Friday, June 20, 2008

PLEGARIAS ENTENDIDAS

Plegaria viene de la misma raíz que precaria. La vida es precaria, luego entonces uno suele murmurar plegarias para salvar dicha fragilidad. Desde hace años yo practico una oración laica que me enseñó el poeta Francisco Cervantes cuando maravillosamente la escribió: “Dame, Señor, piedad para mí mismo, y que mi obra te responda”. No sé dónde está el tal Señor al cual apelo, no sé ni siquiera si existe y actúa, si me ve y me procura, si repara en mí. Tampoco tengo muy clara la dimensión de esa obra respondiente, si acaso está a la altura de la piadosa petición. Pero entono la frase con insistencia, casi a diario, y así funciona por mero aferramiento. O eso mismo creo, cuestión suficiente para que me resulte igual.
Acostumbro escudriñar textos inútiles, imprácticos, contrarios hacia donde la hipnosis de masas mueve al mundo, fuera de época, démodé. Textos esotéricos, dicen mis amigos. Textos new age, afirman mis enemigos. Textos ociosos, como alguna vez me advirtió mi mamá. Uno, por ejemplo, que hoy me ocupa, escrito por un sufí de Bujara alrededor del siglo XII: “Soledad en la muchedumbre. Permanece libre interiormente en todas tus actividades exteriores. Aprende a no identificarte con nada”.
Qué barbaridad. Parece un elogio del valemadrismo o una reiteración de aquella endecha castellana prohibida por los clérigos: ¡despéñate, torrente de la inutilidad! Pero no habla más que de una elemental distancia de la conciencia personal ante el juego de simulaciones que acostumbramos tomar por la realidad. Por eso de pronto, en tardes que parecen moderadamente alucinantes, recupero un juego de mi infancia practicado también por ciertos poetas, videntes de la alteridad: yo soy otro, digo para mis adentros; yo es otro, digo cuando estoy aún más radical. Nada me importa como me importaba antes, excepto tal vez lo que es corriente y común.
Estoy hablando de las epifanías: pequeños acordes cotidianos que se revelan en el orden de lo existente. Sutiles milagros que surgen en cualquier parte si se les quiere, y puede, mirar. Por enésima vez, terco y porfiado, hace unas semanas participé en un cierto premio literario. Con toda la santa indiferencia que vengo predicando, todavía soy presa de la necesidad. Y como cualquier escritor que vive a contracorriente en estos tiempos ingratos donde ya no hay editoriales que publiquen literatura compleja, entendida por dichas empresas comerciales como complicada, donde las librerías regresan los libros que tardan en venderse más de un mes (me cuentan, y si no es cierto lo será, que el plutócrata Slim recientemente compró Gandhi), acaso ya no busco el reconocimiento sino simplemente la retribución.
El caso es que aquella mañana donde se fallaría el premio mencionado vi claramente en el cielo una X hecha de delgadas nubes, un tachón aéreo e inequívoco delante de mí. Comprendí de inmediato el mensaje que había sido enviado por no importaba qué o quién. Y me llenó de júbilo, pues me pareció un signo mucho más ejemplar y milagroso que el logro del elusivo galardón. El cínico que hay en mi fuero interno no dejó de reírse por varios días: celebremos la pureza y la belleza del fracaso, me dijo una y otra vez. El escéptico que me habita igual lo festinó: mientra más viejo, más pendejo, dijo, echando mano de su sardónica filosofía particular.
Al fin acallé a esas voces subjetivas que poco a poco van escaseando en mi diálogo interior. Pasará el tiempo y olvidaré sin duda el premio no conseguido, pero nunca se borrará de mi recuerdo la espléndida señal celeste que me fue mostrada ni tampoco la poderosa sensación de alegría que me significó. Si envejecer significa ir haciendo limpieza, prefiero limpiar aquellas ilusiones y deseos que durante años hipotecaron mi circunstancias y empeñaron mi voluntad. Sigo hablando de las epifanías, y no esperar nada es una de ellas. Nada, excepto lo que de verdad suceda a mi alrededor.
Pero me contradigo, pues al fin contengo multitudes, y ninguna cosa de lo antes dicho supone que haya renunciado al cultivo de mi intención. Corregí las denominaciones, reemplacé el término deseo porque entendí que provenía del pensamiento que me piensa, es decir, de los lugares comunes de esta época capitalista terminal donde el ser se trasladó al tener y ahora está instalado en el parecer. Si uno siempre es otro para los otros, ¿cuál es la importancia de parecer qué? Entonces trato de distinguir precisamente entre mi deseo y mi intención, la cual supone un movimiento sostenido y persistente para aquello que antes se propuso: la no identificación.
De tal manera provine de una familia, de una casa, de un barrio, de una colonia, de una ciudad y de un país. Por ahora, cuando me preguntan de dónde soy ---existe una bendición que no he mencionado: resultar extraño en todas partes, lo que permite dedicarse meramente a la observación---, respondo que del planeta Tierra. Pero miento a sabiendas, tal vez para evitar indiscreciones, pues más bien debí haber afirmado: soy del universo, ahí nací.
Si esto se escucha abstracto y se mira relativo es porque tiene que ver con el arte personal de la intención. Plegarias precarias, plegarias entendidas. Todo es tan evidente como aquel consuelo pedagógico de Michel de Crayencour para con su pequeña hija: no pasa nada, no somos de aquí, nos vamos mañana. Por eso soy un cazador de signos epifánicos, pues ellos reiteran a menudo que el mundo es tan tenue como una burbuja de jabón.

