Thursday, December 25, 2008

LOS CENSORES DE ACÁ

Hace unos días el Centro Universitario de Los Lagos de la Universidad de Guadalajara celebró en Casa Serrano, una mansión patricia del centro histórico de la ciudad de Lagos de Moreno que tiene destinada para tales actividades, el Sexto Encuentro Nacional de Contracultura. El nombre es mucho más ambicioso y abarcante que lo verdaderamente sucedido año con año en estos actos, un poco domésticos y bastante informales. La causa de esta falta de rigor intelectual comienza por el término, pues lo contracultural hoy es, por ejemplo, leer seriamente a los autores canónicos. O quizá ni siquiera a ellos: lo verdaderamente contracultural hoy es nada más leer. En el odio a la cultura convertido en vida cultural mediática, la actitud contracultural radica en la frecuentación de la cultura verdadera, en su continuidad y preservación, radica en eso que desde milenios atrás se describe como el cultivo de la persona, de su espíritu y sensibilidad.

A pesar de todo, tales encuentros han servido al oxigenar una atmósfera antes cerrada, macilenta y pueblerina, propia de este país desigual y mal integrado. Como otras ciudades pequeñas, Lagos tuvo vida intelectual e intercambios culturales cosmopolitas hasta las primeras décadas del siglo pasado. Después sucedió una guerra religiosa, la Cristiada, que dejó huellas profundas en un pueblo vencido. El castigo federal consistió en aislar a Lagos y Lagos toleró quedarse encerrado durante décadas.

Hasta acá llegó, entonces, al sexto aniversario contracultúrico, para presentar uno de sus conocidos actos artísticos, La congelada de uva. Participó en la inauguración poniendo en escena su vagina, y realizó una variante de los monólogos de la misma introduciendo en la suya un porrito de mariguana y quemando luego su vello púbico, con la intención de expresar algún concepto como la cosificación o algo parecido, pues en el arte conceptual, y éste es uno de ellos, siempre se requiere dar una explicación al acto presentado, si no después no se entiende nada.

Ocurrió una muestra a los ojos del público, el cual, en su inmensa mayoría según cuentan las crónicas presenciales, se comportaba bastante bien y muy dispuesto para observarla. Todo transcurrió en calma, aunque los espías del Palacio Municipal estaban presentes y tomaron suculentas y cárnicas fotos del acto, al cual posteriormente presentarían como un acto pornográfico (“una cerdez”, adjetivaron) achacado directamente al doctor Roberto Castelán, rector del campus Lagos, y principal promotor, si es que existe alguno, del despertar cultural e intelectual que la ciudad ha tenido desde unos años a la fecha.

La oficina de comunicación social del municipio panista se encargó de hacer circular por la red un archivo visual donde se denunciaba la pornografía imputada antes que a La congelada al rector Castelán. El presidente municipal, Torres Marmolejo, se montó de inmediato en la ola censora y arremetió contra Casa Serrano indicando que él, personalmente y en persona, supervisaría sus inmundas actividades. Un día antes los inspectores del municipio habían impuesto una multa histórica en las arcas municipales —histórica por el monto de miles de pesos y por ser aplicada en una administración proliferante en tugurios y antros— al Bar Lagos, cantina donde festivamente habíase clausurado el sexto congreso.

Rápidamente surgió otro ansioso personaje en el guión, el cual parece haber tramado este embate con supersecretas intenciones, pues tiene fama de hilar más fino que el presidente municipal autoencargado de la cultura: el diputado Treviño, un malabarista de la grilla local que se esfuerza por alcanzar el premio político siguiente, un cargo federal, ahora para tutelar no sólo a su pueblo sino a la nación toda. Y el legislador dijo, vibrante y envalentonado en un programa de radio: “A mí no me importan las leyes cuando se trata de defender los valores y las buenas costumbres de los laguenses”. Su negro bigotillo fascista no se perturbó por el inmenso disparate.

