Saturday, January 31, 2009

BERGASSE 19 / y III

Hablar de la existencia de una dimensión superior o meramente distinta a las habituales en la conciencia humana es hablar de metafísica, y éste es un problema cognitivo, intelectual y hasta político insoluble desde una perspectiva materialista, porque tiene que ver con algo que no puede tocarse ni empíricamente demostrarse, sólo creerse o no. Sin embargo, el mismo impedimento de visibilidad puede argüirse para el primer modelo freudiano de la psique: inconsciente, preconsciente y consciente, y también para el segundo: el yo, el ello y el super yo. Hipótesis, las dos, intangibles, tácitas, que sólo pueden creerse o no.
Si los censores del psicoanálisis ya mencionados contemporizaron con Freud al establecer un litigio puramente de orden operativo y cultural, René Guénon, en cambio, un autor inclasificable nacido en Francia en 1886 y muerto en Egipto en 1950, fustiga al psicoanálisis como un movimiento surgido de la degradación y crisis del mundo moderno, como un signo de los tiempos que anuncia el inminente final de la civilización occidental, como el combate de un error con otro error. No es el momento de extenderse en la obra de quien ha sido llamado “el último metafísico de Occidente”, cuyo pensamiento influyó en muchos que nunca lo reconocieron y quien hasta hoy ha padecido una conspiración del silencio dada la gran incomodidad que generan sus postulados contra el materialismo del mundo contemporáneo.
Baste mencionar su texto “Los desmanes del psicoanálisis” (El reino de la cantidad..., Paidós Orientalia, 1997), en el cual escribe sobre “la extraña ilusión que obliga a los psicólogos a considerar una serie de estados tanto más ‘profundos’ cuanto en el fondo no son sino más inferiores: ¿no es éste ya un indicio de la tendencia a oponerse a la espiritualidad, que es la única que de verdad puede ser calificada como profunda precisamente por ser la única que se refiere al principio y al propio centro del ser? (...) Al no haberse expandido el ámbito de la psicología hacia arriba, el ‘superconsciente’ sigue siendo para ella tan ajeno como siempre; cuando encuentra algo que parece referirse a él, pretende anexionarlo sencillamente por asimilación con el ‘subconsciente’.”
Quédese hasta aquí la mención a la tajante reprobación guenoniana al psicoanálisis, porque el último de nuestros invitados impertinentes es Harold Bloom, el sabio crítico literario que considera al psicoanálisis como la última manifestación del chamanismo en Occidente (y con ello no es peyorativo sino descriptivo, pues el chamán, como el analista, toma sobre sí la enfermedad del paciente para curarlo), y quien denuncia a Freud como un deudor malagradecido de su predecesor más directo: William Shakespeare.
Bloom demuestra (o especula, si se quiere matizar) que el complejo de Edipo, la gran mitografía construida por Freud, es más bien el complejo de Hamlet, no solamente porque el héroe trágico de la tragedia de Sófocles mata a Layo, su padre, y desposa a Yocasta, su madre, sin saber todavía quiénes son ellos, sino sobre todo porque la obsesiva y documentada frecuentación que Freud hace de Shakespeare a lo largo de toda su vida concluye en una mal asumida angustia de las influencias, un concepto acuñado por Bloom para describir el vínculo entre el predecesor canónico y su descendiente literario, quien lo lee para reinterpretarlo y agregarse él mismo a la suma de autoridades representada por el predecesor.
Bloom habla de Freud el escritor y considera al psicoanálisis como literatura, por ello durante muchos años, como afirma en un hermoso ensayo al respecto, ha venido enseñando en su cátedra que Freud es esencialmente Shakespeare en prosa, y que la visión de la psicología del médico austriaco se deriva de su constantes lecturas del teatro del poeta isabelino. Para Bloom, entonces, William Shakespeare es el inventor del psicoanálisis y Sigmund Freud resulta solamente su codificador.
“Existe una antigua tradición ---escribe Bloom--- que afirma que Shakespeare interpretó el papel del fantasma del padre de Hamlet en la primera producción de la obra. El psicoanálisis, en muchos aspectos una parodia reductora de Shakespeare, continúa siendo perseguido por el fantasma de Shakespeare, pues a éste se le podría considerar un tipo trascendental de psicoanálisis. Cuando sus personajes cambian, o se obligan a cambiar a base de oírse casualmente, profetizan la situación psicoanalítica en la que los pacientes se ven obligados a oírse a sí mismos en el contexto del análisis”.
De tal manera que para este pensador contemporáneo las guerras civiles de la psique le fueron enseñadas a Freud mediante la apoteosis de la libertad y originalidad estéticas que hay en la obra del bardo inventor de lo humano y centro del canon occidental: William Shakespeare. De él aprendió la ambivalencia, el narcisismo y el cisma del yo, de él conoció la furia y la extrañeza que habitan la conciencia de las personas. Por esa razón superior de orden estético, Bloom propone no una crítica freudiana de Hamlet, de Macbeth, de Otelo o del rey Lear, en su opinión un mero empobrecimiento de esos caracteres paradigmáticos, sino una lectura shakesperiana del psicoanálisis de Freud.
Luego entonces, si todo inconsciente quiere ser un acontecimiento, según una de las tantas afirmaciones perentorias del habitante durante décadas de Bergasse 19, aquella sede del más importante diván de la historia moderna en la ciudad de Viena, todavía hoy, más de siglo y medio después de su nacimiento, seguimos debatiendo a Sigmund Freud.

