Wednesday, March 31, 2010

LOS SANTOS SIN HUELLA / y II

Lo mismo que aquellos quienes han sabido que el secreto de todo gran logro consiste en el abandono de sí, Simon Weil también creyó que la atención es el agente moral activo en el mundo y al mismo tiempo el instrumento capaz de percibir el sentido de los planos generales de la vida y de sus detalles, escalas donde debe intentarse la tarea de ver plenamente, de mirar con penetración. Por eso indagó en el mundo del trabajo, de la mundanidad de la persona, en los cuales encontraba no sólo el camino de la simplicidad sino el espacio de la vida concreta, lugar indispensable para investigar el mal y el bien así como lo sagrado en lo profano, para experimentar su recolección y recuperar el misterio sobre lo existente que la ciencia-técnica ha desvanecido casi del todo en la modernidad racionalista.
“Aunque pudiéramos ser como Dios ---escribió---, valdría más ser parte del barro que le obedece”. Weil compartía así la certeza de que la condición humana era una vía de conocimiento privilegiado a través del dolor, la necesidad y la desdicha, que ni siquiera los dioses podían recorrer. Para esta mujer olvidada de sí y volcada en los otros, el sufrimiento era la clave de la transformación individual: “Estoy convencida de que la desdicha, por una parte, y la alegría como adhesión total y pura a la perfecta belleza, por otra, implicando ambas la pérdida de la existencia personal, son las dos únicas claves por las que se entra en el país puro, en el país respirable, en el país de lo real”.
Debían amarse la desdicha y la necesidad, afirmaba, porque en ellas reside el secreto para comprender la gracia del amor de Dios ---ese campo semántico inagotable--- y saltar por encima de la irresoluble pregunta que carece de sentido en cuanto tal: ¿por qué las cosas son como son? La belleza del mundo surge cuando se reconoce que la sustancia del universo es la necesidad y que su esencia está depositada en el ser obediente a un amor divino, el cual es sabio aunque parezca incomprensible.
De tal manera Weil disolvió y coaguló las imperfectas etapas reflexivas y somáticas de los intelectuales de su época, e hizo consigo misma, con su pensamiento y con sus hechos, lo que tantos otros sólo vislumbraron pálidamente a través de la reflexión o la literatura: amar a Dios, una denominación que usamos para referirnos al espíritu porque no tenemos otra, y amar sus oscuros designios aun en un tiempo histórico donde parece no estar. Todos los cuerpos caen, pero al percibir compasivamente al mundo no con el cerebro sino con el alma, el cuerpo y la obra de Weil ascendieron al santo logro del país respirable: la poderosa y atenta comprensión.
“He usado la palabra atención, que tomo prestada de Simone Weil ---escribió Iris Murdoch, una más entre los muchos lectores deslumbrados de esta mística del siglo veinte---, para expresar la idea de una justa y amorosa mirada hacia la realidad individual. Creo que ésta es la característica distintiva del agente moral en acción. La atención se ve recompensada. El amor que da la respuesta adecuada es un ejercicio de justicia y realismo y es realmente mirar. La dificultad consiste en mantener la atención fija en la situación real, e impedir que vuelva subrepticiamente hacia el yo con consolaciones auto-lastimeras, resentimientos, fantasías y desesperaciones”. La misma Murdoch afirmaba que “es una tarea llegar a ver el mundo como es”. Teresa de Ávila no pedía a sus discípulas graves o profundas consideraciones conceptuales: “Os pido sólo que miréis”, les decía, lo mismo que el Buda a los suyos: “En lo que se ve, debería estar sólo lo que se ve”.
Dicha palabra mántrica, la atención, un eje determinante de la acción del individuo en el mundo, fue reiterada por Simone Weil al conocer el budismo tibetano a través de los testimonios de otra mujer extraordinaria, contemporánea suya, Alexandra David-Néel. Entonces equiparó lo que designaba como el estado de “no lectura”, un rechazo lúcido de las significaciones que el individuo encuentra en sus sensaciones, un rechazo de aquellas “lecturas” opinativas sobre lo real, con el estado de conciencia superior llamado tharpa por la tradición meditativa tibetana: “El tharpa es la ausencia de toda creencia, de toda imaginación, la cesación de la actividad (mental) que crea espejismos”.
Estudiosos del pensamiento de Weil como Joël Janiaud aceptan que es tan díficil pensar en una purificación así tanto como en una conciencia individual liberada de toda perspectiva. Sin embargo, y aunque esta filósofa de lo trascendente en lo cotidiano alguna vez escribió que “los santos no dejan huella”, los rastros practicables de su obra representan ahora anchas avenidas para transitar hacia la transformación individual.
“La atención es toda la fuerza del espíritu. La única fuerza que es nuestra”, proclamó durante un curso escolar dictado hace años que parecen ocurrir precisamente hoy. Tal virtud es lo mismo una plegaria que un trabajo. Un esfuerzo y un logro. Un sacrificio y una realización. Un desinterés por los frutos del acto, un desprendimiento superior. Si todos los problemas nacen de la falta de atención, según postula el budismo Zen, todas las soluciones están en ella. La Virgen roja lo supo y lo llevó a cabo para sí misma y los otros. Esta es la única respuesta cabal a nuestros tiempos tardomodernos infernales: la heroica atención plena al momento presente. O como Simone Weil lo sintetizaría: una política de la atención social e individual “intensa, pura, sin móvil, gratuita, generosa. Y esta atención es amor”.