Fernando Solana Olivares

Sunday, June 15, 2008

LA GUERRA PERDIDA

Hasta hace apenas unos cuantos años, algún autor especializado en el tema podía señalar, como lo hace Terence McKenna en su imprescindible libro El manjar de los dioses (Paidós Ibérica, 1993), que el mundo se veía rodeado por “el triste espectáculo de la guerra de las drogas”, una contienda librada por instituciones gubernamentales que o bien resultaban inoperantes o bien parecían estar francamente coludidas con aquellos cárteles del narcotráfico a los que deberían destruir. Hoy ese espectáculo en el país es mucho más que meramente triste, pues resultan ominosos y alarmantes tanto los resultados de la batalla misma, cuyos mensajes implícitos y explícitos hacen evidente la incompetencia del Estado mexicano al respecto, así como la creciente certidumbre de que con las estrategias empleadas hasta ahora dicha lucha se está perdiendo. O incluso, como lo afirma el especialista Jean-Francois Boyer en un documentado volumen (La guerra perdida contra las drogas, Grijalbo, 2001), que tal combate, en los términos en que ha sido planteado, nunca se podrá ganar.
Tales términos sólo pueden conducir al establecimiento de un orden policiaco-militar autoritario, de suyo ineficaz para el asunto pues solamente será punitivo y temporal ahí donde actúe, o a una degradación generalizada cuyos corruptos efectos conduzcan a la inestabilidad política y social. La violencia del narcotráfico en México ha llegado a niveles de una brutal crudeza nunca antes vista ---ejecuciones constantes, balaceras urbanas, cabezas cercenadas, cuerpos torturados, mantas públicas que anuncian los próximos asesinatos, etcétera---, pero los efectos de su impacto simbólico en el imaginario colectivo, en aquella narración tácita común a todos que llamamos cultura, todavía están por conocerse: si la violencia es el monopolio que históricamente le otorga razón de ser al Estado, ¿qué significa el surgimiento de poderosas bandas criminales capaces de usurpar ese monopolio y ejercerlo por su cuenta impunemente?
La única solución integral a la vista, aparentemente tan obvia que ni siquiera debiera discutirse, salvo en las modalidades específicas para llevarla a cabo, es una legalización de las drogas que erradique la criminalización a la que se han visto sujetas y establezca una política sensata sobre su uso. De las drogas que faltan por legalizarse, pues el mundo está lleno de las mismas y no existe sociedad humana conocida que no las haya empleado, antes para fines sagrados y ahora simplemente para tolerar la realidad. Aunque el tema no será materia de ningún foro mundial, y mucho menos doméstico, porque la guerra de las drogas no se diseñó para ser ganada, al contrario: debe prolongarse indefinidamente pues en ella están los intereses ocultos de las democracias y de sus instituciones políticas, médicas, financieras y policiacas. Como diría McKenna, “la guerra de las drogas es mantenida de un modo esquizofrénico por gobiernos que deploran el tráfico de drogas y a su vez son los principales garantes y patrones de los cárteles internacionales de la droga”.
Autores como Arnold Trebach ---comentaristas objetivamente desinteresados, los llama McKenna---, han planteado que el problema de las drogas debe colocarse en una perspectiva del todo distinta a la ahora predominante, y similar al modo en que la tradición liberal estadounidense ha afrontado el tema de los credos religiosos conflictivos: todos se aceptan como opciones morales que pueden ser adecuadas para quien cree en ellos. Es el derecho individual a autoadministrar las adicciones. “El tema de las drogas debe enfocarse con un espíritu semejante: más como una religión que como una ciencia. Mi esperanza es que la ley y la medicina reconozcan la personal y acientífica naturaleza del ámbito del uso de drogas ampliando la Primera Enmienda que garantiza la libertad para seleccionar una doctrina sobre el abuso personal de las drogas, pero limitada de algún modo por los principios esclarecedores de la medicina”.
De ahí que una política de la droga consecuente con los valores democráticos debiera tener como objetivo principal educar a la gente para permitirle hacer, informada y concientemente, sus propias elecciones del consumo de sustancias. Diversas propuestas se han hecho para elaborar un “plan maestro” que afronte seriamente la cuestión, pero todas coinciden en la legalización de las drogas y su control racional y público, a través de impuestos y medidas preventivas, por parte de los Estados nacionales. Pues como diría el especialista Larry Dossey, todos somos adictos y estamos enganchados a algo, desde la nicotina, el azúcar, la cafeína y el alcohol, hasta la televisión, los barbitúricos, la comida, el ruido, la autoimagen, la tecnología o el consumo.
Mientras la sociedad humana posmoderna languidezca bajo el peso de la anestesia moral que la domina, mientras el doble discurso de las democracias occidentales continúe, mientras nuestro país, sus ciudadanos y sus gobernantes no se atrevan a encarar la verdadera dimensión y el verdadero origen de los problemas que lo aquejan, es muy poco lo que puede hacerse, excepto, quizá, rogarle a la fortuna que ningún zeta sanguinario, afi mal preparado, militar en retén, procurador buscando acción, capo en día de asueto o adicto desesperado por la siguiente dosis, que ningún ajusticiamiento sistémico, ninguna cabeza decapitada o balacera aleatoria se topen con nosotros aquí a la vuelta de cualquiera apenas ayer tan apacible narcoesquina mexicana.