Fernando Solana Olivares

Sunday, January 25, 2009

BERGASSE 19 / II

El surgimiento del psicoanálisis ---esa “ocupación de racionalistas lascivos que todo lo reducen en este mundo a causas sexuales, con la salvedad de su ocupación”, conforme ironiza uno de los aforismos de Karl Kraus--- no podría explicarse sin tomar en cuenta la naturaleza de aquella ciudad insólita e irrepetible en la historia del pensamiento moderno, Viena, capital entonces del imperio austrohúngaro donde Freud, el médico y psicoanalista austriaco nació y se desarrolló. Quien quiera buscar los orígenes concretos del momento actual, la eclosión positiva y negativa a la vez de los modos cognitivos, los usos sociales, los logros artísticos, arquitectónicos y literarios, las asignaturas ideológicas, las prácticas sexuales y hasta la morfología física de lo que vendría, deberá dirigir su atención a ese “laboratorio de pruebas para la destrucción de un mundo”, aquella Kakania, como llamó al imperio austrohúngaro otro más de sus rendidos amantes y furiosos execradores, Robert Musil. Un sitio geográfico, aunque antes mental y estético, donde se dieron cita una suma deslumbrante de talentos, de nombres con magia propia.
La crítica al psicoanálisis de otro vienés contemporáneo de Freud, el filósofo Ludwig Wittgenstein ---creador del atomismo lógico, teoría que plantea la relación biunívoca entre las palabras y las cosas y define a las proposiciones que encandenan las palabras como “imágenes” constituyentes de la realidad, creador también de lo que llamó “juego de lenguaje”, en el cual destacó el aspecto humano del habla, su imprecisión y variabilidad según las situaciones---, es de otra tesitura e intención. No hay humor vitriólico en ella sino el señalamiento de que la teoría psicoanalítica es la obra de un poderoso mitólogo, digno rival de Proust, Joyce o Kafka, y por ello perteneciente no a un orden científico sino a otro imaginario y estético, peligrosa o inútilmente convertido en psicología. Una consideración, en suma, que de cualquier modo parte de un reconocimiento al genio fabulador freudiano pero que recusa como erróneos su uso colectivo y su clasificación formal, que preferiría para arbitrio del arte o de la imaginación.
Dice Wittgenstein: “Si hay algo en la teoría freudiana de la interpretación de los sueños es que muestra en qué forma tan complicada construye el espíritu humano imágenes de los hechos. El arte de la reproducción es tan complicado, tan irregular, que apenas puede seguírsele llamando una reproducción”.
Más propio para él del arte del teatro ---una opinión que acaso no le desagradara al mismo Freud---, antes que de la exploración de la conciencia, Wittgenstein formula una crítica contra el psicoanálisis que no ha dejado de considerarse como una censura emitida por el elitismo de una inteligencia tan genial como la suya. “Freud ---escribió el filósofo--- ha hecho un mal servicio con sus seudo-explicaciones fantásticas (precisamente porque son ingeniosas). Cualquier asno tiene a la mano estas imágenes para ‘explicar’ con su ayuda los síntomas de la enfermedad”.
Si bien los conceptos pueden aliviar o agravar un abuso, favorecerlo o inhibirlo, para el autor del Tractatus “hacerse psicoanalizar es en cierta forma semejante a comer del árbol del conocimiento. El conocimiento que así se obtiene nos plantea nuevos problemas éticos; pero no aporta nada para su solución”. Trátase entonces de una crítica ya no del sentido sino de la utilidad.
¿Por qué? Porque según Wittgenstein, “no se puede decir la verdad cuando no nos hemos dominado a nosotros mismos. No se la puede decir ---pero no porque no se sea aún lo bastante sensato. Sólo puede decirla quien ya descansa en ella; no el que todavía descansa en la falsedad y sólo una vez sale de ésta para alcanzar la verdad”.
¿Tautología, contradicción, juego de palabras? El psicoanálisis sabrá. Pero para una de las mentes más soberanas del siglo pasado, el conocimiento de la verdad sólo podía darse a quien ya sabía o había entrevisto esa misma verdad buscada, al modo de una revelación que se mostraría nada más a aquel que la hubiera percibido cuando menos una primera y determinante ocasión.
Quizá como una reacción que en el propio sistema analítico tendrá su debida causa: resistencia, proyección, patología o simple no convencimiento, al reflexionar sobre el psicoanálisis ciertas preguntas sin respuesta regresan. Por ejemplo, si esto se debe a Freud, ¿quién lo invistió a él de la autoridad constituida, canónica, para iniciar una práctica donde todos sus miembros deben analizarse, o sea, repetir el rito de fundación? Ese origen unipersonal quizá pueda ayudar a entender por qué el psicoanálisis sólo conoce el subconsciente y no acepta la existencia de una condición correlativa, lógicamente complementaria, que otras formas de pensamiento, occidentales y contemporáneas, pero sobre todo orientales y tradicionales, aceptan como un nivel accesible a la conciencia humana: el supraconsciente (que no es lo mismo que el super yo). Una categoría que coloca al sujeto en otra consideración, ni romántica, devocional o irracionalista, pero tampoco determinada por una explicación unívoca que se da por concluyente en ella misma, como si fuera un círculo que se cierra sobre sí.
La estimación que se hizo en vida de Freud del psicoanálisis lo satirizó como una manifestación de la misma enfermedad que pretendía curar. Otros cuestionaron que hubiera abierto las esclusas psíquicas de los fondos humanos sin compensación alguna y que confundiera lo profundo de la conciencia con lo inferior.