Fernando Solana Olivares

Saturday, March 27, 2010

LOS SANTOS SIN HUELLA / I

De Simone Weil se vuelve a hablar en estos días. Así como la publicación al español de sus Cuadernos hace unos cuantos años permitió conocer uno de los procesos del pensamiento contemporáneo más significativos del siglo veinte, la reciente aparición del libro de Jöel Janiaud, Simone Weil, la atención y la acción (Jus, México, 2010), refrenda la vigencia de una vida y de una obra cuyo alcance y sentido resultan hechos para comprender y en tal medida bienvivir el dramático momento histórico actual.
Si nuestra cultura estuviera ahora donde una visión optimista y sincrética dice que alguna vez radicará, esta pensadora mística francesa muerta a los treinta y cuatro años en 1943, primer lugar de su promoción universitaria en filosofía ---y en el segundo sitio, Simone de Beauvoir---, habría sido definida como el budismo llama al bodhisattva, un ser en camino a la liberación que la pospone para ayudar a los demás, o habría sido entendida como el catolicismo asume a los auténticos y tan escasos seres puros.
En cambio, a Weil se le apodó la Virgen Roja. Se asumió como marxista militante por un tiempo, pero salió indemne de tal elección ética. Colaboró en el campo de la República española y fue combatiente sin combatir debido a su fragilidad física, para después actuar como correo y miembro de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra. Pese a haber obtenido uno de los mejores promedios finales de la prestigiosa Escuela Normal Superior de París, Simone renunció al bienestar de la docencia para trabajar como obrera en una hilandería durante un año. En ella aprendió de los obreros viejos que las heridas que sufrían los aprendices eran el oficio que entraba a sus cuerpos, el alcance del dominio obtenido mediante el dolor.
Pensó seriamente en hacerse cristiana aunque había nacido en un hogar judío no creyente. No le importaron el dogma, los intermediarios, el camino horizontal, y entró a saco en la fe católica sin cumplir con ninguno de sus rituales. Conoció a Cristo en el mundo y elevó la desdicha a la categoría de amor divino. Encarnó el imperativo de dar testimonio ---martirio, en español--- de lo divino en la vida común. Escribió siempre notas, apresurada y vital, siempre comprometida y en movimiento, de vida corta: a veces se cumple el lugar común y los elegidos de los dioses mueren jóvenes.
La obra de Simone Weil es el mapa de un viaje espiritual en el mundo tan profundo como el de Teresa de Ávila, pero en la modernidad y desde el pensamiento lógico hasta la política, la sociedad y la trascendencia. “Todos los cuerpos caen”, afirmó. Quería decir que estaba haciendo una lectura moral de las leyes de la física. La gravedad, la ley que gobierna a los cuerpos era identificada por ella como la razón del mal: “Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad es al revés.” De ese modo concebía al mal como una ley de la naturaleza y al bien como su excepción: un desafío a la ley moral de gravedad. La ligereza, la liberación del peso, la levedad las otorga el bien, un reflejo de la existencia de Dios que sólo se comprueba en la relación con los otros, con la belleza del mundo y con sitios sagrados como el pensamiento humano y el universo, textos donde está inscrita la revelación de la existencia de un orden superior.
Era pequeña, menuda y nerviosa, vestía siempre una especie de faldón y zapatos planos, que hacían aún más simple lo poco que se ocupaba de sí misma, lo poco que dormía, lo poco que comía. Le interesaban las equivalencias del panteón griego---preparación histórica, según ella, para llegar al cristianismo: Zeus como Jehová, Prometeo como Cristo---, porque confiaba en que debía amarse a Dios aun si no existiera. “El pecado en mí dice ‘yo’ ---escribiría---. Es mi miseria la que hace que yo sea ‘yo’. El yo no es más que la sombra proyectada por el pecado y el error, los cuales se interponen en la luz de Dios, y a los que yo tomo por un ser.”
Suele decirse que en las mismas aguas donde los sicóticos se ahogan los místicos nadan. Como la cultura popular no reinterpreta todavía su significado, el místico es percibido como si fuera un extraviado. Al general de Gaulle le ocurrió lo mismo con Weil después de los apremiantes planes presentados por ella en Londres, cuando rogaba ser lanzada en paracaídas con un grupo de enfermeras a las trincheras de guerra. La apasionada joven que traducía del griego clásico y comprendía el sánscrito y el tibetano le pareció sólo una histérica, más molesta que peligrosa y más ingenua que atrevida.
El augusto general no pudo darse cuenta de que no estaba ante un pensamiento débil o simplemente devocional, sino ante una psicología extraordinaria que descifraba las servidumbres morales de los hombres, equivalentes a las físicas: odiamos a los otros para restablecer un equilibrio imaginario ante nuestras propias desdichas, esperamos de los otros en función de nuestro equilibrio y recibimos lo que a los otros les sobra para dárnoslo.
A diferencia de quienes suponen que el aspecto más valioso de un ser humano es su personalidad, Weil afirmaba que hay algo sagrado en cada cual que no está en su persona. Es largo el linaje cultural de quienes han sabido que el secreto de todo gran logro consiste en el abandono de sí. Santos, carpinteros, artistas, pensadores o poetas que aprecian el valor de la atención como la fuerza que permite liberarse, aunque sea fragmentariamente, de la conciencia del yo.

