Friday, August 31, 2018

CONTRAESCRITURA

Importan menos sus temas que sus procedimientos e intenciones. Poetas tan esenciales como T. S. Eliot lo han dicho y su frase puede convertirse en un mantra a utilizar: “Para nosotros sólo cuenta el intento, lo demás no es asunto nuestro”. No debe ignorarse la contradicción entre el intento como ocurrencia o el intento como idea, como sostenida decisión. El intento tiene que ver con el resultado, aunque tampoco exista en todo ello una relación lineal. A veces un intento sostenido y poderoso se realiza sin resonar más allá del haberse hecho. Gerald Murnane, un escritor nacido en 1939, es visitado por el periodista José Luis de Juan (Babelia 14.04.18) donde vive, lo que fue el garaje de la casa de su hijo mayor en el “dormido” pueblo australiano de Goroke. Al recibirlo, Murnane muestra al visitante que en ese lugar está toda su vida: “Millones de palabras”, miles de cuartillas, anotaciones y fichas sobre su pasión principal, las carreras de caballos y el absorbente mundo de ejemplares de pura sangre, jinetes y apuestas, sobre el idioma húngaro ---del que se enamoró al leer a un escritor en esa lengua--- y la religión de las llanuras australianas, o acerca de muchas otras cosas de las que escribe sin cesar. Su vida externa es simple, transcurre en un triángulo que el escritor llama mágico y del cual nunca ha salido: Melbourne, Bendigo y un llano en Australia Meridional. Odia los viajes, el mar o las montañas y nunca ha incursionado más allá de un día de camino. Elabora su propia cerveza en su modesto cuarto redondo y explica a su entrevistador que no requiere visitar otros lugares físicos porque “el periplo de la mente” es infinito. Y él, como si fuera un sabio taoísta, suele viajar desde su máquina de escribir Remington modelo 1965 con la que ha escrito siete novelas publicadas y aquel iceberg de su obra que el visitante contempló. Lo aburre el cine y prefiere leer o escuchar música para visualizar eso que más le gusta, lo que considera más importante y revelador, más que la literatura, más que Shakespeare: una carrera de caballos lanzados al límite y corriendo para siempre en su imaginación, algo cuyo sentido para él nunca se agota. Una tarde de 1947 escuchó por la radio la trasmisión de la carrera de caballos más célebre de Australia, y de Juan cuenta que tuvo entonces una revelación. Surgiría ahí una literatura apartada de cualquier corriente y temática, escrita por alguien alejado de los círculos literarios y cenáculos intelectuales, por un barman durante las tardes en el club de hombres de Goroke, rodeado de gente que no sabe que es escritor. Murnane le cuenta al entrevistador que a partir de 1995 decidió dedicarse a trabajar para su exclusivo placer sobre mundos imaginarios: “Tenía la ambición de traspasar el paisaje de la novela y entrar en otra dimensión ficticia, como lo hicieron las hermanas Brontë y Proust”. Una de sus obras, Una vida en las carreras (Minúscula, Barcelona, 2018), comienza con una frase directa característica de su escritura: “Las máquinas y la tecnología siempre me han intimidado”. A partir de ello un narrador en primera persona enumerará sus desencuentros con una intimidante cortadora de césped, con un teléfono móvil puesto en la cajuela del coche y sacado de vez en cuando para hacer llamadas sin saberse guardar números de otros teléfonos, o bien con un reproductor de cintas de casete al fin aprendido a utilizarse. También su incapacidad para consultar una página web y conocer los detalles de todas las carreras de caballos en el país. Desde ahí tejerá una trama restringida pero cargada literariamente de imágenes en un gran fresco escrito. Y detendrá al narrador para asegurarse que las palabras empleadas sean “realmente precisas”. En un mundo paralelo, distinto al de la memoria, el sentido que encuentra en su obra este escritor (quien desde su modestia suena desde hace años para recibir el Nobel pues sus novelas están traducidas al sueco) radica en lo que llama “la conexión” de las partes, el vínculo de las palabras entre sí. Va entendiendo el significado de su experiencia conectada a unos cuantos temas centrales. La novela puede entenderse como un yoga o un camino lleno de rigores cuyas recompensas auténticas son espirituales. La humildad es un requisito para ello, pues lo que bien se siente, bien se escribe, diría el Quijote junto con Murnane. Actos gratuitos: escribir porque debe hacerse. ¿El resultado? En el fondo da igual. Fernando Solana Olivares

