en la fuente que le da origen. Así que el maestro intelectual (y espiritual) más importante para la civilización occidental desde el fin de la Edad Media hasta nuestros días fue un hombre de existencia discreta y entorno frugal, atento, silencioso y reservado, y cuya cortesía y bondad fueron descritas como metafísicas.
“Aquí por fin ---escribió un lector entonces, aludiendo a la obra de Guénon donde fustiga y condena las idolatrías de la modernidad: el progreso, la ciencia, el reino de la cantidad predominante---, lo temporal está medido, contado y pesado con medidas eternas y se lo ha encontrado demasiado ligero”.
Ahora caigo en la cuenta de que el humilde mensajero que llegó a mí nunca empleó el pronombre personal “yo” durante los varios episodios de nuestro trato. Parecería una costumbre natural entre aquellos quienes van hacia la realización espiritual, así sea entregando un libro a su inadvertido destinatario casi veinte años después de que sin saberlo éste lo ha encargado.
Ese misterio tremendo que llamamos realidad.

Fernando Solana Olivares

Saturday, September 12, 2009

EL PESO DE LA ESPERANZA

Hoy es viernes, dijo al despertar, y abrió su ventana sobre la ciudad del pugatorio para mirar el sudario opaco que la envolvía. Hoy soy viernes, pensó en la noche, cuando terminó de mirar.

Teme las complicaciones que pueda producir en sí mismo al hablar con otros. La resonancia de sus palabras.*

Flotan en la atmósfera entidades cuya materia es desconocida. Por las calles se multiplican augurios indescifrables de lo que vendrá. Su mujer le cuenta que ayer por la tarde aparecieron dos arcoiris en el cielo y que por minutos una niebla salida de sabe dónde devoró la realidad. Entonces comprende el mensaje, tan simple que parece equívoco: el presente del pasado ya murió.

Nada hay más horrible que la unicidad. ¡Oh, cómo se engañan todos esos supervivientes!

Buscó algo nuevo de sí mismo entre palabras viejas. Cumplió artes combinatorias y apiló en su mesa aquellos términos que nunca había empleado. El resultado lo asustó: todos sus rostros proscritos le lanzaban dentelladas.

Entiendo perfectamente que alguien se odie. Lo que no entiendo es que alguien se odie a sí mismo y a los demás. Si se odiara de verdad ¿no debería aliviarlo el hecho de que ellos no sean como él?

Recordó que ese hombre que hoy aparecía en la primera plana del diario se daba la propina de derecha a izquierda, que su única rebeldía había sido contra la muerte, que había creído en lo espléndido de vivir en secreto, que asumía como propio todo lo que nunca había experimentado, que se sorprendía a sí mismo en cada sentimiento y que se obligaba a no afilar nada: las ideas en su desnudez.

Su espíritu aún se sigue agotando en contactos. Aún lo asusta la idea de ser incorporado.

Mañana es sábado, dijo, y el domingo nos visita el cambio. Llamó a su memoria los ejemplos históricos que conocía. No llegó a muchos: desde el primero resultaban insoportables. Prefirió empezar lo que sí dura. Al poco rato se lo encontró.

Se trata de lo mismo, siempre de lo mismo, y aunque es siempre lo mismo, es tan nuevo que cada día me llena con ráfagas de viento. Nunca mejora. Nunca se hace más íntimo. Es siempre lo peor y lo dice sin miramientos, de suerte que ante tanta claridad yo me estremezco y me hago el desentendido. Luego, cuando vuelvo a la carga y empiezo a bramar que no, estoy tan lleno de energía y dedicación que espero algún efecto de éstas.

Un recurso es saberlo todo, sin haberlo aprendido. Mòliere comenta que eso es nada más para los grandes artistas. Muy pronto entonces habrá que serlo. De lo que empieza el domingo nadie sabe, pero unos pocos descubrirán que su novedad es otra forma de lo anterior. Después vendrá el lunes: entonces el alma de Elías Canetti será una alondra de ideas.