Fernando Solana Olivares

Saturday, March 20, 2010

LA ANTESALA

Cuenta la historia que en 1139 san Malaquías dejó Irlanda para peregrinar hasta Roma. Cuando vio la ciudad santa experimentó una visión en la que predijo la serie de 111 papas que habría hasta el fin del mundo, a través de leyendas o divisas de todos ellos, desde Celestino II a la venida de Cristo. Fue publicada por el benedictino Arnaldo Wion en una obra impresa en Venecia en 1595 que salió a la luz con el nombre de san Malaquías, obispo de Armahag, a quien la leyenda le atribuía el don de la profecía.
Quienes dudan de esa visión se apoyan en las palabras de Cristo: que nadie sabe el día y la hora de su venida. Pero sus defensores, como Klaus Bergman, afirman que “de señalar todos los papas no puede sacarse argumento alguno contra la verdad e inspiración de la profecía”. Juan Pablo I está designado en ella con la divisa De medietate lunae, misma que según algunos intérpretes alude a la corta duración de su papado, una breve media luna. Juan Pablo II, el penúltimo pontífice de la lista, se define por De labore solis, y su laboriosidad viajera bien puede nombrarse como los trabajos del sol. Y el último, quien sería el actual, Benedicto XVI, es descrito mediante el lema De gloria olivae.
La visión concluye con el siguiente texto traducido del latín: “En la última persecución de la Santa Romana Iglesia ocupará el solio Pedro Romano, el cual apacentará sus ovejas en medio de grandes tribulaciones, pasadas las cuales la ciudad de siete colinas será destruida y el Juez tremendo juzgará al pueblo”.
Las profecías siempre son lacónicas y siempre van más allá de la razón. Ciertamente, no le hablan a ésta. Presentan, además, un severo problema: sólo son comprobables y comprensibles después de que se realizan, antes no. Aunque es llamativo que también la cuenta visionaria atribuida a san Malaquías en el siglo XVI encaje con las fechas concurrentes para el supuesto próximo final del tiempo presente ---21-12-2012---, la mente lógica siempre puede encontrar reparos para aceptar su veracidad.
Tomando en cuenta, pues, que la mente lógica consistentemente se equivoca, puede verse como un dato pintoresco la lista de 111 papas que finaliza con el actual, Joseph Ratzinger, a menos que se considere cuánto está siendo acosado por una crisis de denuncias que va creciendo cada vez más. Semanas atrás, según la prensa, los momios de las apuestas sobre su renuncia estaban 15 a 1, hoy sólo 3 a 1. Una nota de The New York Times menciona su involucramiento en el caso del sacerdote alemán Peter Huller, cuando siendo arzobispo en 1980 “respondió a las primeras acusaciones de abuso sexual permitiendo al sacerdote mudarse a Munich para recibir terapia, un abusador sexual de menores que por décadas siguió trabajando con niños y niñas luego de ser condenado penalmente”.
Su hermano mayor, también sacerdote, fue director de un coro donde ocurrieron múltiples abusos sexuales y crueles correctivos, en los cuales el mismo Joseph Ratzinger pudo haber tenido responsabilidad por omisión. La ya concluida investigación del Vaticano sobre los Legionarios de Cristo y su demoniaco fundador, Marcial Maciel ---un fascineroso, un monstruo, como lo llama el vaticanista José Manuel Vidal, para el cual el Vaticano estaría pidiendo a la orden legionaria la damnatio memoriae, la condena de la memoria, a riesgo de ser disuelta---, aumentará el inmenso desprestigio y la indignación pública que la Iglesia va concitando, así como el espectáculo de sus escándalos, tan imperdonablemente parecidos ---o peores, pues estos vicios viles y anticristianos se mantuvieron ignorados y secretos, fueron cometidos contra niños y niñas puestos bajo su cuidado--- a aquella de los papas depravados, del ministerio más corrompido, del diablo en la Iglesia, donde ahora parece estar aposentado.
El cisma protestante se originó en una decidida oposición---siempre hay una gota que derrama un vaso--- a la decadencia que el clero, sus purpurados y el papa ostentaban sin recato alguno. Por estos días parece trastabillar de nuevo la institución históricamente más antigua y culturalmente más importante que conoce Occidente, al que en gran medida formó, como si el tiempo líquido y efervescente que cada vez va más rápido fuera subiendo la magnitud de los inesperados fenómenos que ocurren.
No debe ignorarse que la Iglesia católica tiene enemigos poderosos. Es la pieza mayor de todas las apuestas escatológicas, terminalistas, cuya narrativa termina precisamente con la caída del papado porque ello dará lugar a los acontecimientos finales, no solamente según san Malaquías sino también según otros textos coincidentes.
La putrefacción del clero romano es una historia triste y a la vez esperanzadora. “Me gusta terminar”, diría el pagano Montherlant. Si el papado termina y el mundo no, entonces lo sagrado saldrá del desautorizado monopolio de los especialistas y de los lugares especializados para encontrarse donde siempre ha estado: en todas partes-en ninguna parte, debajo de la piedra, en el fuego, en las cenizas, en usted y yo. Pero si la época conocida acaba, será igual aunque a otra, titánica escala: vendrá el espíritu desde todas partes-ninguna parte para actuar aquí mismo, manifestándose. 111 es la cuenta, dice el santo irlandés, y estamos en el último pastor. Su divisa, De gloria olivae, quizá contenga la amnésica paz que Benedicto XVI ofrece a críticos, agraviados y ofendidos para sortear la tempestad. Una mera antesala.