Fernando Solana Olivares

Saturday, January 17, 2009

BERGASSE 19 / I

Ciertos intelectuales vieneses contemporáneos de Sigmund Freud lo combatieron con rudeza. Uno de los críticos más feroces fue el escritor satírico Karl Kraus, quien dirigió sus dardos escritos contra los que llamaba racionalistas lascivos, aquellos que todo lo reducían a causas sexuales: “Los hijos de padres psicoanalíticos ---ridiculizó Kraus--- se mustian pronto. Lactantes, deben conceder que al hacer caca tienen sensaciones placenteras. Más tarde se les preguntará qué les ha ocurrido al asistir, camino de la escuela, a la defecación de un caballo. La dicha es indecible cuando se alcanza una edad en la que el adolescente confiesa que, en sueños, ha violado a su madre”. A Kraus le molestaba que el psicoanálisis se hubiera atrevido a “esputar en el misterio del genio” y a ampliar lo que llamaba las fronteras de la irresponsabilidad individual. Para Kraus no había ninguna verdad comprobable en lo erótico ni aceptaba que pudiera sujetarse a un diagnóstico común: “amamos ---escribió--- en contra de todos los supuestos fácticos y nos masturbamos contra todas las circunstancias objetivas”.
Nada de todo esto perturbó la construcción del edificio freudiano ni impidió su inmensa influencia y capilaridad en la constitución de la modernidad. La caricaturización krausiana no iba más allá de una aguda simplificación del psicoanálisis y correspondía, quizá, a su propio estupor ante un momento que terminaba con la creación de nuevos contenidos e interpretaciones, y a la indiferenciación que a veces poseyó a los intelectuales vieneses en momentos históricos donde todo parecía ocurrir sin tiempo suficiente para su cabal valoración.
Muchos años después Jorge Luis Borges volvió a poner en curso la advertencia de Kraus, que rechazaba el método introspectivo porque creía que obsesionaba con la propia persona a quienes lo practicaban: era una manifestación, decía, de la misma enfermedad que se pretende curar. “Si la gente se observa a sí misma ---concluyó Borges--- puede hacerse más egoísta. Por eso creo que el psicoanálisis (por supuesto, no entiendo nada de medicina) puede ejercer una mala influencia, pues conozco a muchas personas que han sido psicoanalizadas y están vigilándose día y noche”.
Como a la astrología o a la sociología, Borges consideraba al psicoanálisis un sistema de interpretación totalmente conjetural que basaba sus alcances en el recuerdo y el olvido. Podría parecer paradójica esta actitud de quien creía en la memoria como único instrumento humano y atribuía a la imaginación la tarea de ser su arte combinatoria. Empero, Borges no criticaba la condición misma del recuerdo ni el intento exploratorio de su empleo, sino los arbitrarios y empobrecidos contenidos simbólicos que el psicoanálisis atribuye a la función del recuerdo dentro de su sistema cerrado y autorreferencial.
El rechazo de René Guénon al psicoanálisis llega mucho más allá que las saetas envenenadas de Kraus o las engañosas ironías de Borges. Desde la significación que encuentra en el hecho de que la psicología freudiana y sus derivaciones actuales nunca pronuncien el término supraconsciente y sólo consideren la existencia del plano subconsciente, hasta la profunda desviación que observa en una conciencia que se cree compuesta nada más por contenidos residuales, por resonancias psíquicas y emocionales inferiores, Guénon reprueba tajantemente la ideología freudiana, cuya acción, escribe, es “por abajo, es decir, por el lado que corresponde en este caso en el ser humano (...) a las ‘grietas’ por donde penetran las influencias más ‘maléficas’ del mundo sutil, pudiéndose incluso decir que son las que tienen un carácter más verdadera y literalmente ‘infernal’.”
La no reflexión hacia arriba de la psicología occidental hegemónica, su servidumbre hacia las capas inferiores de la conciencia, su pretensión de asimilar al subconsciente cuestiones tan ajenas a él como los estados alterados, las religiones, el misticismo o el arte, su confusión entre lo superior y lo inferior, todas esas son razones que hacen a Guénon considerar al psicoanálisis no sólo como un producto del materialismo terminal, de la densificación del mundo moderno, un artefacto propio del predominio del reino de la cantidad, sino sobre todo como un ingrediente “constitutivo de una auténtica subversión”. El sentido que le da a este término es el del adulteramiento de la tradición, la ruptura de la estabilidad y el orden reinantes en una civilización.
Factores, todos ellos, que prepararon la alienación de la mentalidad moderna y el surgimiento del individuo cuyo egoísmo será idéntico al de los otros aunque él se conciba a sí mismo del todo único y singular, lo mismo que su morfología, sus deseos inconfesos y sus sueños secretos ---propios de los individuos dormidos, los odres vacíos de la posmodernidad---. Factores que integran, también, esa dilatada secuencia aberrante que llamamos lo actual: desde el feísmo contemporáneo, el cemento reinante, la vida en colmenas de escasas ventanas y el horror económico, hasta las bocas de Plutón abiertas en las plazas de las ciudades para que desde ellas se instale en la superficies contemporáneas un insoportable infierno privador. La democratización del deseo y su universalización indiscriminada provienen en gran parte de tal mitografía poderosa. Y así existe una resonancia directa entre el capitalismo consumista y el psicoanálisis freudiano, al modo de un juego de espejos donde lo que surge en uno simplemente refleja lo que en el otro ya surgió.