Friday, August 24, 2018

UN SILENCIO RETUMBANTE

Aquel día fue viernes y ya atardecía. Desde un tiempo imprecisamente largo, una hora, tal vez dos, los estudiantes y sus aliados seguían caminando por Paseo de la Reforma hacia el Zócalo en absoluto silencio. Sólo se escuchaba el sordo rumor de sus pisadas y el estremecedor ritmo de su respiración por la nariz, una energía concentrada y nunca vista, como un fuelle descomunal de decenas de miles. Masa y poder, pero con la boca cerrada, doble poder. Lo sabrá cincuenta años después un jovencito que en la esquina de Reforma y Niza presenciaba estupefacto e inmóvil la Manifestación del Silencio ese 13 de septiembre de 1968. El hecho tenía un carácter extraño, profundamente ejemplar por radical y directo, por escueto e inesperado. Los estudiantes y las organizaciones populares llevaban a cabo un acto político básico que la teoría literaria llama deconstrucción. Esta consiste en cambiar el eje de los significados. Y esa marcha volteaba los términos habituales de la protesta siempre como un clamor vociferante de los manifestantes: ahora se afirmaba un no decir que iba más allá de la interpretación verbal. El silencio sobreviene ante el estupor del místico cuando se encuentra con una realidad metafísica a la cual no puede referirse mediante palabras. El silencio estético llega cuando ya no se tiene nada más que decir. Pero en este caso era la sangrienta sordera del autoritario poder gubernamental lo que provocaba la poderosa dignidad silente de tantos. El silencio retumbante de la masa y su dignidad mayúscula. Como en Rulfo: ¿qué era ese avasallante ruido? El silencio. Pasaban los ríos de gente y el pequeño no podía dejar la esquina. Era su tributo, su participación en un acto colectivo que lo conmovía. Estaba de vacaciones y trabajaba en la empresa de su tutor, una elegante inmobiliaria en la Zona Rosa de entonces, prometedora utopía urbana décadas atrás. Otros oficinistas a su lado contemplaban a los manifestantes con admiración. Un par de ellos, siguiendo un impulso, decidieron unirse al contingente, y vio cómo se desataban la corbata guardándola en la bolsa del pantalón mientras iban siguiendo ese fluido ininterrumpido y silencioso en constante movimiento. Quiso hacer lo mismo pero no se atrevió, como tampoco se había atrevido semanas antes con sus condiscípulos de la secundaria a participar directamente en las refriegas contra la policía. Las presenciaban a la distancia entre corretizas represivas y contrataques estudiantiles. Pero esta vez su asombro entusiasmado lo hacía sentirse parte de la extraordinaria situación. La masa sin palabras era un organismo que contenía, como las capas de una cebolla, a todos aquellos junto a quienes pasaba sin parecer terminar. Un fenómeno así de singular responde a lo que en la teoría de los cinco cuerpos (físico, mental, mágico, sutil y espiritual) se denomina cuerpo espiritual: una mente colectiva que al surgir diluye en uno a todos los individuos que forman parte de ella. El movimiento estudiantil del 68 alcanzaba en esa impresionante manifestación callada un punto de inflexión. La represión iba escalándose y trece días antes el presidente Díaz Ordaz había amenazado con sofocarlo. El nueve de septiembre el rector Barros Sierra hizo un polémico llamado a la comunidad universitaria para volver a la normalidad sin renunciar a sus fines, mientras la ocupación por el ejército de Ciudad Universitaria el 18 de septiembre era la brutal respuesta del gobierno ante las legítimas y fundadas demandas estudiantiles. Después vendría la tragedia de Tlatelolco, y aquel jovencito anclado en la esquina de Reforma y Niza lloraría con amargura al enterarse de la cobarde y alevosa masacre. Una represión que sería parte de la extendida confrontación de estudiantes, grupos populares y sociedad civil contra las oligarquías antidemocráticas, contra las globalizaciones anglosajonas que iban imponiéndose para hegemonizar el planeta, y en general contra el rumbo neoliberal de la época, aquella extraña dictadura económica y política que comenzaría a extenderse por todas partes como una despiadada y patológica doctrina del lucro inhumano, la privatización y la rentabilidad. Las fechas externas de la historia suelen enfatizar los desenlaces. Pero la sangrienta represión del movimiento estudiantil del 68 en México se compone también de lo que sin formularse en palabras fue dicho con el silencio de miles aquella tarde de revelación. Fernando Solana Olivares