Fernando Solana Olivares

Friday, March 12, 2010

TRANSITANDO ETAPAS

La técnica se llama “correlato objetivo”. Uno toma anécdotas, cuestiones, cosas propias, las pone sobre la mesa de la imaginación, las ve con cierta distancia, como si ya fueran ajenas, y se las adjudica a un tercero porque el cambio verbal del yo al él brinda libertad, atrevimiento, estimula la fantasía. Entonces, siguiendo el método.
10:30 a. m. La cita es a las once y el hombre piensa en ella mientras va manejando por la carretera, cuando mira por el espejo retrovisor que una motocicleta se desprende desde atrás y acelera para rebasarlo. No la había advertido antes, y la imagen del piloto va creciendo en el espejo. Lleva una mascada en la cabeza, lentes oscuros, y sobre el rostro una pañoleta que reproduce la imagen de una calavera. Dos grandes astas metálicas parece el manubrio de la máquina, toda negra como el traje de cuero y las botas del piloto. Pasa al lado izquierdo del vehículo del hombre en una exhalación. Un casco del cual sobresalen dos pequeñas alas rígidas va colgado sobre la alforja trasera. El hombre piensa: “Allí va Odín, dios tuerto de la batalla, la magia, la inspiración y los muertos”.
11:00 a. m. Aquí no hay dioses, salvo quienes se dicen sus intermediarios. Se trata de hacer que el protuberante domo que cubre el patio de esta primaria de monjas baje hasta el nivel indicado por la ley de monumentos históricos. Se trata de un torneo de trampas provincianas, falsos permisos, autorizaciones verbales indebidas, del tiradero dejado por las corruptas e ineptas autoridades panistas anteriores. También de la falsa mansedumbre que utilizan los curas y las monjas para tratar a los demás y justificar sus acciones. La madre superiora actúa como si supiera algo que no saben ni el hombre ni el especialista que lo acompaña ni los dos padres de familia que ella ha convocado en su defensa. Acaso una patente metafísica que la lleva a hacer rezar a los alumnos para impedir el triunfo del mal y la remoción del domo, pero que en nada la aconseja buscar otra solución. Los malos arreglos son mejores que los buenos pleitos. Dos semanas para que hagan un proyecto de modificación. Muchísimas gracias y sí cómo no. El hombre deja la reunión con sentimientos equívocos: es México, se dice, sus arraigadas prácticas ilegales, su doble moral, su fariseica religión.
11:50 a. m. El hombre va pensando en lo que está leyendo, la divina Odisea, y en que en ella sí hay dioses, y también en lo que debe terminar por la tarde, las dos o tres cuartillas finales de un ensayo sobre los libros para conmemorar el próximo día internacional del mismo, cuando circulando por las calles de ese pueblito subibaja ve al motociclista cruzar por delante, ahora llevando puesto el casco de Odín sobre la máscara de la muerte. Visita un supermercado para abastecer su casa, y estando en él cavila que Ulises Mañero, el héroe odiseico, a veces sí y a veces no pudo ser un hombre abastecido, voz homérica que recuerda haber escuchado aquí mismo en los Altos. Se la dijo Manuel, el taxista cuya mente es una esponja, hablándole de su padre fallecido.
