Friday, April 26, 2019

LAS ABEJAS DE NOTRE DAME

En 1922 el filósofo alquimista Fulcanelli (uno de los últimos de su tradición, según se afirma) publicó El misterio de las catedrales, un notable estudio sobre la lengua que habla el arte gótico de los templos levantados en honor de Nuestra Señora durante el medioevo. La catedral es el refugio de los infortunios, escribió. Los enfermos que iban a Notre Dame de París a implorar por su curación permanecían allí hasta curarse. El recinto significaba un asilo inviolable para los perseguidos, era sepulcro de muertos ilustres, núcleo intelectual y moral de la colectividad, corazón de la actividad pública. Mostraba una enciclopedia de todos los conocimientos medievales ---“ora ingenua, ora noble, siempre viva”--- accesible para cualquiera Sus esfinges de piedra (quimeras erizadas, juglares, mamarrachos, mascarones, gárgolas, dragones, vampiros y tarascas) dramatizaban el arte y la ciencia de entonces desde los campanarios, los arbotantes, los arcos de las bóvedas y los nichos de las catedrales góticas. En los rosetones de vidrio prismático con tonalidades únicas, producto de mezclas hoy desconocidas. En la profusión de imágenes de la existencia cotidiana representadas o en el simbolismo alquímico plasmado por modestos y anónimos artesanos, escultores medievales que no firmaban sus obras. Un testimonio de Martyrius, obispo y viajero armenio del siglo XV, describe el pórtico de Notre Dame como una resplandeciente entrada del paraíso. Estaba decorado en tonos púrpuras, rosas, azules, plata y oro. Igual los fantásticos interiores, cambiantes y sorpresivos. El rosetón central llamado Rota (rueda), aludiendo al jeroglífico alquímico del tiempo necesario para concluir el proceso de esa ciencia ahora olvidada, llenaba de irradiaciones de luz los escenarios del gran templo. A este conocimiento se le llama “ciencia hermética” porque se requieren ciertas llaves que permitan comprender su complejo sentido. Antes también, pero entonces existía un piso común cultural donde se entendía que la salamandra, por ejemplo, representaba la transformación de la materia y a la vez la transformación de la persona. La modernidad es analfabeta simbólica, pero el medioevo nunca lo fue. “Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así la catedral tiene sus pasadizos ocultos”, escribe Fulcanelli. Alude a la cripta, a lo que está oculto, debajo del templo. Un sitio profundo, húmedo y frío que impone silencio: la sensación del poder unido a las tinieblas, lugar donde habita una fuerza en tensión invisible que sostiene la estructura monumental. Antaño esas cámaras subterráneas servían de morada a la diosa Isis, que el cristianismo convertiría en las vírgenes negras que aún se veneran. El culto de la Diosa, derrotada en la Edad de Hierro por nómadas arios y pastores que con violencia impusieron dioses masculinos y héroes solares, regresó a través del culto a la Virgen María alentado durante la Edad Media por un personaje central: san Bernardo de Claraval, monje y caballero, quien hizo posible la Orden del Temple. La Virgen María ponía en riesgo la devoción machista a un hacedor supremo y salvador inescrutable tutelada por la Iglesia. Pero la psique colectiva no soportaba más la mutilación de lo femenino, aquel costoso error epistemológico del cristianismo. San Bernardo popularizó el título de Nuestra Señora, y los templos góticos con ese nombre, desde el siglo XII al XV, se multiplicaron en su honor. Fulcanelli menciona que el término arte gótico parece derivar de arte goético, es decir, mágico. Pero sobre todo representa una deformación de la palabra argótico. La catedral es una obra de arth goth, de argot. La palabra argot se define como “una lengua particular de individuos que quieren comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los que los rodean”. El argot es una cábala hablada, algo que debe interpretarse con las claves debidas, lo mismo que el templo y todo lo que lo integra. Y aunque la naturaleza profunda no abre indistintamente a todos la puerta del santuario, como afirma el autor en la conclusión, la inagotable catedral gótica permitía a quienes acudían a ella vivir una experiencia de integración, sentirse parte de la totalidad y lo sagrado. El mundo medieval estaba vivo en diversos niveles de manifestación, el yo moderno no había encerrado aún al individuo en su subjetividad solitaria. Augurio funesto, la destrucción de tres partes de la bóveda de Notre Dame de París por el fuego, del campanario de su parte posterior, del Bosque, la gran armazón de madera de roble construida en el siglo trece para sostener el majestuoso techo, y de la aguja de Viollet-le-Duc dramáticamente venida abajo, ha de compensarse con la noticia de que las colmenas donde viven las 150,000 abejas de la catedral están intactas. Volverán pronto, si no lo han hecho ya. La casa se quema. Isis, Pachamama, Coatlicue, Nuestra Señora también. Las culturas cambian con las catástrofes. El fuego, sentencia la alquimia, es purificador. Notre Dame abrirá sus misteriosas puertas y será posible prender una veladora en el altar de la Guadalupana otra vez. Seguir el laberinto, abismarse en el rosetón. Fernando Solana Olivares