Friday, August 10, 2018

VOLVER A MARGULES

La cultura es el diálogo de los vivos con los muertos, la conversación con los ausentes inolvidables que fundan la memoria común. Un libro de María Teresa Paulín escrito en la Sorbona y recién aparecido: El teatro depurado y sin concesiones de Ludwik Margules (Secretaría de Cultura, 2016), invoca y analiza al gran genio teatral muerto apenas hace unos cuantos años. “El teatro es dominio de personajes complejos”, decía Margules, refiriéndose no sólo a los caracteres dramatúrgicos sino a las circunstancias compuestas de las tantas cosas con las que el director de teatro debe trabajar. El libro de esta joven doctora, que se contó entre las últimas generaciones de sus alumnas, lee y desmenuza algunas de las poderosas bitácoras de obra del director polaco para reconstruir el mecanismo creativo y la poética teatral que llevaba a escena. En la reconstrucción de los polisistemas mentales del genio siempre hay un doble privilegio: verlos ahora mismo pero suspendidos en el tiempo porque ocurrieron ya. Dicha cercanía-distancia es de lo que se compone toda cultura abierta, la que está vinculada al mundo anterior y vive en tiempo presente. Cuando Margules montó Los justos de Albert Camus logró un hecho escénico conmovedor. Con suma desnudez, atenido sólo a lo esencial, sin ningún afeite ni decorado, colocando a los actores a escaso metro y medio del espectador, todos alineados contra una pared metálica mugrienta y un rectángulo de tiza sobre el suelo donde transcurre gran parte de la acción, la obra cuenta las horas previas al atentado que un grupo terrorista llevará a cabo contra el Gran Duque, miembro del gobierno del zar. Los conjurados discuten su participación en la historia a través del asesinato que cometerán, ventilan sus escrúpulos éticos (aunque no sobre el acto de terror mismo), confiesan sus miedos y defienden su ciega decisión. Todo ellos ocupan un universo puramente histórico. Camus llamaba hombre absurdo, “pecado sin Dios”, a quienes matan al otro debido al calor, como Mersault mata al árabe en El extranjero, o como estos terroristas, los justos-injustos dispuestos a hacer saltar por los aires con bombas homicidas a la aristocracia para conducir al pueblo a su forzada felicidad. Mirar tan cerca alguna cosa lleva a integrarse con ella. El metro y medio de distancia entre el público y los actores se disuelve, también desaparece la pared que el director utiliza como muro de fronda de la obra cuya iluminación es cruda y directa, no cuenta con utilería alguna, los actores salen y regresan para representar de espaldas a esa pared que la misma cercanía evaporó. El público, de escasas treinta personas, no está entonces viendo la escena: se vuelve parte de la misma, el hecho teatral no se está representando ante ellos sino que está ocurriendo con ellos. María Teresa Paulín consigna en su pormenorizado registro cómo Margules se propone mostrar el huevo de la serpiente del totalitarismo y el terror que sobrevendrán históricamente, hacer pensar y sentir al espectador que todo lo ocurrido en Rusia a principios del siglo pasado se volverá universal, que la utopía ya no será una realización positiva sino una posibilidad totalitaria. Esta escueta condensación teatral obtenida por Margules en Los justos, la penúltima de sus obras, es resultado de un proceso creativo que la autora con justicia llama depurado y sin concesiones. “El ornamento o el adorno van quedando afuera. Ahora busco nada más lo esencial. El ornamento es para mí todo lo contrario de la evidencia, aquello que lo enturbia”, dijo alguna vez el director como síntesis de su quehacer estético, un arte de la sustracción dirigido en primer lugar contra él mismo, luego contra los demás elementos del hecho teatral, contra los autores, la obra dramatúrgica y el escenario. El temperamental director proponía la transgresión de los límites interiores del actor y la desdramatización tanto del texto como de la representación escenificada para alcanzar la conmovedora supraverdad que el arte a veces llega a mostrar. Ludwig reiteraba que la superestructura del mal era el sentimentalismo. El arte de efectos, el arte kitsch esconde tal desviación en la que él nunca incurrió. Su autocrítica era despiadada. María Teresa Paulín ensaya sobre un autor de excepción, su maestro, así concluye una obra de naturaleza efímera como es el teatro, y la fija inobjetablemente en el canon cultural. Bendito sea Margules, con una obra que encuentra una exégeta así. Ferando Solana Olivares

