Saturday, November 23, 2019

BUSCANDO EL SENTIDO

Se nos ha ido la vida buscándole sentido, sin darnos cuenta que ese sentido radica en la búsqueda misma, la cual es posible desde la vida a la que exprimimos, torturamos o desdeñamos para que alguna vez nos lo diga: ¿para qué, por qué estoy vivo? En las extremas desviaciones del humanismo moderno y sus fatales consecuencias, o sea, en nuestras graves tribulaciones de hoy, la propuesta de sentido radica en la acumulación, en el consumo desenfrenado de todo: de nosotros, de los otros, de lo otro. Nos entre-tenemos, nos dis-traemos, nos pre-ocupamos de nuestro auto- concepto e imagen, y después nos morimos. ¿Tiene sentido? Un amigo entrañable, padre de hijos jóvenes, paga muy caro a veces su lúcido descontento con la época y lo que puede esperarnos: blackmirrors, matrix, inteligencia artificial, lo post humano. No ve esperanza alguna y cree que esto ya terminó, como si viviéramos los estertores de una conclusión. Pregunta si el campo semántico inagotable de Dios se terminó, se murió, o qué carajos ha pasado. Ya no sé qué decir, salvo lo que debo. Antes llegué a sentirme casándrico, a veces esotérico, rijosamente apocalíptico ante el momento histórico. Como nací con el síndrome del conejo de Alicia (“me voy, me voy, se me hace tarde hoy”), tal vez hubo en mí una predisposición genético-mental para celebrar anticipadamente los finales. Años después leería a un autor que me confirmaría en tal tendencia: me gusta terminar, había escrito ese francés. Nuestro materialismo terminal, con el cual nos tratamos a nosotros mismos y a los otros, creyendo que todo es una cosa y tiene precio, evita que encontremos el sentido, pues éste no puede estar en el objeto o en la posesión. Por eso es más importante el conocer (un proceso) que el conocimiento (una adquisición). Dígase lo que se quiera y entiéndase como se pueda, en la vida hay una dimensión espiritual. No es de orden eclesial o religioso, tampoco cuestión de fe, sino algo más somático que se encuentra entre los dioses de las pequeñas cosas, en el pequeño formato, en la percepción estética y en una operación cognitiva: pensar y meditar. El citado aforismo de Hannah Arendt, que solamente unos cuantos intentan seguir: “Lo que quiero es comprender”, provee de un método para encontrar sentido. O también, juego de contrarios, para resolver que aquel no existe. Pocos ejemplos se comprenden mejor en clase que la pedagogía de Merlín con Arturo: el mago lo volvió pez, ardilla y pájaro, lo sacó de sí mismo, le quitó lo idiota, lo encerrado en lo particular. En esa operación donde se multiplica el punto de vista es donde actúa el espíritu: nos saca de nosotros mismos, silencia el diálogo interior. El espíritu aparece cuando suspendemos el diálogo interior. Amor, lucidez, embriaguez, alegría, creatividad, sorpresa, belleza, felicidad. Ahí está el espíritu. También en el dolor y la adversidad, donde encontrarlo es más meritorio. De no ser así, entonces se trataría de un falso postulado cultural inventado en la infancia de la humanidad. Solamente la modernidad ha cancelado la dimensión espiritual de la existencia, ninguna otra época. Un contenido negado porque la ciencia materialista no puede medirlo, confiscado también por los especialistas religiosos, que no lo comprenden fuera de su dogmático ritual. Excluido del horizonte humano por los desmanes del psicoanálisis que abrió la coladera del inconsciente y cerró la idea de la conciencia impulsada hacia arriba, a lo metafísico, a eso más allá de lo físico. Lo que está aquí mismo, no se puede ver pero sí percibir. Si esto es pensamiento mágico, piénsese que toda magia comienza con un acto de profunda imaginación. El comprender permite salir de la cárcel de la conciencia, de un limitado yo que sólo se siente a sí mismo y no puede verse en la vastedad del mundo, en la polifonía de los demás. Nuestras adicciones son puertas fragmentarias y efímeras para alcanzar dicha integración. Hay además una dimensión espiritual en la historia. Las turbulencias masivas de sociedades irascibles que enfrentan la perversión del horror económico neoliberal y su destructiva desigualdad, empeñado el imperio estadunidense en una fase latinoamericana de dominio y extracción de recursos naturales y destrucción de sus estados y sociedades nacionales, como ya hizo en Oriente y África, levantan un escenario de dimensión mayor. La resistencia, la oposición al totalitarismo, la rebeldía ante un modelo único de pensar, son todos modos sociales del espíritu. El sentido de estos días, volviendo al principio de la cuestión de dónde está el sentido ahora, sólo radica en ellos mismos, y esto suena como una simplicidad. El espíritu no es sentimental: es compasivo, amoroso, comprensivo, pero no sentimental. El ego no es el espíritu, y el ego es bien sentimental. El primer paso para encontrar el sentido -la semiosis que busca la hermenéutica- es preguntarse por él seriamente. Todo está desatado, se desarmó de golpe. Ahí, en tal constatación áspera y realista habita el inicio del sentido. En el peligro se encuentra la salvación, aseguró el poeta.

