EL GRAN PREMIO.
La comedia crápula. A Bryce Echenique le envían el mal dado premio de manera vergonzante y sigilosa hasta su casa, sus 103 defensores hablan de linchamientos morales y Jorge Volpi aduce para explicar su responsabilidad, si me informaron exactamente, que el peruano es un escritor “clásico”. ¡Ah!
Un desenlace así era de esperarse. La autocrítica, la aceptación del error y su enmendamiento no son alcances comunes. Retirarle el premio a Bryce, única alternativa digna, hubiera significado una reivindicación de la moral literaria y de la moral a secas, una inteligente amplitud de espíritu, el elegante reconocimiento de algo muy frecuente: nos equivocamos. Es un disparate declarar a un autor clásico antes de que el tiempo y la memoria común pronuncien su veredicto al respecto. Volpi, que no será clásico, declara que Bryce ya lo es. ¿Por eso obviaron sus malas costumbres literarias, sus plagios y por ende su ilegitimidad?
Los 103 defensores del jurado y su premiado ---operación control de daños--- tampoco pudieron alegar más que vaguedades conspirativas para defender al culpable Bryce, hurtador de textos ajenos. El efecto de esto al interior de la república de las letras será corroborar lo que bien se sabe, la venalidad de tantos premios y sus extraliterarias causas, la ontológica y mexicana impunidad corrupta. Pero las consecuencias públicas serán mucho más graves, pues la decisión legitima el fraude y lo condona. Lo premia socialmente con fondos públicos. No sólo provoca entonces un envilecimiento del lenguaje y de la probidad estética: causa sobre todo un envilecimiento ético.
Aunque ahora que no hay hechos sino interpretaciones, plena modernidad líquida, la anterior es una opinión refutable desde la perspectiva del jurado, del impertérrito ganador, de los intereses editoriales, de la FIL misma y de su autoridad última, Raúl Padilla. En el cuerpo argumentativo que todos ellos han generado para explicar sus razones no aparece el tema esencial: un escritor que plagia textos ajenos dieciséis veces y es sentenciado por autoridades judiciales peruanas (amén de otras 32 apropiaciones hasta hoy documentadas en su cuenta delictiva por la académica chilena María Soledad de la Cerda en Proceso 1877). Es insostenible pretender que eso no cuenta para reconocer una obra literaria. Hay literatura buena, mala y plagiada. ¿Bryce es premiado por la primera, exonerado de la segunda y perdonado ante la tercera?
En un alarde de provocación y prepotencia, Jorge Volpi, jurado comprometido en la escandalosa decisión, además de su apelación canónica ha escrito, tanto en su blog como en un artículo de opinión, que el rechazo al premio de Bryce Echenique nace de la envidia: son “alaridos de la inquisición literaria”, afirma, cuya actitud, “disfrazada de cruzada moral, en realidad esconde el virus de la intolerancia y el autoritarismo”. El mundo al revés o la abusiva ocupación insana del lenguaje. ¿Intolerancia ante el fraude? ¿Autoritarismo por apelar a la ley, a la moral estética, a la decencia y el sentido común? ¿Envidia al denunciar la inelegibilidad de un escritor sentenciado por robar a otros la materia prima del acto escritural? ¿Inquisición literaria cuando la crítica y la repulsa no son hacia los méritos escriturales de Bryce, de haberlos, sino a sus deméritos textuales, tan cínicos, tan probados, tan abundantes?
Extraños y ominosos tiempos históricos donde no sólo lo sólido sino también aquello intangible que constituye (o constituyó, pues ya no es así) lo real desde una perspectiva colectiva: valores, sentidos, preceptos, se ha desvanecido fatalmente porque ya no obliga ni convence. El hablar no hace cocer el arroz, dice un proverbio chino. Tampoco los reconocimientos sectarios expían las malas reputaciones, así se entreguen contra viento y marea y por la puerta de atrás.
El gobierno mundial de corporaciones y mercados surgido callada y orgánicamente, ese “falso amanecer” global, ha traído consigo una contra-ética cuyo máximo “valor” es el éxito, la ideología más falsa en circulación. A ella deben abonarse las razones del empecinado premio, de los jurados que lo han discernido y de la compulsión plagiaria del premiado. El error posmoderno de creer que no puede saberse nada con certeza deriva en creer que no puede cuestionarse nada en cuanto tal. Ni siquiera el microfascismo de los jurados inapelables, atributo que de antemano concede la no equivocación.
Fernando Solana Olivares.