15:00 p. m. El hombre regresa a su casa repitiendo el Versículo que Alfonso Reyes escribió agradecido por aquella su esposa incansable y alentadora: “Ciñóse de fortaleza y fortificó su brazo, tomó gusto en el granjear, su candela no se apagó de noche, puso sus manos en la tortera y sus dedos tomaron el huso”. La suya lo espera con una sabrosa comida. Y la ve entonces como su Nausícaa, la bella mujer que ama, la bella mujer que cuida. Escucha las noticias de la casa y él cuenta las suyas. Había venido don Samuel, el encargado, a decir que los Afis andaban en los ranchitos vecinos buscando droga y extorsionando a las atemorizadas ancianas por tener una planta medicinal de mariguana. Los vasos del vino tinto cardiovascular se alzan para brindar por el enfermo país bizarro. Es México, dice ella. Es México, confirma él.
19:00 p. m. El hombre por fin termina lo que lleva febriles días de estar escribiendo: una elegía por el libro, por las palabras escritas, por la moribunda Galaxia Gutenberg. Le avisa a Nausícaa con alborozo y ella lo festeja. Pero el hombre ha pasado un umbral.
20:30 p.m. La noche llega y es mejor obedecerla, según Homero, cantor de Ulises, también llamado Ninguno y Nadie. Mientras el hombre y su mujer están viendo Atlantic City y una sensual Susan Sarandon vuelta Circe escurre por su pecho y sus brazos jugo de limón en tanto escucha Norma de Bellini, en él se desata la crisis. Un temblor incontenible comienza a recorrer su cuerpo, que se estremece como si recibiera latigazos. La fiebre aparece de golpe y un intenso frío lo domina. Cae en una especie de trance, conservando una postura meditativa que más o menos lo protege, se balancea y se inclina, y su mujer, comedida, se coloca detrás de él para sostenerlo. Es inmensa la energía que lo sobresalta y lo recorre, tal si fuera una violenta posesión.
23:45 p. m. La calma regresa a su cuerpo, aunque nunca se fuera de su mente, al contrario. El hombre siente que ha transitado por ciertos dinteles, donde una puerta quedó cerrada y otra se abrió. Pero como quien sabe diez sólo puede enseñar nueve, ahora admite que los términos del asunto posesivo no aceptan una prolija enumeración. Solamente que cuando un dios pasa cerca de uno dos veces seguidas suele, como lo hacía Apolo, herirnos sin tocar. Odín es reputado como Glapsvidir, el ducho en ardides. Así el hombre piensa en Ulises, piensa en el dios nórdico, también piensa en él.