Saturday, November 16, 2019

EL PASADO PUDO NO HABER SIDO

Fernando Solana Olivares Moctezuma cometió, dice la historia, dos errores cruciales al saber de la presencia de Cortés y sus soldados en los dominios imperiales: envió opulentos regalos que mostraban sus grandes riquezas, y pidió amablemente en mensajes a los visitantes que regresaran sobre sus pasos, lo que expuso su debilidad. Cien esclavos entregaron a los extraños recién llegados joyas, telas, bellos trabajos de arte plumario y dos platos de oro y de plata “tan grandes como las ruedas de un carro”, que envenenaron la insaciable codicia de los aventureros. El lenguaje de sus cartas, en las que exigía casi rogándole a Cortés que no se acercara más a Tenochtitlán, era obsequioso y blando, nada temible ni propio de un poderoso emperador. Cuando los españoles llegaron a la ciudad sin ningún impedimento, el cual hubiera sido muy fácil establecer, se les dio la bienvenida y fueron llevados a alojamientos especiales en el palacio de Axayácatl. El ejército azteca esperando en las afueras de la ciudad, que habría aniquilado a los invasores cortándoles la retirada y sitiando la maravillosa ciudad en el lago, nunca fue llamado a intervenir. Cortés lo supo por un intérprete y muy pronto pondría a Moctezuma bajo arresto en su propio palacio. Las horas entre ellos dos, el profundo azoro del encuentro, la lucha entre la parálisis y la audacia suicida, representan una inmensa tragedia histórica y fundan un brutal comienzo nacional. La filosofía de la victoria afirmará que Cortés obtuvo la victoria por necesaria fatalidad: ganó porque debió de haber ganado. Pero las condiciones objetivas de entonces cancelaban prácticamente esa posibilidad. El belicoso pueblo azteca, cuyo ejército superaba mil a uno a los invasores, fue presa de la dubitación de un emperador superado por acontecimientos cuyas referencias interpretativas eran solamente un pasado mitológico. Una variante escénica que no se podía prever. “Señor nuestro: te has fatigado, te has dado cansancio: ya a la tierra tú has llegado. Has arribado a tu ciudad: México”, dijo el emperador, acompañado de su hermano Cuitláhuac y grandes señores locales, transportado en una litera con dosel de plumas bordado con hilos de oro y plata e intercalaciones de jade, al recibir a quien los mexicas llamaban Malinche. Lo llevó a una amplia habitación del palacio y le propuso sentarse en un gran trono que ahí había. El historiador Hugh Thomas afirma que por más dudas que Moctezuma tuviera sobre las intenciones de Cortés, sobre su condición humana o divina, para recibirlo se impuso la tradición indígena de la cortesía. “Me inclino ante ti”, “beso tus pies”, fueron fórmulas posibles en el encuentro Parece una razón secundaria en el complejo contexto del gozne histórico donde los vertiginosos acontecimientos se vuelven apocalípticos: terminarán dioses, emperadores, instituciones, derechos, lenguas, costumbres, ritos y memorias. El emperador duda, es vacilante y sus errores ante Cortés se multiplican. En él actuará la convicción de que el recién llegado es Quetzalcóatl. Entonces Malinche da un golpe de mano. Ya hubo un hecho, entre tantos, que anunciaría a la civilizada ciudad (aun con sus sangrientos sacrificios religiosos), recogida durante la noche, la irremediable llegada del espanto. Los arcabuceros españoles dispararon una salva y después los cañones para festejar la victoria de haber llegado hasta ahí. La suma de prodigios se completaba: los jinetes sobre sus bestias, extraños centauros, el rayo mortal que salía de sus manos, sus rostros grises con vestimentas de piedra, las casas flotantes que los trajeron, los feroces mastines que los acompañaban, el abstracto crucifijo reverenciado, las capillas que iban levantando, el atronador ruido que producían. Y más antes, el cometa premonitorio que todo eso lo anunció. Moctezuma regresó después de cenar, como lo había prometido, para ver a su huésped. Cortés, con la ayuda de Marina y Aguilar, sus intérpretes, le hizo saber al emperador que había hecho un formal acto de sumisión que le daba derecho a él para considerar toda hostilidad mexica como una rebelión y conquistar lo que dispusiera en nombre de Carlos V. El español quiso creer que las muestras de cortesía habían sido fórmulas de vasallaje. Afirmaría después que Moctezuma había reconocido que el caudillo y sus soldados eran dioses, dirigentes perdidos cuyo regreso se esperaba y temía. Que sabían que cuando ello sucediera los indígenas serían sus vasallos. Según Hugh Thomas ---a quien en parte esta columna sigue--- Moctezuma estaba deslumbrado por la energía, la confianza en sí mismos y el poder que mostraban los castellanos. Para la discreción propia de los mexicas, los extraños seres de más allá del mundo se comportaban de un modo extravagante. Tal fascinación con el verdugo, con la acción equivocada que perjudica los intereses propios corresponde a la insensatez, una constante histórica inevitable. En todo encuentro alguien gana y otro pierde. Más tarde Cortés perdería (exactamente: nunca llegaría a tener) su marquesado, y el imperio español se haría decadente por una conquista despiadada. No hay acto así que no lo sea.

