Friday, June 24, 2011

BORRÁNDOSE LAS HUELLAS / I.

James Boswell, biógrafo de Samuel Johnson (aquel académico harto célebre y poderoso en su tiempo, hoy apenas recordado por desestimar la obra de un Shakespeare que no poseía títulos escolares ni dominaba el latín), divulgó cierta frase conocida gracias a Borges, quien la califica como una de las más memorables que el trato de las letras le hubiera deparado: “muchas veces en la vida emprendí el estudio de la metafísica, pero siempre me interrumpió la felicidad”.
Hoy la sentencia se muestra inaplicable, salvo que se inviertan los términos que la componen: “muchas veces en la vida emprendí el estudio de la felicidad, pero siempre me interrumpió la metafísica”. O que se modifiquen: “muchas veces en la vida emprendí el estudio de la felicidad, pero siempre me interrumpió la realidad”.
Nuestra época no admite el postulado de la felicidad como circunstancia existencial estable, así exista el “felicismo”, una corriente enajenante y voluntarista plagada de frases hechas (“yo estoy bien, tú estás bien”; “cuestión de enfoques”; “el vaso medio lleno o medio vacío”, etc.), que proviene tanto del sentimentalismo narcisista predominante ---acaso un refugio acrítico ante el espanto--- como de las tendencias conceptuales de la posmodernidad, antes posibilidades analíticas liberadoras y ahora posturas cínicas exageradas hasta el extremo: el constructivismo (el mundo percibido no está dado sino que es parcialmente construido por el perceptor), y, sobre todo, el contextualismo (el significado de lo que ocurre depende invariablemente del contexto en el cual se interpreta).
Así, se afirma que no hay hechos sino interpretaciones. Por eso la “guerra” contra las drogas y sus devastadoras secuelas pueden ser descritas por el gobierno mexicano y sus comentaristas a modo como un ir avanzando hacia la victoria de la ley. Por eso los 40,000 muertos de tan infame engaño son calificados como inevitables o necesarios por la Conferencia Episcopal Mexicana ---lo mismo dijo el delegado papal en Béziers durante la matanza de cátaros cuando los generales le preguntaron cómo distinguir entre éstos y los católicos: “Mátenlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”---. Por eso la economía capitalista del horror especulativo y de la destrucción nihilista se autoproclama la única ruta civilizacional posible y se habla del “libre mercado” como si se tratara de una entidad objetiva, o de la “competitividad” a la manera de una panacea y no como una forma extrema de la dominación imperial. Por eso la tecnología de las necesidades innecesarias es glorificada como una fuerza neutra, apolítica y positiva, nunca ideológica, encarnación del sistema social, y mucho menos impuesta por los centros de poder.
El mundo entonces es como es porque se repite una y otra vez que así es y que así debe ser. Vivimos la hegemonía de una “sobresocialización” compuesta de interpretaciones falsas provenientes de la cultura idiota, de pensamientos únicos generados por una dictadura “democrática” que actúa sobre las mentes de quienes alguna vez fueron ciudadanos y actualmente son meros consumidores, de enajenaciones mediáticas características de esta globalidad del consumo, la sociedad del espectáculo cuya pedagogía consagra el egoísmo del individuo, su derecho incuestionable a la indiferencia respecto a los demás tanto como a lo demás: la biósfera misma y en ella el destino humano general
Es muy difícil romper el monopolio de la ignorancia impuesta, aun riesgoso, y quien se atreva a ello será adjetivado como idealista e incauto en el mejor de los casos, o como subversivo y disolvente en el peor. Acaso esta sea la tarea intelectual y política más urgente del momento: desmontar ---deconstruir, dirían los postestructuralistas--- el modelo orwelliano global y tóxico que miente sin descanso (otra forma de la contextualización interminable: no hay verdad ni mentira, todo depende del cristal con que se mira; o más descarnadamente: nada es cierto, todo está permitido) acerca del estado de las cosas, que ignora flagrantemente las evidencias y promulga, declarando buscar el supuesto bien de todos, la afectación de las mayorías: rescates financieros, criminalización de sustancias, invasiones liberadoras, productos insalubres, energías contaminantes, progresos improductivos, privatizaciones y desregulaciones, disminuciones del gasto público, evaporación de los estados nacionales, empobrecimiento del lenguaje, desprecio del pensamiento complejo, y lo que se quiera agregar.
Desde esa cultura idiota de la imagen (sólo existe lo que se ve) sostenida por especialistas que conocen mucho de muy poco, por políticos venales y demagógicos, por intelectuales seducidos mediante el poder y el dinero (“he visto a las mejores mentes de mi generación devoradas al…”), por comunicadores hegelianos sin saberlo (“todo lo real es racional, todo lo racional es real”) que fabrican la reiteración admirativa de lo existente y así lo vuelven inevitable, por élites putrefactas y oligarquías decadentes aquí y allá, cualquier movimiento de protesta y hartazgo ante la grave situación planetaria causada por el capitalismo mafioso del supuesto fin de la historia y la muerte de las ideologías, cualquier sistema de pensamiento distinto al que asfixia toda sociedad contemporánea, será visto y descrito como una ingenua anomalía, como una revuelta periférica, como una excepción patológica que confirma la saludable regla prevaleciente y común.
Sólo que no es así como sucede la historia. Las retaguardias emergentes de hoy ya son las vanguardias de mañana. Piénsese si no.