Fernando Solana Olivares

Friday, January 09, 2009

CAMINO SIN ORILLAS

La decisiva imagen es de Juan Rulfo: un camino que al no tener lados representa una dirección antes que un trayecto, y un trayecto que a su vez abarca todo lo que en él se recorra, aunque esté próximo o sea lejano. Arrieros somos y en los caminos sin orillas andamos. Me escribe un generoso lector para solicitarme explicaciones acerca de ciertas frases que se han dicho en estas páginas; me pide también un pronóstico sobre el futuro inmediato: ¡válgame Dios!
Yo tenía ganas de transcribir, a manera de regalo de Reyes, una joya de Olaf Stapledon en Star Maker, “Historias universales”: “En un cosmos inconcebiblemente complejo, cada vez que una criatura se enfrentaba con diversas alternativas, no elegía una sino todas, creando de este modo muchas historias universales del cosmos. Ya que en ese mundo había muchas criaturas y que cada una de ellas estaba continuamente ante muchas alternativas, las combinaciones de esos procesos eran innumerables y a cada instante ese universo se ramificaba infinitamente en otros universos, y estos, en otros a su vez”.
Y ya transcrito el delicado obsequio, paso a aquellas cuestiones que el lector me pregunta. A) Sí, detesto esta época, no la comprendo y en mucho la presiento ajena a mí. Pero a la vez, intelectualmente me fascina, históricamente me intriga, existencialmente me determina. Trato de seguir una sentencia doble que conocí hace años en Canetti: odiar la época, amar la época. B) No, no creo que el capitalismo pueda corregirse desde adentro y por sí mismo. Ejemplos que sistemáticamente se repiten en el tiempo me hacen saber que las culturas sólo cambian por la catástrofe. Recuso la base moral del capitalismo: el nihilismo puro, y creo que el marxismo y sus variantes son la vía izquierda de esa misma raíz: el nihilismo puro. C) Si no suena muy rebuscado, le confiaría que oscilo entre la inmanencia y la trascendencia. Es decir, que a veces confío en que la vida en sí misma tiene sentido. Otras veces acepto que detrás de las apariencias de la realidad hay algo adicional, la cosa en sí, y que ésta es metafísica. D) No adscribo a ningún credo religioso. Me encanta la época por su globalización espiritual, somática y cultural. Será una compensación por su condición horrible ---el feísmo posmoderno ---, y acaso por ello estos tiempos terminales ofrezcan opciones para, como diría un agudo crítico de la modernidad, cabalgar al tigre de la época y no ser devorado por él. Pero tampoco soy creyente de la diosa Razón y procuro cuidarme del sentimentalismo mediático hegemónico. E) Sí, su opinión me recuerda la frase de Montaigne: para vivir solo hay que tener algo de animal o algo de dioses. Y políticamente no me imagino cómo