Los críticos que se precian de serlo buscan desesperadamente objeciones. Nada ha de parecerles bien sin tener que objetar en su contra. Creen que su objeción es su agudeza, que los legitima.
Quiso quitarse de encima todos los residuos de aquello que hubiera vivido, como se cuelga un traje al fin de la función. Pero se le antojó una intención difícil porque él era solamente aquello que había acumulado al cabo de los años en su memoria: la suma tóxica de recuerdos acerca de los cuales ya no recuerda cuándo fue la última vez que los hubiera recordado.

El argumento principal a favor de la muerte: el aumento vertiginoso de los seres humanos. Parece que Malthus ha tenido razón, incluso después de su influencia sobre Darwin. Pero como hoy todo está amenazado de destrucción, Malthus no ha tenido razón. Esto es lo que ha cambiado desde los tiempos de Malthus. Entonces una catástrofe universal era impensable.

Plegaria viene de precaria. La precaria situación reinante exige plegarias que quizá hasta hoy no han sido consagradas como tales, todavía están no dichas, no expresadas. Le bastaría solamente una intención cuya técnica, si existe, él desconoce. Por eso recurre a los poetas. Se sienta a la mesa con los suyos y pronuncia a Hölderlin, quien sí vio a los dioses: “El pan es el fruto de la tierra, pero por luz está bendecido, y del relampagueante Dios viene la alegría del vino.” Todos comen y beben plegariamente agradecidos.

A medianoche descubrí, de pronto, encima del tejado de enfrente a Orión y a Sirio. Hace tiempo que no me fijaba en Orión. Hace cuarenta años era mi sostén y mi ayuda. Después de aquel fin de la guerra perdió poco a poco su ascendiente. Cuando nos dimos por perdidos, nos volvimos indiferentes a las estrellas. Ahora siento que aún siguen ahí. Eso quiere decir que puedo tener esperanzas para la tierra. Durante mucho tiempo no me he atrevido a tenerlas, porque uno no quiere burlarse de las esperanzas, a pesar de todo.

Cuando se enseña, se aprende: el circo es de ida y vuelta. Así que él tampoco intenta encontrar a aquel que fue porque advierte que de nada le serviría. No es que no crea en los recuerdos piadosos que de tanto en tanto socorren a la conciencia y que tal vez la conduzcan en su paso final sobre la tierra. Para él han cambiado las prioridades: ahora desea encontrar al hombre que será mañana y saber en qué puede ayudarlo desde ahora.

Siendo ya muy viejo cambió de lenguaje y empezó de nuevo.

Ya lo dijo el escritor ilustre: debemos ser custodios de nuestra metamorfosis, como niños de palabras y mandarinas, como intercambiar caracteres.

* Todas las citas en cursivas son de Elías Canetti, muerto el 14 de agosto de 1994.