Friday, April 19, 2019

CRISTO EN VIERNES

Desde que soy pequeño el viernes santo me perturba. No me llena tanto de dolor como de sinsentido: crucificar a Dios. El drama cósmico del Gólgota, aún con todo agnosticismo lingüístico (el concepto Dios es un campo semántico inagotable y cualquier decir lo reduce), siempre ha conmovido mi imaginación. La violenta y misógina teología judeocristiana está equivocada. Ha construido una narrativa de la separación entre el hombre y la naturaleza, entre lo femenino y lo masculino, entre el hombre y lo sagrado. Los evangelios del Nuevo Testamento son una corrección de este error doloroso y trágico, también lo es la misma escenografía donde muere Jesús. El sentido simbólico de la cruz se encuentra en todas partes en tiempos remotos y no pertenece exclusivamente al cristianismo, doctrina que la percibe como un hecho histórico esencialmente, como un recordatorio moral. Pierde de vista otras de sus significaciones, no sólo la materialista expiación de los pecados, un mecanismo de poder clerical. Las doctrinas tradicionales consideran a la cruz como el sitio de realización en el cual la condición horizontal representa la individualidad de la persona y la línea vertical una jerarquía de integración hacia arriba. Encarna un signo de mediación: la responsabilidad humana de proteger a la naturaleza y a los seres vivos gracias al lenguaje. Alude a un doble desarrollo humano de amplitud hacia los otros y de exaltación hacia un sentido de pertenencia a algo más que lo inmediato. Empleando una expresión de la teología cristiana, la cruz concentra ese “lugar de los posibles”. Estremece, aunque hace sentido, que sea el lugar del sacrificio de Dios. La línea vertical representa el principio activo y la línea horizontal el pasivo. Por analogía, el principio masculino y el femenino. El conjunto “Adán-Eva”, mencionado por René Guénon. Dicen los maestros que en el centro de la cruz está el punto donde se concilian y resuelven todas las oposiciones, donde se reúnen los contrastes y las antinomias, las dualidades. Una figura relativa a la cruz es el Árbol del Medio, aquel situado a la mitad del Paraíso, junto al otro, el de la Ciencia, cuyo fruto condujo a la pareja adánica a su expulsión. Cierta leyenda medieval cuenta que la cruz habría sido hecha de madera del Árbol de la Ciencia, primero un instrumento de la caída humana, después una alegoría de su redención. Del centro del Paraíso terrenal brotan cuatro ríos hacia los cuatro puntos cardinales y trazan una cruz. O la tejen, porque el simbolismo del tejido se relaciona con esta figura. La urdimbre, hilo vertical del tejido, representa el elemento inmutable y principal. La trama, hilo horizontal que intercala en la urdimbre el vaivén de la lanzadera, simboliza lo variable y contingente. Al encontrarse las dos, la trama y la urdimbre, lo que siempre está, lo trascendente, y lo que cambia, lo circunstancial, forman una cruz. Tejer es juntar, como hace la cruz. Pensando el Universo a la manera de un libro, según la imagen de algunas tradiciones, los hilos de la urdimbre escriben los libros sagrados, y los hilos de la trama escriben los comentarios. Toda escritura profana se hace de ellos. Una imagen asociada es la de la araña tejiendo su tela a partir de su propia substancia. Tejido, araña, cruz: manifestaciones que aluden a lo mismo. El sol caerá a plomo este viernes santo y la función mediadora de la cruz volverá a ponerse en escena. Los éxodos contemporáneos, las migraciones por calentamiento global, los clamores sobre la casa común que se quema, la violencia desbordada y tantos otros temas urgentes, si no terminales, de esta época desenfrenada (“sin síntesis”, la llamó un escritor) serán vistos al mirar una cruz. Recordarán el dolor del valle de lágrimas humano, tal vez lo cautericen temporalmente. Pero la crucifixión de Cristo y su muerte de tres días será siempre un crimen, sin solución de continuidad. Eso transmitirá su imagen sangrienta y lacerada. “Aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron”, escribió un poeta. Y sin embargo, de la oscuridad vendrá la luz a través del genial recurso narrativo de ascender a Jesús al cielo. Sólo los cristianos han escarnecido y después matado a Dios. La teología violenta del judaísmo, asumida como un origen, se completa con ese acto brutal que no tiene paralelo en otra cosmogonía. Aniquilar a Dios es un problema moral y filosóficamente cifrado. Una fatalidad de nuestra cultura y quizá la razón de su decadencia. El punto es el símbolo de la unidad. La cruz concentra un punto en su centro. Este viernes santo, a las tres de la tarde, habrá concluido la pasión cristiana que los fieles escucharán del Evangelio de Juan. Durante la noche habrá luna llena en Virgo de nueve de la noche hasta siete de la mañana. Marte seguirá siendo planeta vespertino. Lo profano habrá sido mayoritario este día, pero lo sagrado también habrá ocurrido: el sinsentido de matar a Dios. Por fortuna volvió a la vida y subió al cielo. Sobrevivió. Un dios muerto hubiera sido una carga insoportable para el género humano de cualquier confesión. Fernando Solana Olivares