podrían traducirse en acción colectiva las transformaciones interiores de la gente, su revolución interior. ¿Lo proclamó el hipismo? Entonces tuvo razón. F) Creo, con quien lo dijo, que envejecer es ir haciendo limpieza, tirar lo inútil, desprenderse de ello. Así se ayuda cada quien: calcinando las impresiones mentales que va dejando la vida (karmáticas, según los budistas), para no llevarlas con uno mismo al momento de abandonar el cuerpo. De ahí que se diga que lo único que transmigra entre vida y vida es la neurosis. Hacer limpieza es resolver la neurosis. G) Ni de izquierda ni de derecha me considero, aunque mi alma plebeya siempre tienda a las causas populares, sino más bien creyente en la aristocracia del espíritu, en el gobierno de los mejores, el cual no veré, desde luego. Los más sensibles y considerados, los entusiastas y alegres, los creativos, los más humanos. No son las élites contemporáneas donde están estas gentes, sino en los pequeños formatos. H) En cuanto a la cultura soy conservador, canónico y establecido. Creo que las formas estéticas sólo pueden modificarse cuando se dominan. Hoy domina el antojo, el pensamiento basura, la emoción, y no el dominio del arte mismo. Pero hay excepciones. Luego entonces creo que lo contracultural hoy es la misma cultura. I) Sí, he escrito que toda identificación es una restricción, pero suelo considerar que efectivamente nuestro mundo penetra en un nuevo medioevo (un período, por cierto, totalmente distinto a como lo describe el pensamiento ilustrado, el políticamente correcto). Volverán los gremios, la comunidad como eje de las relaciones humanas, el super-realismo (la coexistencia de lo que se ve con lo que no se ve: hay muchos mundos y están en éste) como imaginación aceptada, y volverá el cesarismo político, sea encarnado por el gobierno mundial de corporaciones o por sus representantes formales. Usted me percibe pesimista y hasta amargo. Me curo de ello considerándome realista-apocalíptico, pero integrado. Optimismo y pesimismo son conductas emocionales.
Dejo otros de sus cuestionamientos para una ocasión posterior. Y desde luego, no tengo ningún pronóstico por empeñar. Si quiere, usted puede consultar un anuario astrológico, agenciarse unas runas druídicas o hacer lo que yo: preguntar al Libro de las Mutaciones (en versión de Richard Wilhelm, la única actuante) cómo será el año 2009, el del Buey, conforme al zodiaco chino. Le dirá cosas útiles y precisas que podrá emplear para una interpretación concreta de lo que le ocurre. Además del libro sólo necesita otra cosa: colapsar temporalmente su incredulidad. Pensar en un camino sin orillas puede ayudarlo para atender el oráculo como lo hacían los griegos, nuestros abuelos que están de regreso: con entera seriedad.