Fernando Solana Olivares

Friday, June 06, 2008

LOS ALCANCES DEL FUTURO

“El futuro es lo peor que hay en el presente”, escribió alguna vez Gustave Flaubert. Casi lo mismo me comentó un hombre muy humilde con quien hablé ayer. Describirlo como muy humilde significa que tal sujeto no estaba vestido ni siquiera de un poquito de autoridad. Llevaba un sombrero de paja roto por todas partes, una camisa sucia y vieja, un pantalón multiparchado y unas botas terrosas de color indescifrable. Que no quiere llover y que al rato no vamos a comer, me dijo, repitiendo el tópico ancestral de estas tierras sedientas y áridas que malviven en el centro mismo de la geografía nacional.
Que si sabía por qué, me preguntó. Repuse que no, pues además de mi ignorancia al respecto quería escuchar sus razones. Porque antes se sembraba para la gente y ahora se siembra para los animales, me explicó. Habló del antiguo diezmo agrícola para los pobres, un atemperante económico hoy desaparecido, recibió la moneda que le extendía, me dio las gracias, tomó el carrito del supermercado que ya estaba vacío y se marchó empujándolo. Dios dirá, exclamó al irse. Y yo noté que no había dicho: Dios dará.
Más de tres décadas después de la aplicación global de políticas agrícolas neoliberales dedicadas a destruir la soberanía alimentaria de las economías nacionales y de los países pobres, sobre todo, los precios de los granos básicos se escalan hasta niveles nunca antes vistos, y el hambre en muchos lugares junto con la escasez y la carestía de los alimentos en todas partes se convierten en circunstancias atrozmente súbitas de la vida cotidiana, al modo de un ominoso presente del futuro que determina el horror actual. La extraña dictadura económica del capitalismo terminal nihilista parece haber logrado sus fines apocalípticos ---conscientes o no, es lo mismo--- para encaminarnos a todos los habitantes de estas épocas amargas hacia una gran tribulación.
Las causas de ello están a la vista, así los agentes y partidarios de la globalización neoliberal, estos teólogos del libre mercado, estos sacerdotes de la religión del dinero, estos acólitos del pensamiento único, afirmen que la crisis alimentaria sólo será resuelta mediante la misma receta que la provocó: la liberación, la privatización y la desregulación de las agriculturas nacionales, con tal de seguir sirviendo a los insaciables y depredadores intereses del gran capital. Según tales agentes y partidarios del horror económico, la agricultura no tiene nada que ver ya con la producción de alimentos para los seres humanos, pues menos de la mitad de los granos mundiales son consumidos por ellos, sino con los agrocombustibles, con la especulación financiera de los mercados de futuros o con la crianza de ganado para abastecer la ahíta demanda del primer mundo. La agricultura es una mercancía más sujeta al mejor postor, como lo son el planeta y la gente que lo habita, como resulta serlo la misma realidad. Las aguas heladas del egoísmo capitalista hoy se congelan: vivimos en el reino pleno de la cantidad.
La Vía Campesina ---un movimiento internacional de agricultores, granjeros y comunidades indígenas presente en 56 países--- ha demostrado (Annette Aurélie y Jim Handy, La Jornada, 8/V/08; y el libro La Vía Campesina de Annette Aurélie) que las instituciones de la globalización forzaron “un dramático desplazamiento” planetario en la agricultura que llevó a economías nacionales como la mexicana a dejar de producir alimentos para su propia población, sustituyéndolos con productos “rentables” (brócoli, chícharos, camarones, flores, etc.) destinados a los mercados del norte. Así, muchos países en desarrollo que eran autosuficientes en granos básicos pasaron a ser importadores de alimentos. Los pequeños agricultores locales fueron sistemáticamente expulsados de sus tierras y los consorcios trasnacionales tomaron el control de las cadenas alimentarias.
De la misma manera en que el precio del barril de petróleo ha alcanzado niveles destructivamente demenciales, cuya causa básica proviene de la economía capitalista de casino, esa derivación final del sacrosanto “libre mercado”, la deidad omnipotente a la cual sirven los teólogos laicos de nuestros días, el alza brutal en el costo de los alimentos obedece, según La Vía Campesina, tanto a la concentración de los recursos productivos en manos de las agroindustrias, como a la colocación de los alimentos en mercados de futuros (sic), donde “especuladores hambrientos de ganancias, inversionistas y fondos de riesgos se embolsan millones de dólares mediante frenéticas ofertas y apuestas sobre cambios de precios y predicciones de escasez”.
Ayer platiqué con un hombre humilde. Pero hace años, una de las entonces mejores mentes de mi generación ---que ya no lo es porque el poder, el éxito y el dinero la han intoxicado sin remedio--- me explicó que la función de una economía nacional era evitar que la gente se echara a las calles desesperada por su miseria. Hoy, debido a la profecía autocumplida de los intereses especulativos y al nihilismo neoliberal globalizado, parece que estamos en las vísperas de algo similar. Dios dirá entonces, pues por ahora, y quién sabe por cuánto tiempo más, nada nos garantiza que Dios dará.
Al fin todo vuelve a lo básico: se trata del derecho humano a comer. Y acaso, de corregir las denominaciones sicóticas de nuestra cultura: no puede seguir llamándose mercado de futuros aquello que estrangula este presente común y colectivo, donde ahora ya sucede lo que mañana vendrá.