Fernando Solana Olivares.

Saturday, June 18, 2011

EL INCESANTE BORGES.

Nunca lo conocí, querido Borges (permítame, por favor, prescindir de cualquier título al aludirlo: no me imagino diciéndole maestro a Homero, a Shakespeare o a Quevedo), pero mi trato con usted es tan íntimo como las tantas veces que a lo largo de los años lo he leído. Ya lo habrá dicho algún otro, más autorizado que yo y más agudo: usted, Borges, es la Literatura; así que leerlo es leer a todos los escritores que antes suyo y aún después, en este ahora cuando ya han pasado veinticinco años de su muerte, también habrán sido.
¿De su muerte? No hay tal, querido Borges, usted sigue estando vivo, entre esa serie de hechos inexplicables que son el tiempo, el universo y los libros, pues confiando en sus propias palabras, más allá de la muerte corporal queda la memoria, y muy pocas son tan opulentas y están tan presentes en la literatura contemporánea como la suya.
Usted lo afirmó una noche de junio de 1977 en el teatro Coliseo de Buenos Aires, al hablar de Dante y su Comedia, a la cual sustrajo empeñosamente el adjetivo de divina durante toda esa memorable conferencia, indicando acaso que la obra humana hecha de palabras no proviene de ninguna metafísica, aun cuando en ciertas ocasiones nos lleve a ella: “Cada uno se define para siempre en un solo instante de su vida, un momento en que un hombre se encuentra para siempre consigo mismo”.
Sólo me haría falta el plural para aceptarlo, pues ahora que envejezco, mientras el invierno va tiñendo sombras en mi frente, repaso los muchos instantes de mi vida cuando al leer alguna página suya, un poema o incluso una línea indelebles, me he encontrado conmigo mismo. Debo aplazar sin duda la contundencia del siempre, pues en mi caso tal encontrarme ha sido a la vez un nuevo olvido. Y es de agradecérselo, porque ello me ha dado la ocasión de otro encuentro asaz definitivo, la ocasión de suspender la incredulidad mediante la fe poética y volverme otro, aquel que cuando menos ya no puede pensarse siendo el mismo.
Surgen riesgos, desde luego. Citarlo a usted no es un acto exento de consecuencias, como me ocurrió no hace mucho cuando frente al anuncio de la reproducción de mi propia progenie me di a recordar, sin ningún tacto, sin ningún cálculo, la sentencia de ese imaginario heresiarca de Uqbar quien dijera que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los seres humanos.
Las cosas resultan más incesantes ---como usted mismo, Borges, como la épica línea de aquel poema: “La muerte me desgasta, incesante”, que tanto le gustara---, las cosas se muestran más pudorosas y secretas, esenciales a la manera de la observación hecha por el prosista chino mencionado o inventado por usted: el unicornio, en razón de su anomalía, ha de pasar inadvertido, ya que los ojos ven lo que están habituados a ver. Así yo, cual un Tácito que no percibió la Crucifixión al sucederse, voy descubriendo nuevos sentidos multiplicantes cada momento que lo leo, la única lectura que de verdad existe, conforme a sus apostólicas enseñanzas, la relectura.
¿Qué es lo que cambia entonces? ¿Mi precario yo que se aventura distinto entre sus páginas metamorfósicas? ¿Los textos poliédricos que se transforman a la luz de una mirada vuelta inédita por el poder de sus palabras? ¿La suma inagotable de un escritor y sus textos cuya cifra se expande igual que el tiempo y el espacio lo hacen conforme va transcurriendo el universo?
Escribí la hipótesis inútil “yo” hace un instante, sin olvidar algo que usted anota sin descanso: no hay un yo, no debe haberlo, dado que tal palabra sólo puede ser pronunciada por Dios. Acepte pues la convención verbal de mis limitaciones, y déjeme parafrasear su remembranza del malogrado Swift, aquello que “una tarde, viejo y loco y ya moribundo le oyeron repetir”: soy lo que soy. No me extiendo al respecto, pues mi intención no es repetirlo al pie de la letra tanto como declarar esto: cuando lo leo a usted, soy otro inmensamente, lo que estoy leyendo, emergencia del alba, la noche, la imaginación, el amor, la gente, la reunión, el desencuentro.
De tal manera, querido Borges, que usted es el responsable de la felicidad intelectual más plena que me haya sido deparada. Si algún día anterior, hoy tan lejano, la aborrecible complacencia me hizo creer que su obra era el modelo a imitar, la referencia literaria máxima, siguiendo esa infecunda angustia de las influencias propuesta por un teórico literario, ahora sé que mi aprecio nunca estará en medio de mis páginas nebulosas sino en aquellas, las suyas sobre todo, que la fortuna de la lectura me ha prescrito. Soy quien lee a Borges, soy la lectura que me ha dado la fuerza para aceptar las dificultades de esta “extraña habitación del espíritu, cuyo piso es el tablero en el que jugamos un juego inevitable y desconocido contra un adversario cambiante y a veces espantoso”, según dijo Buber citado por usted.
No quiero apesadumbrarlo con las infames noticias del horrendo sacrificio mexicano. Donde usted esté, en la memoria común o en el laberinto de los efectos y de las causas, en la esfera del centro heterogéneo y la circunferencia imprecisa o en ese día integral donde están desgranados todos los días, el alfanje será vano igual que el espanto de lo contingente. Pero el poema es inagotable, como usted mismo, Borges, cuyo nombre, a diferencia del sevillano de la epístola moral, jamás hemos ignorado.
Abandonado de mí, acomodado en nada, vuelvo a ser alguien cuando lo frecuento a usted, el sabio que mi necedad nunca ha negado, el mejor artífice y uno su permanente aprendiz.