A continuación aparecieron mantas casi idénticas en cuatro puntos de la ciudad firmadas otra vez, ad hominem, contra el rector Castelán. Las fuerzas vivas se expresaron en tumultuoso concierto: el cura de alguna parroquia lanzó un fervorín contra el demonio presente en Casa Serrano, una señora llamó a una estación avisando que sacaba a su hija de una universidad tan pecaminosa, y cinco o seis personas anónimas se presentaron al centro cultural y le dijeron al intendente que se saliera porque iban a clausurar. Se marcharon sin hacerlo y casi de inmediato.

Todo poder en su origen es local. El yerro de los panistas Treviño y Torres consistió, más que en el mensaje —un alegato inverosímil a estas alturas—, en designarse ellos mismos como los incuestionables mensajeros. No hay ciudadano laguense que no sepa de quiénes se trata. Podrían quedar a cargo de otras cosas pero nunca de las buenas costumbres, tampoco de la cultura. Ni para qué pretenderlo. Sigue habiendo agua que no se mezcla con el aceite.

Uno puede manifestarse en desacuerdo con el significado estético del acto de La congelada, cuestión de gusto, pero debe estar a favor de su pleno derecho humano para hacerlo. Su exhibición no afecta a ningún tercero, su cuerpo es suyo, a nadie obliga al mirarlo. Habrá sido una lección moral de respeto, libertad y tolerancia, como debe suceder en las sociedades abiertas: evaginación.

Fernando Solana Olivares

ALEGATO SOBRE LAS DROHAS/ Y III

El creciente pesimismo de la inteligencia le advierte al poco estable optimismo de la voluntad que un atrevimiento cultural y político capaz de legalizar (y entonces regular, normar) las drogas, acaso no ocurrirá nunca.

O tal vez sí, pues los tiempos que corren —época sin síntesis, los llamó Musil— resultan espantosos y cualquier cosa puede suceder. Por eso la importancia de este foro, al cual deben sucederle otros con todo tipo de perspectivas y opiniones para discutir y al fin acordar una política pública respecto a la legalización de las drogas. Legalizar la mariguana en su posesión, consumo y cultivo personales es un paso correcto en dirección correcta. Pero sería apenas el principio de una estrategia que requiere lucidez y velocidad, exactitud y atingencia, porque los procesos se aceleran y los problemas que antes podían resolverse en años hoy deben atenderse en meses.

No son las drogas sino el narco y su violencia, su esclavización y su dinero los que están destruyendo a México. De esa enfermedad colectiva debemos curarnos si queremos permanecer como nación moderna, segura, democrática. La derrota civilizacional ante ese enemigo sería irreparable, y enfrentarlo exige una medida equivalente al profundo peligro que representa. Que la mano de un mercado abierto, reglamentado por el Estado en ciertas sustancias y monopolizado por él en otras drogas, arrebate a esas mafias narcas la materia prima de su acción criminal.

De no ser así, los tiempos que nos esperan lucen impredecibles y pueden contener, cuando menos, tres escenarios: a) ganan ellos, los malos, y se instala una degradante, insoportable narcoRrealidad; b) gana el Estado, luego de batallas sin fin, y entonces se endurece aún más: autoritarismo policíaco posmo mexicano. O c), ocurre esta utopía: la legalización de las drogas.

Hasta aquí, en aquel foro sobre el tema, la lectura de un alegato que debió terminar con dos palabras: Obama mediante.

Y el foro en sí mismo fue todo un espectáculo. Ocurrió en la poderosa bóveda plástica de Siqueiros, su inagotable Polyforum, que provoca sensaciones físicas y conmociones perceptivas como suele hacerlo el arte superior. El imantante lugar estaba lleno y su asistencia era variopinta, pero dos grandes bloques lo dominaban: los prohibicionistas y los legalizadores.