Fernando Solana Olivares

Sunday, January 04, 2009

CIRCUNSTANCIALIDADES

De pronto, como empezó, el año termina y otro súbitamente se inicia. El tiempo corre sin pausa, cada vez más veloz, al modo de una corriente que va acercándose al despeñadero. Diría Ernst Jünger que nos encontramos en el final de una era de la historia y ante los umbrales de una nueva. Y que para entender lo que ocurre es necesario desplazar la mirada de la historia humana a la historia terrestre, salir del tiempo histórico e imaginarse el tiempo cósmico.

No es una operación simple, pues obliga a cambiar el lugar mental donde uno reside, el sitio emocional y psíquico donde se suele estar. Lo que este pensador propone es que el sujeto debe radicar únicamente en sí mismo: fenomenal tarea a realizar en el tiempo actual, que aun sin querer implicarse en visiones apocalípticas, parece estar a punto de acabarse, como si una forma de existencia hubiera entrado en una crisis definitiva, integral: “Para mí —escribe Jünger— lo importante sigue siendo el Individuo, el gran Solitario capaz de resistir en las situaciones difíciles para el espíritu, como la que está llegando y que será una nueva edad de hierro”.

La conclusión no es nueva, todas las tradiciones que conciben el tiempo desde una perspectiva cíclica acuerdan designar a esta cuarta edad oscura como la última de un lapso que duró milenios. Una imagen es utilizada por Jünger como “símbolo grandioso” del momento, el naufragio del Titanic, “el hundimiento de la idea misma de progreso: la perfección de la técnica se ve perturbada por el accidente; tras el arrogante optimismo viene el pánico, tras el mayor lujo la destrucción, tras el automatismo la catástrofe”.

A la angustia que domina la atmósfera colectiva de nuestra época —un estado de ánimo particular e indeterminado, sutil y tácito entre los hombres, esos seres extraños que “en su lucha contra la Nada han de hacer frente a dos pruebas inevitables: la de la duda y la del dolor”—, Jünger propone la acción de aquel a quien llama el Anarca (no anárquico, puesto que no está vinculado negativamente con la sociedad), el Rebelde, el cual se retira a su propio interior para enfrentar y derrotar la angustia, la duda y el dolor.

El autor explica que desde el punto de vista del Anarca el totalitarismo y la democracia de masas no son tan diferentes entre sí, y que este tipo de solitario vive en los intersticios de la sociedad, la realidad que lo rodea en el fondo le resulta indiferente y sólo cuando se retira a su interior encuentra su identidad verdadera, cuando se retira a su propio yo como último baluarte de resistencia. “El Anarca —escribe Jünger— no se deja implicar por la dimensión de la técnica: se vale de ella y la explota si ello le resulta útil, de lo contrario la ignora y se retira a su mundo interior. El Anarca tiene dominio sobre la técnica. (...) El Anarca sabe que la libertad tiene un precio, y sabe que quien quiere disfrutarla gratuitamente da muestra de no merecerla. (...) El Anarca no tiene sociedad. La suya es una existencia insular...”.