Friday, April 12, 2019

FANTOLOGÍA

La ciencia del acoso por el pasado no resuelto: fantología. No hay felicidad colectiva pero sigue existiendo la intermitente felicidad personal, de otra manera las cosas serían intolerables. El azar, que no existe, siempre juega con nosotros. Veintidós vuelos de Interjet se cancelan en el descomunal aeropuerto, pero no éste que ahora va y el que luego regresará sin contratiempo alguno, cumpliendo cronométricos horarios. Oaxaca tampoco existe pero sigue existiendo. En cuanto llego a ella busco la confirmación de una historia que desde ayer, al escucharla, me obsesionó. En el cuadro que José María Velasco pintó en 1862, La catedral de Oaxaca, se representa al diablo entrando al templo vestido de negro ---“flotante” dijo mi fuente---, a un paso de los escalones, mientras dos figuras lo observan. Es lo que hago con mi amigo Jorge Pech, generoso organizador de estos días: sentarnos en los escalones de la catedral luego de haber llegado, esperar al diablo en vano y ponernos al día en los avatares de nuestro vivir, tarea asaz misteriosa. Él me cuenta ciertas penas suyas y los grandes laureles se estremecen compasivos. Por el amplio atrio cruza Nacho Toscano, a quien invito a la presentación de una novela horas más tarde. Pasa él y tantos otros, pues en Oaxaca ya no dejan de pasar. Siempre ha sido un hormiguero, y en los últimos tiempos más. A la noche, en el hermoso pero ahora aséptico edificio del Museo de Arte Moderno de Oaxaca, travestido en lo que podría ser una indiferente y modernizada clínica médica, se cierra un círculo iniciado años atrás. No importa que no estén ya en el museo las macetas con plantas del edén oaxaqueño ni en sus salas y corredores habite la vitalidad de hace años. Aunque hoy expone un arte inane y sin sentido, sigue siendo el Maco, lugar sagrado. La poeta Guadalupe Ángela, los escritores Manuel Matus y Jorge Pech comentan Casa Medusa, novela cuyo gran telón de fondo es Oaxaca, ciudad que amo y odio porque aquí fui feliz unos años y súbitamente arrancado en un episodio-cicatriz existencial. Por eso siempre que vuelvo a ella mi recuerdo interviene lo que mi mente observa. Guadalupe Ángela habla de heterónimos dentro de la novela, así la multiplica críticamente. Alude a sus cuatro círculos narrativos, sus cuatro voces. Manuel Matus se enreda entre el texto que lee y lo que opina. Jorge Pech ---lo hará dos veces más con solvencia--- presenta y conduce la cuestión. Pero Oaxaca se impone como personaje. Entre el público hay gente entrañable. La amiga más divertida