Fernando Solana Olivares

Sunday, March 07, 2010

AQUEL ANIVERSARIO

Vuelvo ahora a las páginas de un libro de Carlos Montemayor que siempre me ha fascinado: Los cuentos gnósticos de M. O. Mortenay (Seix Barral, México, 1997). Nunca se lo pregunté a él para confirmarlo, pero desde la primera lectura asumí que en ese pequeño volumen, atribuido a un autor imaginario aunque esencialmente verosímil, estaba condensado el otro camino espiritual, íntimo y discreto que este generoso y pródigo hombre de letras, sin decirlo directamente, también siguió. En cambio, otras preguntas sí se las hice y sus respuestas fueron para mí tan determinantes y decisivas que hoy debo recordarlas como un tributo a su memoria, acaso moroso pero al fin oportuno: nunca es tarde para agradecer.
Uno ha de amar a aquellos seres que la vida pone en su sendero. Pero hay algunos mucho más amables que otros pues el encuentro con ellos nos cambia, nos construye, nos acaba de hacer.
Fue por la mañana, hace casi treinta años, cuando toqué a la puerta de la oficina donde Carlos Montemayor despachaba como director de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana. Llevaba días esperando esa cita, lleno de zozobra y ansiedad. Los tiempos existenciales de cada cual son dispares: hay precocidad o hay retraso. Yo sentía esto último, pues aunque escribía desde niño, ciertas postergaciones retrasaban mi propia definición como tal. No cumplía aún con la urgencia joyceana del “¡Escríbelo, maldita sea! ¿Acaso sirves para otra cosa?”, pues había demorado el proceso entregándome a otras ocupaciones, la última de las cuales era la de dirigente sindical recientemente derrotado por apenas unos cuantos votos en la aspiración de ocupar la secretaría general del gremio.
Hay amargas derrotas que representan dulces victorias, y gracias a Carlos aquella vez lo supe. Volvió a recorrer las páginas narrativas que días antes le entregara, cuando hablamos de mi inminente regreso a la plaza que yo ocupaba en Difusión Cultural, y con una sorpresa que percibí tan natural como espontánea fue leyendo en voz alta las frases que llamaban su atención. Sin regateo alguno me abrió las anchas puertas de un nuevo destino. Decidió incorporarme a la redacción de la revista que recién había fundado, Casa del Tiempo, y me sugirió que pidiera la beca del Centro Mexicano de Escritores. Salí de ese encuentro bienhechor sintiéndome ungido, como si una repentina vuelta de tuerca hubiera cambiado la fatalidad anterior en una promisoria, renovada oportunidad existencial.