Una sociedad de asociales que saben que toda identificación significa a fin de cuentas una restricción. No se habla aquí de sujetos románticos que huyen de la realidad y con la fantasía o el sueño construyen un lugar mental subjetivo y cerrado. El Anarca es una gente que conoce y evalúa correctamente el mundo en que se encuentra y puede retirarse interiormente de él a voluntad. Como es adentro es afuera, así que dicho repliegue espiritual se da en el mundo como éste mismo es ahora: nihilista, perturbado, confuso, en proceso de impredecible transformación. Tal es la salida del tiempo histórico que algunos autores como el propio Jünger llaman “exilio interior”.

Esta idea de la resistencia interior es muy cercana a otra propuesta filosófica de la modernidad: la política existencial del como si. Tal doctrina, introducida por Schopenhauer al pensamiento occidental, proviene de la legendaria recomendación dada por Shiva, la deidad, a Arjuna, el hombre atribulado: “Combate como si el combate tuviera sentido, vive como si la vida tuviera sentido”. Y ese como si consiste, sobre todo, en una voluntad de distanciamiento frente a la acción, la cual se cumple lo mejor que se pueda a pesar de su tamaño e importancia, sin esperar nada más.

Se dirá que todo lo anterior es inaccesible para el hombre promedio, enajenado en la búsqueda de satisfactores externos a él. Su ánimo siempre depende de las circunstancias y, como éstas son cada vez más adversas, un profundo desasosiego externo le impide conocer las exquisitas y tan simples formas de la serenidad y el desprendimiento interiores. El programa de la espiritualidad del Anarca consiste en cuatro actitudes: no esperar nada, soportar la injusticia, adaptarse a las circunstancias y seguir el camino. De ahí aquella afirmación tan estimada por Jünger: “llega más lejos el que no sabe adónde va”.

Ahora comienza un año cuyos dígitos suman once, una cifra que la numerología pitagórica interpretaba como el uno de Dios sumado al diez del mundo, el inicio de una serie simbólica superior. Pero el tiempo acosa a los hombres. Y si la cifra cuadra con los sentidos que se le atribuyen, entonces, como escribiría Ernst Jünger, el tiempo de los titanes venideros se hace presente cada vez más. Será, acaso, una certeza mayor entre nosotros: el tiempo se acelera, corre a su conclusión. Los solitarios lo saben, son los que viven en el templado refugio de su interior.

Fernando Solana Olivares

18 / XII / 08

La vida, bosque de signos. Y uno debe salir con rapidez de la ratonera vial en que la ciudad se ha convertido para llegar a tiempo al aeropuerto y volar hasta Oaxaca. Igual que Balthus o tantos otros, odio esta época. Ahí veo una joven y hermosa mujer caminando por un pasillo aerodinámico, nuestras miradas se cruzan. Me iré a su lado durante el vuelo porque los asientos están juntos. Es de Sinaloa y por algunos instantes la contemplaré dormir. Como Kawabata o García Márquez, como Nabokov o Cabrera Infante, el adulto que mira yacer a una joven.

Le desearé una feliz estancia a esta linda sinaloense que nunca antes había venido a Oaxaca y me sumergiré en la ciudad vital y caótica, umbría y brillante, a bordo del jeep negro de Rubén Leyva, mi amigo el pintor, quien me recibe para conducirme a su casa. Sus árboles siguen tonificando el alma, pero la ciudad ha crecido sin control y sin pausa. Conserva su atmósfera visual de largo alcance, su luz favorecida, a pesar de que el número de coches y de gentes que hay en ella va devorándola cada vez más.