Friday, August 03, 2018

ACCIDENTES EN ZEN

El zen es reacio a las formulaciones y no se deja encerrar entre las palabras. Quizá por ello el texto de la semana pasada en esta columna no se envió completo a Milenio Diario. Los freudianos dirían que por un lapsus del inconsciente, los budistas afirmarían que por una falta de atención. El zen no opinaría nada. Las cosas fluyen, nosotros en ellas, pero la mente las concibe como si fueran permanentes y fijas. Esa ilusión se debe a la memoria y a los patrones imaginarios que construye. Creer que el pasado es determinante, escribe Alan Watts, significa creer que lo que impulsa a un barco es la estela que deja detrás de sí. Los dos caminos del zen para destruir tal ilusión son la meditación sedente y el colapso de la mente lógica. Meditar es dejar de hablar con uno mismo, dejar de pensar en lo que se piensa. La inmovilidad física que requiere a través de una postura mantenida fijamente por ciertos periodos ---lo que se conoce como una psicofisiología de la atención--- permite abrir, hacer durar más los intervalos donde el pensamiento no llega a la mente. La meditación zen (y algunas otras) equilibra los hemisferios cerebrales, aumenta el volumen neuronal en el hipocampo y en áreas como el tálamo y la corteza orbifrontal, vinculadas al control de las emociones. Estudios neurocientíficos de centros de investigación universitarios iniciados décadas atrás confirman que la meditación estimula poderosamente la neurogénesis y la neuroplasticidad mentales. Las conexiones de las neuronas aumentan la vinculación dinámica entre sí y el cerebro crece, sin importar la edad de la persona que medita. Escribió el Dante que en la alta fantasía llueve. La meditación zen (sazen) conduce a zonas parecidas. Uno deja de aferrarse a imágenes personales, a tantas ideas preconcebidas sobre la propia persona, sobre los otros y lo demás, para comenzar a ver lo real episódico como se presenta. Por otra parte, el koan es una formulación paradójica de la verdad que puede hacer alcanzar el satori, ese repentino despertar de la conciencia que busca el zen a través de un cambio radical de comprensión. El koan fundador fue aquella legendaria flor que el Buda hizo girar entre los dedos. Solamente uno de los discípulos pudo resolver el enigma y alcanzar la iluminación. El zen es un desagregante que no pone objetos en la mente sino que los quita, y también un deconstructor que cambia el eje de la significación, el orden de los factores, como lo sugiere un antiguo texto japonés citado por Watts, El camino sencillo, el camino difícil: “Si alguien pregunta sobre asuntos sagrados, respondan siempre con términos profanos. Si se les pregunta sobre la realidad última, respondan en términos de la vida cotidiana. Si se les pregunta sobre la vida de cada día, respondan con términos de la realidad última”. La misma maniobra de inversión confesará siglos después el poeta romántico Novalis a partir de una tradición distinta: dar a las cosas comunes un sentido venerable, a la realidad habitual un sentido misterioso, a todo lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito la dignidad de lo infinito. Entonces surgirá una revelación trascendente, según el poeta: lo extraordinario en lo ordinario aquí mismo, en el lugar donde uno está. Porque si esa revelación no ocurre aquí, tampoco importará que suceda en cualquier otro sitio, llámese cielo o más allá. Para lograr la comprensión del zen, afirma Watts, pueden requerirse tres minutos o treinta años. Occidente se atormenta por conseguir esos tres minutos. Oriente considera tal compulsión como patología. Nuestro proceso intelectual se llama “aditivo”, explica el roshi. En cambio, el proceso que nos sacará de esa adquisición incesante de ideas, de pensamientos que no paran de surgir, se conoce como “sustractivo”. Quitar, desagregar, dejar pasar. “Cede, y permanecerás intacto”, sostiene el taoísmo, primo hermano del zen. El zen es enteramente personal y empírico: hay que probarlo somáticamente, con el cuerpo y la mente juntas por ciertos periodos, con constancia, para saber en qué consiste y dónde puede llevar a la conciencia. Explican los sutras que el zen es un vacío insondable, no sagrado, tres medidas de cáñamo, un agujero de letrina, algo noble o vulgar al antojo de cada quien. Religión atea, filosofía sin sistema, sabiduría al margen del sentido común, multiplicación del punto de vista: el denso y ligero zen. Fernando Solana Olivares