que tengo, Carolina, aguda como un ácido dardo risueño, dueña de un humor que alcanza lo deliciosamente delirante, se mira atenta en primera fila. Desde que fue por mí al aeropuerto me ha contado anécdotas y travesuras locas que juro no repetir. Está presente un viejo amigo, gran pintor en Oaxaca, Raúl Herrera, quien al terminar la cálida presentación nos invita a conocer el nuevo mural que ha pintado en Los Danzantes. En el camino, sorteando turbas de propios y extraños que bajan por Macedonio Alcalá en medio del atestado parque temático en que se ha convertido el centro de Oaxaca, bromea diciendo que la obra parece más propia de un club de oficiales inglés en la India que de este lugar inagotable y febril. El mural es de una gran belleza plástica y evocativa, tanto que borra la hermosura de las glamorosas chicas que languidecen sentadas en un sofá debajo de él. Representa un canto visual a la naturaleza en días terminales como los nuestros. Detrás de sus fondos sobre otros fondos se ven relámpagos de aves que cruzan la densa selva y a la distancia están felinos acechando: fantología estética de las mejores que se han visto últimamente. La acogedora noche se clausura con un brindis de mezcal en el estudio de Rubén Leyva, espléndido anfitrión. La noche es verdinegra y oscura, pero en ella hay luz. Lo demás sucede de modo vertiginoso: grabo para Jorge Pech el guion del documental “La marcha de los diez mil” sobre el dantesco éxodo migrante centroamericano de octubre a noviembre pasado; doy una entrevista de televisión mientras veo ensayar bailes a graciosas jovencitas en la Plaza de la Danza; subo las escaleras de La Soledad y visito a la Virgen, salgo del templo como un ateo consolado por el Eterno Femenino, me tomo un helado de leche quemada con tuna afuera del atrio y mi infancia regresa en ese santo sabor. Doy limosna a un mendigo, viejo sonriente que parece niño. Un santo o un dios de visita. El viernes se presenta Este laberinto de cristal en el Colegio de Oaxaca gracias a otro querido amigo, César Mayoral. Está afónico y Jorge Pech lee su intervención. En el salón lleno el público no cesa de preguntar sobre el poder, Salinas, Colosio, la época actual. Los libros son arrebatados. El sábado imparto una conferencia sobre escritura en la ex Hacienda de San José en Atzompa, sitio en proceso de restauración gestionado por una asociación civil, la fuerza buena que alimenta esta incesante realidad. Pero ni el tiempo ni la vida alcanzan a contarse como son. El pasado no existe: nunca existió. Fernand Solana Olivares