Luego de comer con los colegas que también participarían por la tarde en la presentación del libro Memorial de agravios, razón por la que he venido, realizo el ritual oaxaqueño de visitar a la Virgen de la Soledad. Me veo arrollado por las masas que pululan dentro y fuera del santuario, convertido en una corte de los milagros por decenas de seres variopintos y rogantes que van a pedirle a la deidad hoy, en la fecha de aniversario, su intercesión por ellos.

La vida, instrucciones de uso. Regreso por Independencia sorteando ríos humanos y doblo en Alcalá para pasar por una feria de la lectura que alcanza toda la cuadra. Entro al amplio patio universitario donde se hará la presentación del libro espléndidamente editado por Rubén Leyva, un ancho volumen de imágenes fotográficas, registros visuales y textos sobre la epopeya insurrecta recién vivida por el pueblo de Oaxaca.

El auditorio está lleno cuando el acto de presentación se inicia, doscientas personas al menos ocupan las sillas y otras varias están de pie. Todo se antoja como si fuera un caldero en discreta ebullición. Las potentes luces que deslumbran sobre el estrado me dificultan un poco hacer mi parte. Prefiero los actos donde se distinguen las caras de los asistentes: tal visibilidad representa una manera de guiar al orador. Estos, en cambio, son como lanzarse a un vacío lleno de inquietante luz. Leo pedazos de mi texto cuando me llega el turno de cerrar, hilvano algunos comentarios acerca de la memoria como vientre del alma, celebro la lucha popular oaxaqueña y sus expresiones plásticas y termino con la mención de su gobernador sátrapa: el peor de todos.

En lugar del alud de participaciones del público asistente que algunos temíamos, pues están presentes conspicuos líderes de la APPO, estalla un grito combativo que se repite algunas veces hasta terminar en sonoros aplausos: “!Oaxaca vive, la lucha sigue!”. La gente compra una centena de libros, esta ocasión más baratos, y nos pide dedicatorias a todos los colaboradores. Luego, invitado por Leyva, asisto al teatro de mi infancia, el Macedonio Alcalá, para escuchar el concierto de Ana Díaz, una estupenda cantante y compositora local. El escenario realiza su función estética alteradora: suspendo la incredulidad racional y existo por un rato en el interior de aquella caja auditiva y mágica. Compruebo otra vez que el verdadero milagro humano es la melodía. O dicho en Nietzsche: que sin música, la vida sería un error.

Por la noche, oscura y verdinegra como un árbol, la noche oaxaqueña que caminó Octavio Paz, se lleva a cabo una fiesta en San Felipe del Agua. Todos los acontecimientos epifánicos ocurridos en la Galaxia Gutenberg merecen celebrarse a conciencia (“que el fin del mundo te pille bailando”, canta Sabina), aunque el título del volumen festejado, Memorial de agravios, imanta en sordina la velada, no tanto como si tratara de una reunión de dolientes sino como algo más cercano a una oscura reflexión.

El levantamiento oaxaqueño de 2006 fue el último episodio de un conflicto ancestral todavía no resuelto. Quizá ese es el tono que tiene esta noche: el de una inminencia que flota en el ambiente, las vísperas presentidas de no se sabe qué. Pero donde la visión cíclica de la historia mexicana parece artículo de fe, como aquí, entonces sí se sabe qué viene. La revolución, dice uno de los asistentes al ágape, un indígena mixe que cuenta con modestia guerrera un acto original: apenas en julio pasado lanzó sus dos huaraches a la cabeza del torvo gobernador y fue a la cárcel un fin de semana por ello. “Meses antes que el periodista egipcio a Bush”, me explica ufano en un español imperfecto, cerciorándose de que yo comprenda lo que de verdad me quiere hacer entender: la revolución.

La noche tiene estratos y deja de reconocernos, como a Paz aquella noche oaxaqueña lo negaron los espejos. La noche se diluye y la fiesta se va a dormir.

Cerca o lejos, el cosmos resulta increíblemente variado. En el vuelo de regreso al demencial DF la ninfa muéstrase inconstante: no se sienta a mi lado. Pero vengo leyéndola, pues la encontré en este viaje entre los puestos de libros: La ninfa inconstante, novela póstuma de quien como seudónimo usaba G. Caín. La vida, bosque de signos. Y uno estando aquí.

Fernando Solana Olivares