Hace tiempo, con motivo del grave estado de las cosas, en esta columna se recordó el legendario final del Ulises de Joyce: el sí reiterado de Molly Bloom: “… y sí dije sí que sí” (otra versión traduce: “… y sí yo dije quiero sí”).
Ese doble sí reiterado fue el mantra de una época. Molly Bloom afirmaba así en 1906, cuando todo era un canto positivo, el imaginario confiaba en el futuro, pero de escribirse hoy sería en términos contrarios: “… y yo dije no quiero no”. En 1900, pocos años antes de aquel remate de la genial novela, en 1900 Freud no sólo abrió las coladeras del inconsciente y cerró los contactos con la supra-conciencia, también predicó el principio del placer. Teorizó sobre el impulso de la gente, según él determinante, para obtener satisfacción como fin de la vida.
Todavía antes, en el siglo diecinueve, Nietzsche escribió sobre el amor fati, el amor a la vida, y en esa voluntad de afirmación cifró su hermosa pero escalofriante idea del eterno retorno: volveremos una y otra vez. A continuación, Camus ilustró sobre Sísifo, “el más hábil de los mortales”, castigado por los dioses por toda la eternidad a subir con penosos trabajos un bloque de mármol hasta la cima de una colina, el cual llegando volvía a caer.
Camus se planteaba el problema de vencer ese destino fatal. Y lo resolvió proponiendo una aceptación radicalísima: amar la piedra, el único recurso al alcance de Sísifo para soportar la condena. Pero esta resignación del castigado es secundaria ahora en la urgencia del decir no. Hay todo un glosario en la cultura contemporánea que versa sobre esa pequeña palabra definitiva que significa dar la espalda a algo. Acción contraria a la de la mujer de Lot.
Por ejemplo, la tercera inteligencia de las cinco propuestas por Howard Gardner, a la cual él llama Creativa, consiste en des-aprender, en desmontar hábitos, costumbres, opiniones, rutinas. A eso Italo Calvino lo consideró levedad: quitarle peso, lastre, inexactitud, quitarle impedimentos al lenguaje. No volverlo superfluo sino directo, un instrumento que llame a la cosa por su nombre antes de que se exprese sobre la cosa.
Otras reflexiones proponen variantes de lo mismo. La pedagogía de la mutabilidad que Merlín utiliza en la educación de Arturo al convertirlo en pez, pájaro o ardilla. Siglos antes de que un teórico afirmara que mirar es un rodear a los objetos, el mago sabía que la sabiduría es ver cuántas facetas tienen los fenómenos, cuántos puntos de vista.
Los sistemas de pensamiento que provocan una situación son incapaces de remediarla. De ahí que la filosofía última construya un principio distinto al de Freud: el principio de la comprensión, donde el deseo por adquirir la felicidad a través del objeto se desmonta, se deconstruye, se cambia el eje de su significación. Los estoicos fueron practicantes del no. Creyeron que el sabio es superior a los dioses porque vence el deseo, se coloca más allá de él. Los mixes fueron maestros del no: dijeron que la riqueza es la reducción drástica de la necesidad.
(Tuve un amigo pintor, Phil Kelly, al que le encantaba el sonido de esa palabra: “drástica”, repetía, para reírse con placer.)
El no es una desagregación. Meditar también, porque es hacer lo contrario a la costumbre mental de tener siempre un objeto en la cabeza o inventarlo: se trata de ver el pensamiento y dejarlo pasar, igual que la percepción y las sensaciones. Aligeramientos psicofisiológicos de la mente que la tranquilizan y abren otros espacios de la conciencia. Julius Evola pensaba que ese era el único medio para cabalgar el tigre de la época antes de que nos devorara: no poner cosas en la mente sino quitarlas de ella. Hermann Hesse, el escritor que cultivaba plantas y flores, contó sobre lo mismo.
También la tranquilidad es un no, negarse a la perturbación imaginaria: la serenidad en medio de la multitud. Byung-Chul Han, filósofo fragmentario de esta última hora, argumenta la necesidad de recuperar el tiempo interior y suspender la febrilidad compulsiva del 24/7. Parar el tiempo de afuera y el de adentro para sobrevivir, sugiere, mientras trabaja todos los días en una hortaliza comunal de Berlín. El ensayista Murena asimismo propondrá: hacerse anacrónico, salir del tiempo que corre alrededor. El no hacer del taoísmo es hacer bien lo que se hace sin calcular el resultado, sólo el empeño, la intención del acto, o sea, la acción. Los actos gratuitos reposan moralmente en el no.
Decir no es rechazar el error epistemológico de separación entre los seres humanos y la naturaleza provocado por la teología cristiana patriarcal y violenta, la de su dios colérico, aquel monarca oriental que entrega la creación a los seres humanos como propiedad antes que encargo, pidiendo a cambio ser adorado. Decir no es hacer una pausa y salir de la ensoñación, raíz del mal en las personas, de acuerdo a Simone Weil, otra filósofa del no.
James Lovelock, el ecólogo, narra una variante de la negativa. Se trata del mesero que atiende el restaurante Tierra y debe decir a los que van llegando: ya no hay nada para ustedes, la cocina se vació. Decir no es resistencia, reconstrucción.