Saturday, November 09, 2019

GUSTAVO MONROY, PINTOR

Fernando Solana Olivares La cura del horror es verlo, pintarlo, humanizarse en él. Escribió Nietzsche, ayer mismo, que hacemos arte para no morir de realidad. Hoy sigue siendo igual. En nuestros perturbantes días nacionales se hace arte para representar, y así soportar, las considerables tribulaciones que vivimos. La necropolítica mexicana exorcizada (pero no modificada, pues ello no basta) a través de conmovedoras imágenes plásticas, poderosos lienzos de mediano y gran formato en setenta obras reunidas por primera vez en dos museos, el de Aguascalientes y el Goitia de Zacatecas, en dos exposiciones, Destierros y Ausencias. Gustavo Monroy llevaba años de inexplicablemente no encontrar espacios para mostrar sus imponentes y dramáticos cuadros que ahora versan sobre Migración, Frontera, Ayotzinapa o la historia bíblica de Jonás como metáfora de nuestros días. Tragados por la ballena, hemos entrado en un periodo de oscuridad intermedio entre dos estados o modalidades de existencia, pero a diferencia del contenido regenerador del mito cetáceo, nosotros no sabemos cuándo saldremos de esa matriz ciega para alcanzar una resurrección nacional. Tampoco alcanzamos a ver en qué derivará tal metamorfosis con visos de extinción. Monroy representa, “tomando prestada y sin autorización de su autor” ---según apunta en la Hoja de sala de Destierros--- una de las imágenes “más bellas” del pintor renacentista Masaccio: la expulsión del paraíso dictada para la pareja adánica. Todos somos Adán y Eva, dice este artista plástico magistral en sus creaciones, y vamos cargando a cuestas nuestro trágico despido de esa completud inicial, aquella edad de oro cuando los ríos fueron de miel y la sólida mesa del mundo se sostenía sobre cuatro patas. Por impacientes fuimos expulsados del paraíso y por impacientes no podemos volver a él, explica un aforismo de Franz Kafka. Tal vez la adquisición del lenguaje mediante la fruta prohibida fue la razón de esa fatal desdicha humana. De ahí que las narraciones plásticas de Monroy conmuevan, es decir, saquen al espectador de su encierro en lo particular y lo conduzcan a otros estados de sensibilidad y conciencia. Supra verdades, les llaman a esos niveles, que están hechos de imágenes. Los setenta cuadros de Destierros y Ausencias se construyen con variantes alrededor de cuatro temas que se quintaesencian en uno: el horror tardomoderno o este Valle de lágrimas específicamente mexicano, aunque también planetario, civilizacional. Son lienzos donde se narra, pintándose, el dolor de un país que se crucifica