Fernando Solana Olivares

11 PIÑATA GIRASOL

Uno. No somos dueños del tiempo porque el tiempo se nos impone. No somos dueños del espacio pues éste nos determina. Pero somos propietarios de la imaginación que disuelve al tiempo y reconstruye el espacio. ¿Será ello suficiente para tolerar, comprender y encontrarle sentido a la época histórica que nos ha sido dada por el azar o la predestinación a nosotros, los habitantes estupefactos de un período civilizacional que evidentemente ha terminado y de otro que no acaba aún de suceder, cuyo nombre preciso desconocemos, cuyas manifestaciones más tremendas también?
Dos. So musst du sein (“Así has de ser”), afirma un verso de Goethe titulado “Daimon”, aquel genio, demonio o espíritu que según los griegos guiaba el destino de cada quien: “Así has de ser, no puedes escapar a ti mismo”. Tal escapatoria imposible hoy está situada, antes que al interior del sujeto, en la historia presente, la cual por todas partes, con variaciones cada vez más relativas, se manifiesta igualmente ominosa, depresiva, violenta, inflacionaria, ecocida, catastrófica. Acaso ahora debamos corregir al viejo Goethe para decir: “Así has de ser, no puedes escapar a la época donde por ti mismo fuiste colocado”. No existe entonces un daimon innato de los individuos, sólo una fatalidad global sufrida por todos. Para ponernos de acuerdo sobre el momento, llamémosle tardomodernidad. No es una obra común sino una aflicción común.
Tres. La modernidad fue el tiempo cuando los dioses abandonaron por completo el mundo. Sus huellas permanecieron en algunas formas del arte plástico, de la música y de la palabra. Ciertos poetas, pensadores y artistas, muy pocos desde luego, mantuvieron contacto mental y expresivo con las divinidades paganas. Uno de los últimos escritores que dejó constancia de ello fue Nabokov en su Lolita, alusión a las Ninfas actuantes todavía bajo otras ropas quizá oscuras. Y dice Roberto Calasso que la verdad esotérica de dicha novela sólo fue expresada por su autor en una breve frase perdida entre sus páginas como la astilla de un diamante: “La ciencia de la ninfolepsia es muy precisa”. Esa ciencia es la literatura.
Cuatro. Aby Warburg, citado por Calasso, llama “ola mnémica” a la intermitente manifestación de los dioses caracterizada por expansiones y reflujos: son las sacudidas de la memoria que golpean a una civilización en cuanto al vínculo con su pasado. La historia occidental está determinada por esa ola, por su disminución, como ocurrió durante siglos, y por su desbordamiento, como de nuevo empieza a suceder hoy. Aunque Homero advierte que “no a cualquiera se le aparecen los dioses con plena evidencia”. Y su manifestación, según un ilustre lingüista, siempre toma la forma de algo que sucede. Nada más, nada menos.