Fernando Solana Olivares.

Saturday, June 11, 2011

LA VICTORIA DEL FRACASO.

En alguna parte de El Danubio, ese libro inagotable de Claudio Magris escrito entre las márgenes del río histórico, deidad heracliteana fluyente donde sucede la crónica, la oscura desbandada de la existencia, el autor triestino se encuentra con una antigua condiscípula, quien le cuenta cómo ha sido su vida hasta entonces. La mujer se confiesa cansada ya de significar para los otros un apoyo constante, una proveeduría permanente, un invariable dar. No le agobia la tarea misma, la cual acepta con discreta nobleza y asume como un destino que estoicamente cumplirá hasta el último de sus días, sino lo que a cambio de hacerla ha venido recibiendo: el egoísmo indiferente de tantos de sus beneficiarios, quienes nunca reparan en las necesidades de ella misma, nunca le preguntan sobre sus circunstancias, nunca se interesan en su situación.
Dicho encuentro ilustra el drama humano de la no reciprocidad, la paradoja de aquellos sujetos que son fuertes y por tal razón, sin ellos quererlo, hacen creer a los otros que nada necesitan. Si el esquema ideal de las relaciones humanas es una dialéctica entre el servir al prójimo y ser servido por él, los seres fuertes y dadivosos como la antigua condiscípula de Magris han venido al mundo principalmente para obrar al servicio de los demás. Extraña pasión de una fortaleza mental y anímica cuyo camino se transita sin vía de regreso: la generosidad.
La mujer danubiana no se queja de tal circunstancia delante del amigo de juventud, simplemente reconoce el desaliento moral que le produce su invariable repetición. ¿Cómo explicar ese fenómeno tan humano: dar a manos llenas y no recibir proporcionalmente, hacer mucho y obtener tan poco, demostrar tanto y no convencer a nadie? Un modo, acaso, sea volver a hurgar en una entrada del Diario de Giovanni Papini, cuando el viejo escritor, casi ciego y al fin convertido en sabio por los infortunios de su biografía, el 17 de diciembre de 1946 escribió: “Uno de los motivos principales de la desdicha de los mejores es la espera en los demás: esperan siempre ---afecto e inteligencia--- más de lo que pueden darles los demás. Algunos no dan por avaricia espiritual, o dan menos de lo que podrían dar. La mayor parte son tan pobres que tratan de recibir, pero no pueden dar porque no poseen sentimientos, ni inteligencia. Quien mucho tiene y mucho da se imagina fácilmente que los demás están hechos como él, y se engaña, porque no advierte, o lo advierte demasiado tarde, que es una excepción. Quien de joven se ilusionó menos, menos desilusionado estará de viejo”.