Friday, April 05, 2019

ESTAS RABIAS QUE LEES

Para Octavio González ¿Por qué la carta de López Obrador al rey de España ha generado una avalancha así de enfurecimientos, descalificaciones y epítetos, faltas de respeto e insultos? La lista de ofendidos-ofensores es estrepitosa y en sus muestras tomadas al azar hay de todo, por ejemplo, desde el majadero y mercadológico autor plagiario Pérez-Reverte hasta el patético marqués de Vargas Llosa, convertido en una afectada, reaccionaria conciencia moral de derecha, y ahora aupado al jet set. Si las cosas esconden otras cosas, como siempre ha de ocurrir, tal estrépito forma parte de algo más amplio, más radical. Unos críticos ocultan sus verdaderos enconos políticos y económicos, otros sus transferencias personales ---López Obrador provoca una poderosa identidad negativa---, pero comparten una falacia lógica: el pasado no puede ser calificado y juzgado según conceptos o categorías del presente. La conclusión de tal falso silogismo es que el pasado no está sujeto a crítica cultural, moral o espiritual alguna. Este contextualismo posmoderno (todo depende del contexto donde y cuando ocurre el fenómeno) normaliza la violencia. La conquista fue un genocidio, un acto de crueldad e invasión que suprimió sangrientamente toda una civilización compuesta de pueblos diversos, destruyó sus instituciones políticas, quemó su memoria, demolió sus templos, volvió demonios a sus dioses, erradicó sus lenguas, diezmó con epidemias, esclavizó a las gentes, antes divididas y enfrentadas al siniestro imperio azteca. A cambio de ello, de una explotación sin contemplaciones y del dominio de la espada, se impuso una lengua, una fe y un proceso histórico. Una teología violenta y uniforme que discutió ---sin llegar nunca a resolverlo, pues murió el monarca que llamó a ello--- si los indios eran seres de razón o no. La voraz explotación de América y sus habitantes considerados como naturaleza externa por España y Europa, argumentando una razón histórica y poniendo en práctica la filosofía de la victoria (si ganó es que debía hacerlo), resulta un hecho objetivo, se vea como se quiera ver. Un tonto y grosero académico español, Ángel Rivero, increpa y exige a López Obrador una actitud como la que él dice tiene su nación con los romanos, feroces conquistadores a quienes sin embargo agradecen la ocupación. Tal vez porque los romanos al vencer proveían al pueblo conquistado de instituciones y leyes que lo integraban al nuevo sistema. Llevaban a los dioses derrotados hasta un templo construido en la Vía Apia a la entrada de Roma para permitir su culto. Educaban a las élites de los pueblos conquistados y los romanizaban. Nada de eso propiamente hizo el expoliador imperio español con las colonias, cuya riqueza robada dio lugar al desarrollo capitalista y al primer mundo europeo. La sobrevivencia de los indios ocurrió gracias al mestizaje y dejó una honda huella en la idiosincrasia mexicana (complejos, dirán los psicoanalistas) pues fue una operación riesgosa y violenta, dirigida no por Cortés, el padre terrible, sino por Malitzin, la traductora, la madre chingada, según la estereotipada idea que Paz tomó de Salazar Mallén. Fue lo contrario: no el falo como progenitor sino la vulva que lo envuelve y exprime. Por lo demás, López Obrador comete errores en su incesante actividad. Parece necesitar temas, tópicos y hasta ocurrencias diarias, pero como no hay movimiento perpetuo ni acción política que siempre acierte, los debrayes del líder surgen aquí y allá. Ninguno hasta hoy parece determinante o muy grave, salvo quizá la cancelación del aeropuerto para efectos económicos que puedan convertirse en socialmente descolocantes, manipulados por el sistema financiero para inducir una recesión que lo haga capitular. La malhadada carta al rey español no se cuenta entre esos yerros de cuenta larga. Y lo que puso en curso: un cerco de denostación y escándalo, entre fariseo, seudo moralizante y generalizador, fue pretexto para un clima de encono distinto, más cercano al tratamiento, con medios actuales, que la prensa de su época infligió a Madero, soportado ideológica y financieramente por la conquista española actual; o a los descréditos orquestados contra el allendismo para imponer la doctrina del shock; o a los constantes embates contra variantes, ni siquiera muy radicales, del pensamiento único, del guion neoliberal. Los perdones se vuelven abstractos porque todos tienen que pedir perdón. Sólo son gestos retóricos, hechos para persuadir. Lo estridente nunca es sustancioso, siempre carga con un desfiguramiento, según Freud, es decir, con la impronta de algo que quedó oculto. De ahí que el problema no sea el crimen sino la huella que se deja detrás de él. La rabia parece una cortina de algo que viene. Ahí está Don Goyo, el volcán activo que hace cinco siglos igual se manifestó. La decisión electoral fue votar por ver. El fin del mal gobierno de la inepta oligarquía política anterior liberaría energías, líneas de fuerza en construcción. El México que aceptó crucificarse a sí mismo se mueve. ¿A dónde? Eso es otra cuestión. Fernando Solana Olivares