a sí mismo. Algunos apuntes casi automáticos sobre esta obra notable expuesta por fin en un par de dignos museos, dicen lo siguiente: La ballena con Jonás en el vientre como una matriz, y encima minúsculos soldados destructivos. Un guerrero jaguar alado, prometiendo con ese atributo una trascendencia de las aflicciones que los demás cuadros recordarán. Cabezas cercenadas entre magueyes, penetradas por muros, nopales, tallos: necropolítica/necropintura. Una figura con máscara de guerrero jaguar sobre una base de cinco piedras y una crátera; arriba, en el centro de la imagen, La Piedad de Miguel Ángel, reinterpretada por Monroy como los Adán y Eva de Masaccio. Un neo realismo entre el grotesco y lo fantasmagórico, sangriento, doloroso, tan cercano e inmediato ---los muertos y desaparecidos de ayer, hoy y mañana--- que conmueve aún más. La máscara del guerrero jaguar característica de Guerrero, estado de los desaparecidos de Ayotzinapa, como un motivo que se representará en varios cuadros. Lo mismo los nopales, los cactos, los demacrados bosques de cactáceas con pequeñas flores rojas a la manera de dolientes gotas de sangre. El nopal como un árbol de la vida frente a toda la muerte alrededor. Adán y Eva en el exilio, caminando ella con la boca abierta en una mueca rota y las manos cubriendo las vergüenzas de su cuerpo que antes desconocía, y él tapándose la cara, llorando desesperado, no tiene a quien clamar. Cuerpos enterrados de medio cuerpo hacia abajo, en medio de desiertos yermos, hostiles, de una extraña belleza. Una fecundidad que se desarrolla como respuesta a la aniquilación. La terrible muerte florecida, la calavera, el cráneo rojo de sangre, el osario en que este país, como terrible fertilización, se ha convertido. En fin: tanto decir acerca de algo que primariamente debe verse. O tocar, como sucedió a fines de los años noventa del siglo pasado, cuando este artista integral e intenso, perseverante pintor que domina pinceles y colores, temas, proporciones y volúmenes con sabia mano clásica, tuvo una exposición en el MACO de Oaxaca, y la caravana indígena zapatista que viajaba desde sus territorios liberados en la selva hacia la capital del país fue invitada a la inauguración. Traducida a lengua indígena la explicación que Monroy dio sobre los cuadros, los zapatistas se formaron para tocarlos suavemente. Esta vez lo que se toca es el corazón de quien ve los sacramentales cuadros de Monroy, pintor genial que no hace concesiones así tarde en exponer las escenas que logra. Debe haber sitio web de los dos museos. En el dolor nos hacemos, al mirarlo también.