Meses después, el 7 de abril del año siguiente, el soberbio hacedor verbal que advirtió a tiempo la derrota moderna de los titanes y el hediondo triunfo de los pigmeos actuales, consignaría: “Ahora tengo el derecho a sacar la conclusión, tras repetidas experiencias, de que sufrí los más graves e injustos dolores precisamente de aquellos a quienes traté de dar con afecto y beneficios las mayores alegrías. ¿Acaso debemos pagar con el propio pesar la dicha que pretendemos dar a los demás? ¿O es un error proporcionar alegría?” La ayuda, el amparo, la enseñanza, la provisión, el interés, el cuidado: sinónimos todos de esa alegría.
Estos son anales del desencanto de los más dotados, registros de la pureza y belleza de su fracaso, como diría Walter Benjamin, cuyas acciones, gratuitas por generosas y erróneas en consecuencia, deben corresponder a una secuela posterior, trascendente, escatológica, y de tal modo cobrar sentido. Quizá la conciencia humana inventa las religiones para consolar las desigualdades conductuales, atemperar las parcialidades que sin cesar se suceden en este mundo y ofrecerle al justo una comprensión futura de su desdicha presente. Aunque para Jean Jacques Rousseau, por ejemplo, citado en el diario del escritor florentino a la manera de un par de sus tribulaciones, ningún dolor vivido ahora será mañana un gozo beatífico: “Yo ya nada soy entre los hombres, y esto es todo lo que yo puedo ser, no teniendo con ellos relaciones reales, de sociedad verdadera. No pudiendo ya hacer ningún bien que no se vuelva en mal, no pudiendo actuar sin dañar a otro o a mí mismo, abstenerme ha llegado a ser mi único deber”.
Esa abstención, una desesperanza sólo declarada pero no cumplida porque ni paraliza el impulso ni impide la acción del hacer algo por los otros, sobreviene cuando el orden de la fuerza generosa no proporciona a quienes lo ejercen aquello mismo que a los otros dan, cuando no se tienen certezas metafísicas sobre un más allá verdadero, cuando no se cree en la justicia retributiva del karma para asumir la acción presente como si fuera una reciprocidad por venir. A partir de ahí solamente queda hacer las cosas, el intento de las mismas, y no la búsqueda de algún resultado. El cínico dice: cuídate de aquellos a quienes haces favores; el justo bondadoso dice: cuídate de no favorecer.
Las hojas caen, el viento pasa, la vida continúa. Y hasta hoy los fuertes se mantienen de pie. Son quienes integran la cuenta larga de las historias humanas, quienes alimentan la memoria común, y no los cortos registros utilitarios del éxito inmediato, la más falsa y volátil ideología en circulación. La vida, en suma, es un misterio, algo que escapa al escrutinio pragmático de la convenenciera razón. Si vencer es avanzar, los fuertes bondadosos persisten en sus empeños, así a veces desfallezcan ante la respuesta general. Ellos se quedan con el fruto sustantivo del haber vivido, y dejan las flores del provecho inmediato para el adorno de los demás.

Fernando Solana Olivares.

Friday, June 03, 2011

CREER SIN CREENCIAS / y II.