Los bienes que produjo aquella aceptación desinteresada de Carlos Montemayor fueron enormes entonces y hoy me resultan extraordinarios, no sólo en cuanto a su profunda esencia sino por su especial significado: en el Centro Mexicano de Escritores recibí el inmerecido magisterio literario de Juan Rulfo, conocí el vértigo trascendente y la pasión intacta de la escritura, me vinculé con compañeros entrañables que me han acompañado a lo largo de la vida y, sobre todo, miré por primera vez a quien sería mi mujer y ante la cual desde ese día me rendí enamorado.
Toda esta rememoración personal sobre las llaves de un reino que Carlos Montemayor me entregó sin pedir nada a cambio, caracteriza el comportamiento habitual de un escritor tan infrecuente que entre sus dones siempre tuvo el del aliento oportuno y la ayuda tangible para los otros que se iniciaban, de un escritor incapaz de sentir esa miserable envidia tan común entre colegas, de un escritor capaz de mostrar un entusiasmo auténtico y tan inusual ante los alcances escriturales de los demás. Nadie da lo que no tiene, pero él tuvo mucho y tanto lo dio.
Así volvió a ser cuando en 1996 el Centro Mexicano de Escritores cumplió cuarenta y cinco años de vida y Carlos Montemayor condujo la ceremonia. Durante quince años, que se prolongarían otros nueve más hasta su inevitable cierre, se había encargado de cumplir con las tareas tutoriales del Centro luego de ser becario en dos ocasiones, cumpliendo una tarea que nadie, salvo su fidelidad al oficio y su sentido de la continuidad cultural canónica, le había impuesto. “Escriban. Escriban mucho. Sigan escribiendo”, nos dijo entonces a los asistentes, quienes representábamos todo el mapa generacional de las letras mexicanas en las últimas décadas. El cerrado aplauso que siguió a sus palabras fue dirigido tanto a la generosa casa de la escritura donde nos habíamos formado como también a él mismo, que ahora la sostenía.
Alguna vez, hablando de una nueva sección para la revista Casa del Tiempo, propuse publicar aquel poema de Cesare Pavese que dice: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Carlos Montemayor leyó el texto con voz profunda y después sonrió. Sólo sonrió. Quiero pensar que en aquel momento imaginaba esos ojos que hace días al fin lo miraron fijamente, cuando la muerte protectora, la muerte irreparable, la muerte justa que corresponde a un hombre justo, la muerte confortante de los seres que han sido generosos, tocó su hombro izquierdo con refinada dulzura y a otro plano de la conciencia se lo llevó.
Un dolor profundo no es un dolor perpetuo. Quedará la obra literaria de Carlos Montemayor entre nosotros tanto como la memoria común y agradecida acerca de sus acciones humanas ejemplares, para hacer de esa partida irreparable una presencia tangible que permanecerá con vida entre los buenos recuerdos de muchos, aquellos que, tal como su alter ego M. O. Mortenay gnósticamente escribiría, son “...irreductibles al hombre o aun al universo y esto es, quizás, lo perdurable, o lo que, probablemente, nos hace perdurar”.

Fernando Solana Olivares