Cinco. Y el peligro de tal acontecimiento, según Calasso, uno de los cuantos que de ello saben, es que la epifanía de los dioses resulte arrasadora: “el advenimiento de una auténtica ‘revolución’, o tal vez un poderoso sacudimiento del cielo y de la tierra”.
Seis. Que de lo anterior abomine la secta racionalista contemporánea, la que por ser la más simple es la más extendida de todas y a la cual el mundo sólo se le presenta bajo su forma material, no demuestra otra cosa salvo que esa secta ideológicamente hegemónica, responsable del crepúsculo histórico y cultural vigente, nunca podrá saber que la tardomodernidad debe entenderse como el tiempo excepcional preñado de advertencias y señales cuando regresan los dioses.
Siete. Lo constató Ezra Pound: “No habiéndose encontrado nunca una metáfora suficientemente adecuada para ciertos colores emotivos, afirmo que los dioses existen”. Lo escribió Martin Heidegger: “El caos es lo sagrado mismo; lo sagrado es propiamente lo tremendo”. Epoca caótica, época tremenda, época sagrada.
Ocho. Acaso resulte una cuestión de preferencias inerciales o de posibilidades estrictas. Acaso entrañe la distinción entre “creer”, esa actitud compuesta por los prejuicios serviles de la razón predominante en esta época histórica, y “tener que creer”, aquella facultad intemporal que se define como la predilección del espíritu libre, del yo superior, y a la cual va unido el reconocimiento, el recuerdo de uno mismo, la firme y estable confianza en la verdadera naturaleza de lo real.
Nueve. ¿Y qué es lo real verdadero: lo que vivimos o lo que imaginamos que vivimos? ¿Es fatal la historia de estos días e infranqueable al modo de una pesadilla de la que no se puede despertar? ¿O es meramente una construcción susceptible de ser abandonada por otro espacio-tiempo, si no tangible de inmediato en una dimensión física cuando menos activo en un plano mental?
Diez. Se observa que en una época complicada (compuesta de fragmentos sin sentido, como la nuestra), siempre hay que simplificar. Ésta, aunque no lo parezca, es una acción propia del pensamiento complejo (aquello formado por múltiples partes que se influyen entre sí); por ejemplo, imaginar que la auténtica riqueza supone la reducción drástica de la falsa y superflua necesidad.
Once. Por tal motivo, transitar por el tiempo o envejecer no sólo es ir retirando cosas, sino sobre todo hacer limpieza en la conciencia personal. Llamados o no llamados, los dioses están presentes en el mundo otra vez. El momento es como una piñata que gira al sol. Diría Jünger que a los habitantes del Olimpo les resultan ajenos los récords. Si todo ángel es terrible, todo dios también.

Fernando Solana Olivares