El tiempo es el polen del Universo, afirma el Mahabharata hindú. Sin embargo, los seres humanos solemos olvidar que la realidad es un fluido ininterrumpido en constante movimiento, y que lo único permanente resulta la impermanencia de todo aquello, nosotros incluidos, que sólo existe episódicamente, así sea durante cronologías más allá de cálculos cuantificables o accesibles para la imaginación. Las religiones, artefactos ideológicos asumidos como revelaciones divinas, sufren de inexactitud porque en su adjetivación magnificada pretenden ser inmutables e idénticos a sí mismos en cualquier tiempo histórico y lugar cultural. El universo se expande y se transforma, pero no así los dogmas que la conciencia humana consagra como si fueran inalterables, restos vigentes de una mentalidad arcaica y mítica que aspira a una reconfortante ciclicidad rutinaria, siempre igual.
Stephen Batchelor argumenta que el budismo ha venido perdiendo históricamente su dimensión agnóstica ---su condición fluida--- al institucionalizarse como religión (“un sistema revelado de creencias válido para todos los tiempos, controlado por una élite sacerdotal”). Aquel agnosticismo existencial, terapéutico y liberador expuesto por Siddharta Gautama en los primeros tiempos del dharma ha sido reemplazado por modelos devocionales tan alejados de dicho origen que hacen creer, tanto a sus creyentes como a los miembros de otros credos metafísicos, que el Buda, el Despierto, es nada menos que un “dios” adorado entre los solemnes y exóticos rituales de una iglesia, si bien “oriental”, iglesia al fin.
El mismo término “agnosticismo”, según apunta Batchelor, ha perdido su sentido primario y su fuerza conceptual: ahora representa un “no sé” acerca de las cuestiones trascendentes de la vida y la muerte, cuando lo que debería significar es un “no puedo saber” de ello a partir de los recursos analíticos de la mente común. T. H. Huxley, quien acuñó el término en 1869, entendía el agnosticismo como un método sostenido en un principio positivo: “Sigue a tu razón hasta donde pueda llevarte”, y cuyo enunciado negativo establece lo siguiente: “No asumas que son ciertas las conclusiones que no estén demostradas o no sean demostrables”. Tal principio de reserva crítica y sabiduría empírica ha estado presente en la tradición occidental desde Sócrates, la Reforma y la Ilustración, hasta llegar a los axiomas de la ciencia moderna. Es lo que Huxley llamó la “fe agnóstica”.
“Ante todo ---escribe Batchelor--- Buda enseñó un método (la práctica del dharma) en vez de otro ‘-ismo’. El dharma no es algo que hay que creer, sino algo que hay que hacer. Buda no reveló una serie de hechos esotéricos sobre la realidad, que podemos optar por creer o no. Desafió a la gente a comprender la naturaleza de la angustia, a soltar sus orígenes, a llevar a efecto su cese y a hacer realidad un modo de vida. Buda siguió su razón hasta donde pudo llevarle y no asumió que alguna conclusión era cierta a menos que fuera demostrable. La práctica del dharma se ha convertido en un credo (el ‘budismo’) de manera similar a como el método científico se ha degradado en el credo del ‘cientificismo’.”
Esa referencia sobre la naturaleza de la “angustia” proviene de otra interpretación (o descontextualización) hecha por Batchelor ---tan esencial como las ya mencionadas: el abandono de las nociones del renacimiento y del karma--- para adecuar el mensaje budista a la mentalidad contemporánea y hacerlo volver a su agnosticismo original. Lo que se conoce como las cuatro nobles verdades descubiertas por Siddharta Gautama en su proceso de iluminación: la verdad del sufrimiento, la verdad del origen del sufrimiento, la verdad de la cesación del sufrimiento, la verdad del camino que conduce a esa cesación, gira alrededor de un término sánscrito, dukha, que tradicionalmente también ha sido traducido a las lenguas occidentales como “dolor”. Tales voces no son adecuadas para expresar el sentido cabal de dukha, y su repetición produjo la falsa impresión de que el budismo era una doctrina pesimista, negativa, incluso nihilista, la cual exaltaba el dolor como un hecho definitorio de la existencia del sujeto.
Batchelor ha preferido traducir dukha como angustia, una noción mucho más precisa para abarcar la condición de la conciencia humana. “Un budista agnóstico acude al dharma en busca de metáforas de confrontación existencial en vez de metáforas de consuelo existencial”. Así entonces, escribe este renovador notable, el dharma no es una creencia que salva milagrosamente sino un método de investigación personal a poner en práctica para afrontar la primacía de la angustia, aplicar después un conjunto de prácticas (la meditación, entre otras) ante ese dilema afectivo y con ellas obtener su solución: una perspectiva laica profundamente agnóstica basada en la razón inteligente que comprende y en la voluntad decidida que actúa.
“¿Existe ---se preguntaba Cioran--- un signo de ‘civilización’ mayor que el laconismo?” En este libro imprescindible Batchelor demuestra que no. La misma brevedad prosística empleada en él manifiesta cuán profundo será su alcance cultural. A pesar de la oscuridad predominante en estos días aciagos, es evidente que ya está en curso otro proceso civilizatorio fundado en la tarea creativa por excelencia: volver a las fuentes primigenias del conocimiento verdadero, beber sus aguas lustrales de nueva cuenta y obtener el viático de la originalidad: una libertad del despertar de la conciencia que hace cesar el ansia, la pena, la crónica infelicidad.

Fernando Solana Olivares.