Fui tomando notas conforme transcurría la primera mesa del encuentro, en la cual dos participantes del sector prohibicionista y políticamente correcto llamaron mi atención: un señor Rodríguez Ajenjo, quien pronunció una frase metafísica al final de su intervención: “la mariguana mata el alma”, sin rubor alguno y tal cual. Y el jefe de la policía capitalina, un funcionario sobreactuado y moralizante, quien pontificó con la sentenciosa energía de un converso que actúa contra el mal, en este caso representado por la mariguana, simplificando siempre y contradiciéndose sin embargo, pues cuando algo se moraliza sólo pueden considerarse los supuestos blancos y negros de la cuestión.

El rotundo y casi amenazante jefe policíaco aseguró impertérrito aquello que las estadísticas no confirman: la condición de la mariguana como puerta fatal hacia la adicción de otras drogas mayores. Alzó la ceja, lanzó un ademán oratorio al escenario y dijo, sin rubor alguno y tal cual, que en 70% de los delitos estaba presente el alcohol. Minutos antes, en una lúcida intervención, José Antonio Crespo se había preguntado por qué, si prohibimos ciertas drogas, no hacemos lo mismo con el alcohol.

Flotaba delante de los ojos del público una pantalla que durante todo el acto reprodujo diversas reflexiones. Anoté una de ellas: “La prohibición no es el control sobre las drogas sino la cesión de su control”, atribuida a Sanho Tree. Tal razonamiento nunca fue considerado por el jefe policiaco que, al modo de los malos médicos, parecía estar interesado en la manutención administrada de la enfermedad antes que en la restitución de la salud. Tampoco lo tomaron en cuenta los amables tecnócratas prohibicionistas que exhibieron estadísticas, estudios médicos, y emitieron alegatos tan morales como los del jefe de las fuerzas del bien y el orden aunque menos copiosos en su escenificación.

Por la otra parte, la legalizadora, había de todo: grupos canábicos a granel, médicos de pensamiento abierto como Humberto Brocca, gente tolerante que no quiere que el problema adictivo de una minoría siga intoxicando la vida cotidiana de la mayoría de la población. También juristas jóvenes e ilustrados que comprenden un aspecto fundamental de la cuestión, el derecho individual del individuo a administrar sus adicciones sin afectar a terceros, como Alejandro Madrazo Lajous, et al.

Parecería entonces que el circo tiene tres pistas y ofrece tres perspectivas: los legalizadores, los prohibicionistas y los narcos. Los dos últimos, unos por la buena y otros por la mala, están paradójicamente interesados en que la droga siga siendo ilegal.

El tema continuará debatiéndose pues condensa varios y complejos factores, muchos más de los que aparentemente se declaran, se informan o se ven. La legalización de las drogas representa un cambio cultural profundo, necesario y positivo para una sociedad mexicana ofendida y atemorizada que merece convertirse en una sociedad abierta, democrática y con voluntad de vivir. ¿Cuánto falta para poder lograrlo?

Fernando Solana Olivares

ALEGATO SOBRE LAS DROGAS/ II

El Islam prohíbe el alcohol, no el cáñamo. El budismo reprueba el uso de cualquier sustancia que modifique la conciencia. El cristianismo, en cambio, ha convivido con el alcohol, el primer intoxicante aislado químicamente, como la morfina y la cocaína, sustancias sustraídas de su significación y efecto originales. La violencia y la ansiedad han estado asociadas al alcohol desde su origen en la sociedad mercantil. Su abuso es una obsesión del ego incapaz para resistir el deseo de gratificación inmediata porque estimula libidinalmente, expande el sentido del yo y hace hablar.

Pero la tenue frontera entre esos beneficios pasajeros y los efectos contrarios: estrechamiento de la conciencia, regresión infantil a la pérdida de capacidad sexual y motriz, violencia contra lo femenino, sufrimiento y agresión emocionales, hacen del alcohol uno de los más sólidos argumentos para la legalización de las drogas. Si la sociedad contemporánea ha sobrevivido al alcohol es porque puede absorber en su estructura cualquier droga y resistir colectivamente ante los efectos de ella. Nunca habrá sociedad sin drogas, pues dichos términos son sinónimos.