Saturday, November 02, 2019

EL CANON DE BLOOM

Fernando Solana Olivares Fue tardío y a contracorriente. Propuso una clasificación literaria jerárquica en un momento cuando corrían turbulentos vientos de fronda y la noción de autoridad quedaba erosionada por el multiculturalismo. Un momento histórico donde el valor estético se consideraba una idea como otras y no, conforme poco antes se pensaba, un valor universal compartido por todos. Harold Bloom definió a veintiséis escritores como autores canónicos, es decir, autoridades de nuestra cultura, vigentes en el tiempo y parte de su memoria común, entre los cuales solamente tres escribieron en lengua española: Cervantes, Borges y Neruda (de éste último diría después que debió cambiarlo por César Vallejo o por Gabriela Mistral). ¿Qué convierte a un autor y sus obras en canónicos? Además del tiempo, de la memoria común y la valoración de otras autoridades, Bloom postuló la hipótesis de que ello era la extrañeza: una forma de originalidad que nos asimila de tal modo que dejamos de verla de esa manera. Una mezcla de profunda extrañeza y gran belleza compone las obras canónicas. El crítico literario estadunidense decía que al leerse por primera vez una obra canónica se experimenta un extraño y misterioso asombro ---“casi nunca lo que esperamos”--- que lleva a sentirnos transportados a una estancia mental desconocida pero a la vez familiar sin dejar de ser ajena, transportados a la intemperie de una tierra extraña en la cual nos movemos como en casa. Siendo un misterio, esta facultad profunda de la obra canónica es inescrutable. Los cánones han sido instrumentos de poder, utilizados para establecer dominios imperiales que niegan la distinción entre el saber y la opinión e imponen una norma única referencial, ortodoxa. El proceso de destrucción de los cánones, trátese del de Bloom o de cualquier otro, incluso la desaparición de la idea misma de canon (palabra de origen religioso: suma de autoridades), ha venido ocurriendo durante el siglo veinte, una etapa de destrucción de los universos estéticos, de erosión del valor artístico y de plena arbitrariedad al decidir qué es arte. Un momento de repulsa de toda autoridad, toda jerarquía Aunque postuló un canon anglosajón, con un centro hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo ocupado por William Shakespeare, “inventor de lo humano” según el crítico neoyorquino y judío, el que se llamaba a sí mismo “bardólatra” para reconocer su culto al dramaturgo inglés, y a quien una memoria fotográfica permitía leer 400 páginas en una hora, él mismo reconoció que su español no era suficiente para elaborar un canon en esa lengua. Y sin embargo no erraba: creía que Rulfo era superior a Cortázar y García Márquez, cuyo realismo mágico veía como un falso recurso. A Bloom no le interesó el ala derecha del canon, compuesta de solemnes y apolillados defensores de supuestos (e inexistentes) valores morales en las obras de la memoria común. Pero repudiaba acremente la trama académico-periodística, el ala izquierda a la que llamó Escuela del Resentimiento, la cual deseaba derrocar el canon para instaurar en su lugar otros valores extra literarios tales como la particularidad. Esa corriente de contra-pensamiento no se interesa en los mejores por ellos mismos, sino siempre referidos a una condición extraña a lo literario: mujeres, africanos, hispanos, homosexuales y de preferencias distintas, asiáticos, minusválidos. Bloom llamó a dicha particularidad “un resentimiento cultivado como parte de su identidad”, una no literatura. Desde que la escritura creativa comenzó quedaron establecidos sus dos tipos genéticos: la buena y la mala, una cuestión que nunca dependerá del tema. Federico Nietzsche, tiempo antes, escribió contra los sentimientos de venganza y rencor. En su filosofía habló de una praxis consistente en una victoria sobre el resentimiento: “liberar el alma de él ---primer paso para curarse”. Bloom especula, sobre una base literaria y subjetiva, acerca de Betsabé, la madre de Salomón, como posible autora de partes de la Biblia: Génesis, Éxodo y Números. La figura llamada el Yahvista o J bien pudo ser una mujer de la corte del rey Salomón, lugar de sofisticada cultura, considerable escepticismo religioso y gran complejidad psicológica. El Yahvé humano, demasiado humano, que come, bebe y pierde los nervios, regocijado en sus maldades, celoso y vengativo, “un grave caso de ansiedad neurótica”, ese dios ambivalente resulta contado por una mujer que logra una reunión entre lo divino y lo humano. La conmoción fundamental de esta originalidad canónica es observar que la adoración occidental a Dios por judíos, cristianos y musulmanes es la fascinación por un personaje literario: el Yahvé de J, ironizó el crítico recién muerto, casi intacto, a los 89 años. “Nadie es más que otro si no hace más que otro”, explicó don Quijote a Sancho Panza alguna vez. Bloom lo creía, estudioso de la Cábala aplicada a la literatura, radical e independiente de los pensamientos comunes, escudriñó la profunda extrañeza y la gran belleza de las obras canónicas. Su análisis crítico fue un acto pleno de creación literaria. Custodió el acto irrenunciable de leer.