Fernando Solana Olivares

Friday, September 04, 2009

DESCONTANDO CUALIDADES

Salvo unos, irreductibles racionalistas, u otros, adictos a sus pautas sentimentales, el tono de muchos se está haciendo catastrófico. La política es percepción y la percepción está de la chingada. Por eso el licenciado Sentido Común se preocupa por otras cosas. Su batalla, por ejemplo, contra el contador No Sepuede.
De que anda agraviado el hombre, ni negarlo cabe. Todo comenzó un día, cuando el contador le dijo para expresarse: “Lo que usted tiene que hacer, más que nada...”. Y a continuación opinó lo peor: “Eso es un delito”. “Eso” era la compra de una impresora que el licenciado Sentido Común había hecho, cambiando necesariamente el concepto de la factura porque el capítulo de adquisiciones resultaba tan infranqueable como la cuarta dimensión, para trabajar en su trabajo donde le solicitaban una profusa correspondencia y no le daban con qué.
Tragó saliva entonces y templado como acero respondió al sujeto: “Mire usted: ‘más que nada’ es una expresión estúpida. Mejor diga: ‘antes que otra cosa’, pues en la nada no puede haber más de nada, de la nada sólo sale la nada. Y déjeme ilustrarle lo que sí es un delito...”.
El contador No Sepuede sufrió una inesperada descolocación comunicativa. Se despidió nerviosamente y colgó. El licenciado, por su parte, salió al fresco vespertino para serenarse. Andaba considerando otras cuestiones. Una: el misterio de Rimbaud que dejó de escribir a los diecinueve años y se marchó a un exilio africano inexplicable para regresar años después con la pierna amputada a morir en Marsella. Dos: las graves descripciones hipotéticas pero probables de Francisco José Paoli sobre el futuro mexicano inmediato: la violencia del hambre. Tres: el extraordinario inicio de un libro de Steiner: “No nos quedan más comienzos”. Cuatro: una oración simbólica hopi pidiendo lluvia que quisiera grafitear en las paredes augustas, lo que no hará, y grabar en una piedra para su casa, lo que sí hará.
Eso mismo caviló mirando el vacío de la tarde en el pueblo que conserva la sabia costumbre de volver a la vida a las siete de la noche, cuando el sol ya se puso: irse caminando hasta la marmolería El Chiris para hacer el encargo de su inscripción propiciatoria: ven, lluvia, ven. Quizá ello sí sea un delito, pensó: hacer rogativas a los dioses antiguos e ignorar a los actuales.
Pero es que éstos, se justificó mentalmente, lo están haciendo muy mal, o no están presentes, o son parte del problema. No suena tan descabellado: la catastrófica de una época también involucra a sus deidades. Los dioses del momento están en crisis.
Tal era un tema que mucho le agradaba. Por eso su molestia con el contador No Sepuede: él empeñándose en asuntos del espíritu y el otro pendejo degradándolo a la burocratización de la materia. En esa noche temprana su flotante caminata le trajo otro recuerdo ---culturita por aquí, culturita por allá--- leído apenas: aquellos dioses homéricos eran “los que viven ligeramente”, oh casualidad.
La modestia le impidió al licenciado comparar su marcha particular con la vida de las divinidades, aunque hablando consigo mismo dijo: los dioses van a regresar. No, se corrigió de inmediato, más bien se pueden alcanzar, cuando uno se acerca a ellos para contemplar su gloria sin esperar nada a cambio y no como un necesitado. Debió interrumpir el soliloquio porque un hombre blanqueado de la cabeza a los pies por un fino polvillo le preguntó qué ocupaba: el Chiris.
Pasó algún tiempo hasta que pudo explicarle a cabalidad al espectro marmolero que la piedra grabada no era para un cementerio y tampoco para ningún rito irregular, que no tuviera escrúpulos en hacerla. Saliendo de la marmolería marcó en su celular el número de un conocido para ver si iban juntos a cenar. No le contestó nadie, así que dirigió sus pasos en solitario hasta el merendero de Ricky, un figoncito que frecuentaba cada cuando. Ya sentado delante de su cena, volvió mentalmente a lo que le competía.
Uno: somos la gente que llegó tarde, cuando el mesero anuncia inesperadamente a los comensales: “Lo sentimos mucho. Se acabó el servicio”. Dos: ¿podría la oración hopi traer la lluvia? Tres: ¿sería ésta su última cena? Cuatro: ¿y si no volvía a llover? Cinco: ¿y si llegaban los zetas?
Macetas, fue más que nada lo que dijo cuando salió a la noche satisfecho y supo que era mejor obedecerla. Debía comenzar a cultivar ciertas plantas comestibles en macetas puestas en la azotea para prevenirse ante la situación civilizacional de que ya no queden nuevos principios culturales, nuevas ocasiones colectivas de volver a empezar. El licenciado Sentido Común llegó a su casa repitiendo certezas de un sobreviviente pagano, como si fuera descontando cualidades porque sólo los libres, los alegres y los serenos pueden ponerse en contacto con los dioses. Sólo desde la libertad y la razón.
Volvió a irritarse un poco antes de quedar dormido: él tan ocupado en la percepción directa, pues quien ama a dios no debe esperar que dios le corresponda, y el cretino de No Sepuede perturbándolo con su manual oficinesco del materialismo vulgar. Ya va pensando en dirigirle un memorándum explícitamente definitivo: “Por este medio hago de su conocimiento que puede usted irse mucho a la chingada”. Última duda del licenciado: ¿deberá poner un sobrio “atentamente” al final del perentorio mensaje, o mejor un mustio “con las seguridades de mi más alta consideración”?

Fernando Solana Olivares