La publicidad del pensamiento correcto, las advertencias del sistema freak control afirman que la mariguana es nociva porque causa adicción, debilita la voluntad, obscurece el juicio y conduce directamente a las drogas duras. Todo esto es falso, o relativo y discutible, cuando menos. Su adicción resulta un poco más fuerte que la del café, y cuando se abandona el consumo sólo un malhumor neurótico persiste durante días hasta que desaparece. Cualquier abuso de cualquier cosa debilita la voluntad y ofusca la razón. Y entre el refinamiento, reflexivo, auditivo y visual que otorga el cáñamo y la paranoia metálica de la cocaína o el sórdido viaje plano de la heroína o la descomposición total alcohólica, existen diferencias de forma y fondo tan grandes como las que hay entre la cárcel y la libertad.

Hasta aquí la lectura de aquellas líneas que mencioné al principio. Dije que me parecían pertinentes, y lo reitero, aunque ahora, tres, cuatro años después, debo decir que contemplo dramáticamente otra perspectiva. El país se está deshaciendo entre las brutales garras del narcotráfico, y la avasalladora capacidad corruptiva, degradante y disolvente que éste impone a sangre y fuego en todas partes del territorio nacional parece conducirnos al despeñadero.

Aunque una subcultura mediática y social adoradora del dinero trata a estas fuerzas criminales posmodernas como si fueran bárbaros pero admirables, lo cierto es que el narco representa la más grave amenaza de envilecimiento y destrucción que este país ha vivido en siglos. La frágil y fraudulenta democracia política –que no democracia social, pues ésa todavía no aplica entre nosotros –, y el no muy ducho Estado mexicano de estos días aciagos, parecen estar por debajo del reto al poder legalmente constituido que enfrentan aquí y allá, como si ocurriera una insurrección narca general dispuesta a todo para imponer su faccioso y autoritario y antidemocrático interés.

Las policías están corrompidas desde arriba hasta abajo por el dinero narco, los ministerios, los aduaneros, los jueces, los presidentes municipales, los altos políticos también. Y si no, están amedrentados. Sea accidente o sabotaje, la última catástrofe calderonista del 4 de noviembre anterior reitera un guión circulante en el imaginario colectivo: los narcos pueden llegar a cualquiera en cualquier lugar, desde el presidente de la república hasta este humilde servidor.

Veo entonces a mi país tan triste como asustado: el miedo se expande en él como si fuera una política pública impuesta por el mal mayúsculo de unos y la complicidad inmoral y la ineficiencia de los otros. A grandes males, grandes remedios, habrá dicho Benito Juárez al promulgar la Reforma. Hoy es indispensable plantear, aun como más urgente que aquella decisión histórica, la legalización de todas las drogas y su regulación pública y transparente mediante leyes y disposiciones emanadas del Estado mexicano.

Me hago cargo de que esta propuesta suena, a pesar de la situación imperante, como una utopía. Terence McKenna, un experto de pensamiento abierto, advierte que como fruto de la desesperación esa medida alguna vez llegará a darse: un Estado inteligente que reglamenta y administra democráticamente su biopoder (su poder sobre la biología del ciudadano), que modifica positivamente su taxonomía moral y jurídica sobre las drogas, y los ciudadanos mismos, quienes, mientras no afecten a un tercero al hacerlo, pueden ejercer su derecho individual para ejercer sus adicciones sin ser ni criminalizados ni obligados al clandestinaje ilegal cuando busquen satisfacerlas.

Tarea del Estado será la aplicación generalizada entonces de una verdadera política preventiva e informativa contra las adicciones entre toda la población, porque las drogas son una cuestión de Estado para este país, crucificado entre cárteles, decapitaciones, secuestros, infiltraciones y balaceras. La única forma de extirpar el narco es quitándole el control de las drogas mediante la legalización. Grandes males, grandes remedios: prohibir es entregar.

Fernando Solana Olivares